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Machete Sensembra (texto)

Este municipio iba a cumplir 14 años sin homicidios en 2009. Pero vino el inicio de año y ocurrió un asesinato. Un lunar en un lugar donde al parecer los machetes y las pistolas en manos de particulares son un potente disuasivo para quien quiera dedicarse a perpetrar fechorías. Un lunar para un lugar donde algunos habitantes han decidido dedicarse ellos mismos a prevenir la delincuencia, aún si eso significa matar.

Miércoles, 11 de noviembre de 2009
Daniel Valencia

Tres machetes descansan en el suelo cual perros fieles junto a sus amos. Y ahí están estos hombres, sentados, conscientes de que su secreto más preciado ya fue revelado. Hace 14 años ellos mataron y lejos de incomodarles que lo sepamos, como que les alegra, como que les divierte. Se miran a los ojos y se ríen. Con el índice se señalan y ríen más fuerte. El hielo se ha roto y estos justicieros nos quieren hacer sus cómplices.

Por suerte para ellos, el Código Penal salvadoreño convierte al homicidio en un crimen sin castigo si pasados 10 años la justicia no acusa a nadie. Y en esta casa, en este cantón, en este tablero llamado El Rodeo, por más que nos pongamos el disfraz del detective y salgamos a buscar pistas como Sherlock Holmes, nunca sabremos si uno de estos tres hombres -dos de ellos ya en la tercera edad- fue el que tiró de la cuerda que ahorcó a Carretón. Sí sabremos que participaron en su captura, en arrastrarlo por el valle y en que se le hiciera morir.

En El Rodeo, todos saben quiénes fueron los verdugos de aquel ladrón y violador de mujeres. Todos los saben pero nunca dirán su nombre. Estos tres hombres lo saben y no pronunciarán su nombre. Aquí todos son el asesino, todos tiraron de la cuerda y por eso, en un juicio, no podrían acusarnos de encubrimiento porque este es un criminal que multiplica su nombre y su rostro por 40, por 50 o por más.

Pero pistas para encontrar al autor específico de este ajusticiamiento registrado en Sensembra hay, y se llega a ellas después de desenredar el nudo de recuerdos alojados en la memoria del secretario del Juzgado de Paz, Arturo Vásquez Méndez. Arturo es un diminuto funcionario que lleva contando muertos en este municipio desde 1988; pero el ábaco se le quedó sin gemas después de morir Carretón, porque de la noche a la mañana ya nadie mató en Sensembra, este municipio de Morazán que no escuchó el agónico gemido de la muerte violenta durante 4 mil 381 noches enteras.

Arturo, desde 1995, se ha dedicado a asistir a dos jueces que han desfilado por el juzgado resolviendo pleitos por linderos, por violencia intrafamiliar, bagatelas sin mucha trascendencia. Ahora, Arturo le resuelve la vida a la jueza Ana María Domínguez, una mujer que se pasa las tardes hablando por teléfono, pintándose las uñas, maquillándose, esperando nada, porque nada ocurre en este municipio.  En su escritorio, Arturo mantiene un orden impecable: no hay papeles porque no hay nada que apuntar. Apenas una libreta desordena el escritorio de este funcionario, que en los 80s y los 90s recorría entretenido todo el municipio contando muertos, ejerciendo.

Por eso, el nudo de recuerdos alojados en la memoria de este funcionario, originario de Chilanga, se desenreda fácilmente, y deja caer el año del asesinato de Carretón: 1995. La evidencia se viene enseguida: un cadáver y el arma homicida -un lazo-. El escenario: un descampado de El Rodeo.

Nos vamos entonces a El Rodeo y al cabo de un rato, después de preguntar por fulanito y zutanito, dimos con estos tres hombres con machete, que ahora nos dejan claro que nunca se sabrá quién planificó el asesinato de Carretón, quién le puso la soga al cuello o quién o quiénes la tensaron, descascarando, de paso, la rama de uno de los tres árboles que fueron -aparte de los victimarios- los únicos testigos del crimen.

Estamos en una casa ubicada justo enfrente de la iglesia católica de El Rodeo. Esta casa está a la mitad del valle, como le llaman a este terreno quebradizo cortado por cuatro riachuelos que atraviesan la única calle principal, y que divide a las casitas pobres de bahareque de las ostentosas casas migrante moderno, adornadas con águilas o colores rosados, verdes o fucsia.

La de Filadelfo tiene un amplio jardín, un gallinero, una apestosa porqueriza al fondo, pegada al primer riachuelo, y una sencilla pupusería y cervecería en la fachada principal. Mientras platicamos, están llegando cada vez más parroquianos a pedir las tortillas rellenas que su hija mayor despacha entre los chistes que otro de los tres ancianos mete en medio de la plática: que la señora que acaba de llegar –una abuelita canosa con delantal- es la más aguerrida de El Rodeo; que la señora que está a la par de ella es la primera que sale corvo en mano a perseguir maleantes…

El comediante se llama Elías Echeverría, tiene 58 años, lleva botas, el pelo despeinado por el sombrero y está sentado en una silla, en la esquina derecha del corredor principal. A la izquierda, en el centro, Filadelfo apoya el respaldo de otra silla en el pilar del que sostiene el tejado. Los 79 años de sol que oscurecieron su piel están cubiertos por una camisa desmangada, como de basquetbolista. Lleva chancletas en los pies y el pelo al ras lo tiene cano.

“Así que ya les contaron que quedó en un palo”, suelta Miguel Rivera, el tercero de los tres hombre que nos confirma la fama de El Rodeo, el cantón más poblado de Sensembra.

Miguel entró a la casa de Filadelfo apurado, exigiendo una cerveza, metiéndose a la plática sin ser invitado. Traía un sombrero en la cabeza y un lazo al hombro. La imagen del lazo fue suficiente para que Elías soltara otra broma que hizo brincar la casa a carcajadas: con ese lazo, Carretón perdió la vida, “retorciéndose como garrobo recién capturado”.

Miguel, solo entonces, suelta una risotada y deja de buscar la cerveza que nunca le llevarán porque deja de pedirla una vez se mete a la conversación. Miguel sienta sus 73 años de huesos, pone el machete en el suelo y el lazo en una banca y se dirige a nosotros.

-Así que ya les contaron que quedó en un palo.

-Sí.

-¿Quién se los contó?

-Allá arriba, en Sensembra, un montón de gente… el alcalde, el secretario del juzgado, lugareños…

-Vaya, hom´…- Miguel dirige una mirada compinche y pícara a sus dos compañeros y les levanta la cabeza, como preguntándoles. Ellos le responden el gesto y le permiten proseguir el interrogatorio, que al final se convierte en adivinanza. Para ellos es solo un juego, cuyo trasfondo les hincha el pecho de embriagante orgullo.

-¿Le dijeron en qué lugar quedó?

-Eso no.

-Ja, ja, ja. A pues le cuento: en ese lugar hay tres palos, uno a la par del otro. Uno es de mango, otro es zapote y el otro es de caimito. Quedó en el palo del centro. Adivine cuál es y le decimos quién lo mató, ja, ja, ja...

La respuesta es el palo de mango. Ahí quedó colgado Carretón hace 15 años. Pero aún sabiéndolo, de estos ancianos jamás obtendríamos un dedo acusador porque en El Rodeo nadie mata, “mata la comunidad”; nadie captura, “captura la comunidad”; nadie cuida… “nos cuidamos”, aclara Filadelfo. “Y si alguien extraño viene a querer hacer fechorías, si no le damos matacán, lo entregamos a la Policía. Por eso aquí es tan tranquilo”.

***

Cuando José Vásquez habla de su tesoro más preciado los ojos le brillan, la voz le sale fresca, remozada. Su risa, arrecha, colabora para que el parecido que este hombre tiene con el famoso Vicente Fernández se pronuncie aún más. Si se tirara el pelo hacia adelante y se dejara el bigote más espeso, a José solo le haría falta el traje de charro. Pero en su cuarto, este justiciero no guarda una guitarra sino otro instrumento que también se toca con ambas manos y ensordece con su balada fúnebre: un fusil M-16.

A José Vásquez llegamos después de que el alcalde Óscar Elvidio Vásquez nos recomendara hablar con él. El alcalde, después de darle vueltas al asunto, confiesa que no entiende por qué su municipio reprobó la materia de violencia contemporánea de El Salvador 2001-2008, con cero homicidios. El alcalde se da por vencido luego de que le refutamos sus primeras ideas. No, alcalde, aquí no puede ser la religión, porque hay más presencia de congregaciones religiosas en otros municipios. Yoloaiquín es un caso. Será algo más. No, alcalde, si Guatajiagua, aquí cerca, es más pobre que Sensembra y sí reporta más violencia (24 homicidios entre 2001 y 2008). ¿Migración? Puede ser. ¿Pero habrá algo más, alcalde, o no?

-Bueno… aquí hay zonas donde hay gente organizada, protegiéndose de la delincuencia. En El Rodeo, por ejemplo, si alguien se atreve a entrar para hacer el mal, no va a salir. La población se ve en la necesidad de tomar la justicia y la seguridad en sus manos.

Solo entonces comprendimos la primera imagen que nos regaló este municipio.

Cuando llegamos a la alcaldía, un parroquiano de nombre “Porfirio” (pidió reservar su identidad), con su revólver al cinto y el sombrero a la cabeza entró a la alcaldía. Caminó y se acercó a la ventanilla de la jefa de catastro para asaltarla con una solicitud. “¡Cómo no, don Porfirio! Venga en la tarde, que ya se lo tendremos listo”, le respondió la funcionaria.

Abordamos a Porfirio antes de entrar nosotros a hablar con el alcalde.

-¿Por qué lleva el arma?

-Porque aquí todo mundo anda una. Si no es machete anda su pistolita. Es mejor andar precavido. Uno nunca sabe. Mire, el fin de semana pasado asaltaron en Yamabal a toda una caravana en la carretera. Uno nunca sabe…

Minutos después el alcalde iba a rubricar esa visión al tratar de explicar los porqués de la escasez de homicidios en su municipio: “La población se ve en la necesidad de tomar la justicia y la seguridad en sus manos...”

A José Vásquez todos en Sensembra lo conocen. Después de las indicaciones del alcalde preguntamos por él en la plaza: vive ahí, a la entrada de El Rodeo, nos dice un hombre en la calle. Él les puede contar, nos dice otro lugareño. Él se sabe mejor la historia, comenta el secretario del juzgado, Arturo Vásquez.

José Vásquez es, en  síntesis, uno de los “protectores” del pueblo. Cuando algo huele mal en Sensembra, José sale de su casa con otros cinco hombres a echar odorante. Pero no llevan un atomizador. José lleva una nueve milímetros –registrada, dice-, un machete y a sus dos pastores alemanes: Coyota y la cría de esta, Terry. Los que no tienen pistola llevan machetes o cumas. Cualquiera de las variantes sirve.

El M-16 de José es solo un adorno -que nunca usa, dice, salvo para recordar- porque fue cinco años soldado, como su padre. Estuvo destacado en el oriente del país, en la 3a. Brigada de Infantería de San Miguel. Se salió del ejército en el 80, porque se cansó de la vida militar y porque ya estaba harto que su comandante le diera órdenes turbias. 

“Nos obligaban a agarrar gente inocente. A la medianoche nos ordenaban ir a sacarlos para matarlos. A las tres veces ya no me gustó. Eso no estaba bien”, cuenta José.

Entre el 81 y el 83, Sensembra comenzó a ser asediada por la guerrilla, que tenía las faldas de Morazán arriba tapizadas con el color rojo. A José, cansado, la guerra ya no le interesaba. Pero le terminó interesando porque lo querían matar… y no los del bando contrario.

Sensembra se armó hasta los dientes con una defensa civil que operaba en el casco del municipio, al ver que su vecino, Yamabal, también estaba siendo atacado. De la defensa fueron los tres ancianos que participaron del asesinato del violador Carretón: Filadelfo, Elías y Miguel. A las fuerzas civiles, en Sensembra, las dirigía un afamado comandante Coca Hernández, que quería a José en su equipo. Pero José le dijo que no, que esas cosas eran de sanguinarios. Coca mandó vigilarlo y luego, según José, mandó a matarlo.

“Entonces, decidí irme. Tenía conocidos que se habían pasado al otro bando, y me di cuenta de que ellos comulgaban con mis mismas ideas y después de tres solicitudes acepté irme para El Mozote, en el 82, a instruirme en la Escuela Rafael Antonio Arce Zablah”, recuerda este hombre, que este día lleva puesta una camisa roja con un estampado gastado del presidente venezolano Hugo Chávez.

Al caserío El Mozote José llegó después de que el lugar fuera arrasado por el batallón Atlacatl, en 1981. “Veo el desastre que hicieron… eso a uno lo llena de coraje”, dice. Ya con seudónimo (“Licho”), José regresó ese mismo año a Sensembra, como guía y contacto de los guerrilleros para la gran batalla de Sensembra.

De esa batalla se cuentan grandes anécdotas: una gran balacera en el municipio, cuatro muertos (un guerrillero, dos defensas, y un anciano que iba pasando). También hubo un desaparecido. Eso elevó a la fama a Coca Hernández: desde aquella batalla se convirtió en fantasma. Ya nunca nadie le volvió a ver el rostro. “Se lo llevaron”, es lo único que le sacamos a José. “Se lo llevaron”.

De la guerra, a José y los hombres de El Rodeo les quedó la desconfianza, la duda, y las mañas que se requieren para atrapar a un sospechoso. Antes de Carretón, El Rodeo mató a Lorenzo Vásquez, miembro de una banda de ladrones que se metían a sacar electrodomésticos enviados por los migrantes a sus familiares.

Lorenzo, según José, quedó “pura coladera” de tantas balas que le metió la comunidad. A Lorenzo también lo fue a reconocer el secretario del Juzgado. Un año después cayó Carretón. Desde entonces, los de El Rodeo se dedican a espantar ladrones como quien espanta moscas.

Este año en El Rodeo han ocurrido pocas capturas: la delegación policial de Guatajiagua confirma que estos hombres, armados con machetes, entregaron a un joven que desde hacía tres días se paseaba por una tienda y hablaba por celular.

El agente Raúl Vásquez dice que cuando llegaron, el joven de pelo largo, originario de San Miguel, estaba cabizbajo, “como ahuevado”. Uno de los hombres de El Rodeo lo tenía sujeto del brazo izquierdo mientras le pedía a los policías que se lo llevaran de ahí “para que nunca más vuelva”.

La Policía, después de un corto interrogatorio en la delegación, dejó libre a aquel joven de pelo largo. El muchacho decía que venía a visitar a una novia, que le pedía que llegara pero que lo dejaba plantado porque estaban el papá o la mamá en la casa. El cipote, entonces, la esperaba en la tienda y le hablaba por teléfono, rogándole que saliera. “Y en efecto, le dijimos que hablara y la muchachita pícara le contestó”, dice Vásquez el policía.

Los hombres de El Rodeo han tenido otros dos grandes logros este año. Uno tuvo que ver con pandillas. En todo el municipio no hay reportes de clicas, como sí los hay en la vecina Guatajiagua. Pero un pandillero deportado de El Rodeo, que luego se juntó con otros de San Miguel, quiso, craso error, levantar cipotes en el cantón.

Esta vez lo hombres mayores tuvieron ayuda de los jóvenes. El grupito que seguía los pasos del pandillero comenzó a molestar a otro grupito que no quería caminar con ellos. En ese grupito estaban los nietos de Filadelfo. Miguel, desde la banca, es quien cuenta la anécdota mientras Filadelfo asiente en cada detalle.

“Cansados de tanto pleito que tenían, los llamamos a ambos grupos y les dijimos: vaya, solucionen esto acá. Si ustedes ganan pueden seguir con sus pendejadas, pero si ganan estos, se acabó el asunto. ¡Viera la gran talegueadas que le pegaron a esos pendejos (los seguidores del pandillero)!”, dice Miguel. Ahí terminó una parte de esta historia. La otra terminó cuando José y sus hombres fueron a hablar con los verdaderos pandilleros.

“Cuando ya vimos que los cipotes de acá andaban locos con ellos les dijimos que a pasear pueden venir acá, tranquilamente, no le quitamos a nadie que no pueda venir a pasear en son de paz. Pero si ya van a venir a hacer otras cosas locas, ahí ya no se les permite”, cuenta José.

Después de este incidente, que ocurrió a principios de año, el último trabajo de seguridad que han hecho los hombres de El Rodeo fue en junio. Sensembra celebraba sus fiestas patronales y el circo Relámpago aprovechó para llegar a dar funciones.

Con el circo, a Sensembra también llegaron una serie de llamadas de un extorsionista que exigía 200, 300, 400 dólares a cambio de la vida de los inquilinos de las principales casas de Sensembra. Una de las víctimas alertó a José, y los hombres de El Rodeo, como sabuesos, olfatearon por todos lados hasta que la nariz los llevó a la cantina del pueblo, en el casco.

“Nos fuimos a platicar con los bolitos que se juntaban con los cirqueros. Ellos les decían que les entregaran números de ciertas personas… y sospechamos que ahí estaba la cosa”, cuenta.

José y su equipo se fueron entonces a visitar al dueño del circo. ¿Dónde está tu hijo?, le preguntaron. Después de una corta insistencia, el padre entregó a su hijo. Lo agarraron de frente y le preguntaron si conocía el número de celular X. El muchacho dijo que no. De repente, el celular que andaba en la bolsa del pantalón comenzó a sonar. Otro de los del grupo lo estaba marcando sin que lo vieran.

-¿Qué hicieron entonces?

-Le dijimos que empacara el circo y se largara para el siguiente día.

El circo Relámpago hizo honor a su nombre y desapareció.

***

Sensembra, a las 7 de la mañana, ve desfilar a hombres armados con machetes y cumas, y con pichingas llenas con agua, por sus caminos, por sus tapiales, por sus veredas. Cerca del casco, estos hombres bajan y cruzan el río Sensembra para castigar a los sembradíos de maíz, de frijol, del otro lado del pueblo, frontera con Yamabal.

En El Rodeo, los hombres que tienen ganado lo sacan a pastar; los que tienen milpa se van también a cultivar. En El Limón, el otro cantón de Sensembra, más pobre, menos desarrollado, menos poblado, casi nadie tiene ganado y la mayoría de sus inquilinos apenas y tiene las tareas suficientes para alimentar a sus familias.

En todo el municipio, a las 2 de la tarde, todos estos hombres regresan a sus casas fatigados, apestosos, chamuscados, hartos.

De El Limón es José Vásquez. Y de El Limón también es originario un hombre que estuvo a punto de sacar a Sensembra de esta lista de municipios sin homicidios en agosto de 2002.

Valentín Vásquez Aguilar, campesino, siete hijos, 39 años, tiene que colgar llantas de bicicleta en la rama de un árbol para que –a lo mejor- alguno de sus vecinos se dé cuenta y le llegue a pedir refacción. Es su rebusca después de la milpa: el único oficio que conoce aparte de usar la cuma y el machete en los cultivos. Lo malo es que no muchos tienen bicicleta en El Limón y por eso a la rama del árbol ya no le caben más neumáticos.

Valentín, que sí tiene, la ocupa todos los días. Hace seis años, en esa bicicleta iba antes de que casi matara a Pedro Martínez Calderón de un machetazo.

Si la justicia salvadoreña fuera más efectiva, y las cosas en pueblos perdidos como este no se arreglaran con los filos de los machetes, quizá esa pelea nunca hubiera ocurrido.
Si a lo mejor alguno de los seis agentes de Guatajiagua –seis agentes para 19 mil habitantes: los 11 mil de Guatajiagua, los casi 4 mil de Yamabal y los casi 4 mil de Sensembra- se hubiera asomado aquella tarde del 7 de agosto de 2002, Valentín no hubiera caído preso más tarde, dejando a su esposa y a sus hijos a su suerte durante todo un año.

Aquella pelea dejó a Valentín con media oreja izquierda, a Pedro con un dedo menos y a Sensembra al borde del precipicio. Hace siete años, cuando nadie miraba, Sensembra casi se sale de esta lista de municipios libres de la muerte violenta.

Por suerte, Pedro, ya vencido, le pidió disculpas a un colérico Valentín que le acababa de rajar la cabeza con el mismo machete con el cual Pedro intentó matarlo primero. Un pleito por un lindero mal colocado casi acabó con una vida y casi dejó en luto a una familia. Pedro decía que su terreno llegaba hasta la mitad de la casa de Valentín, partiéndola en dos, y este le demostró con papeles que no.

A Pedro, entonces, se le ocurrió que la única manera de salirse con la suya era matando a su vecino. Y lo esperó agazapado, como fiera, en la cuesta que lleva a la casa de Valentín. Este campesino ojos verdes y piel blanca había hecho doble jornada aquel día, y regresó “pijiado” a su casa. Ahí se encontró con que a René, uno de sus hijos –hoy de siete años-, la fiebre se lo llevaba para siempre. Entonces Valentín tomó la bicicleta y partió rumbo al pueblo. Adentro del pantalón apenas llevaba una cumita, dice.

Al verlo venir, Pedro saltó como gato fiero al camino, y se le interpuso tres veces. A la cuarta le asestó un golpe en la costilla con el machete. “¡Aquí está mi defensa personal!”, grita hoy Valentín a unos jueces invisibles que hace cuatro años no lo escucharon.

La danza de esta batalla tuvo como constante tres pasos antes del cambio de movimientos. Primero, Pedro quería hacer picadillo de Valentín y le tiró tres filazos estando este último herido en el suelo. Valentín, chorreando sangre de la panza,  restregaba su cuerpo por todo el suelo para esquivar los ataques. Cuando vino el cuarto, de milagro Valentín logró agarrarle la mano a Pedro. Forcejearon, Pedro se cayó y su propio machete le cercenó un dedo de la mano izquierda. Valentín, ya injuriado, sacó su cumita. “Le conté tres ataques y al cuarto le corté la muñeca izquierda”, relata. Pedro se cambió el machete de mano. La fórmula se repitió.

Después, Pedro comenzó a retroceder y Valentín se le fue con todas sus fuerzas. Le quitó el machete, brincó, y se lo encajó en la cabeza. A matarlo iba cuando Pedro le dijo: “Fulano, perdoname, no lo vuelvo a hacer”. Valentín lo dejó tirado, tomó su bici, llegó al pueblo, avisó a alguien que allá estaba tirado Pedro y se regresó con la medicina para su hijo.

A las semanas lo agarró la Policía y a los meses fue condenado un año por homicidio simple en grado de tentativa. Según los jueces, aunque no terminó el acto, la acción ejercida por Valentín casi mató a Pedro…

El juzgado de sentencia de Gotera también cuenta de otros dos incidentes que casi sacan a Sensembra de esta lista: un tipo se peleó con otro por un terreno y le dejó ir cuatro balazos, y a la mujer del herido otro más. El herido, de milagro, sobrevivió, pero perdió la agilidad de su cuerpo. Esto fue en El Rodeo, en 2005.

El otro caso también tiene que ver con alguien de El Rodeo: “Juan” mató a “José”, pero Juan se tomó la molestia de no hacerlo en Sensembra, sino en el municipio vecino, Yamabal, que está a cinco minutos en carro.

Arturo Vásquez, el secretario del juzgado de Paz, tiene una conclusión para este tipo de comportamientos: la cultura. Él recuerda que en 1993, junto con el juez de esa época, lograron hacer una veda de armas en todo el municipio para que ya no hubiera tanto muerto y herido por machete y pistola. “En los 80s era increíble, y en los primeros años de los 90s la cosa continuaba. Ni la paz lo calmó”, dice Arturo.

La medida, después de implementada, fue un éxito. En todas las entradas al pueblo se colgaron carteles que advertían de la prohibición y la gente circulaba desarmada. Solo se permitían las cumas y los corvos en las milpas.

Pero todo acabó cuando se fue la policía de transición, en 1994, año en el que nació la Policía Nacional Civil. Ya nadie vigiló que no anduvieran armados, y los hombres de Sensembra se volvieron a colgar las pistolas y a afilar los machetes.

Luego, ese mismo año, una banda de robacasas comenzó a levantar tejas en el municipio… y llegó a El Rodeo. Luego vino Carretón… y luego, por pura suerte, aquellos que se agarraron a balazos o a machetazos en estos 15 años nunca lograron matarse… Hasta que hubo uno que sí lo consiguió, y le hizo recordar a Sensembra cómo suena el gemido agónico de la muerte violenta.

***

El 21 de enero de 2009, apenas 21 días después de que este municipio libre de asesinatos celebrara sus siete años invictos (según datos oficiales de Medicina Legal) un hombre desconocido, con un machete, cortó la garganta de Pedro Antonio Cruz Rosales y le aventó una piedra en la cabeza.

Nadie escuchó nada, nadie vio nada. Y como Sensembra es tan tranquilo (entre 2008 y lo que va de 2009, la PNC reporta tres violaciones, cuatro lesiones, tres extorsiones, un robo, cinco hurtos) en la delegación policial de Guatajiagua los oficiales ya ni se acuerdan exactamente dónde ocurrió el hecho: en el mapa de novedades colgado en la pared lo tienen señalado en un lugar que no es el correcto; y se tardan más de una hora, buscando entre cuadernos llenos de polvo y carcomidos por las polillas, el libro de novedades de la primera mitad de 2009.

Y ahí aparece, confirmando el suceso, el reporte de la llamada que Arturo Vásquez, el secretario del juzgado, hizo en la mañana del 22 de octubre a la delegación para informar que en un terreno baldío, detrás de la cantina de Sensembra, había un cadáver.

Pedro Antonio Cruz Rosales, alias Pecho de Hule, salió a comprar un dólar de tortillas para comer en la tarde del 21, según la Fiscalía de San Francisco Gotera. Regresó a la casa en la que habitaba y ensartó las tortillas en un clavo antes de decirle a su posadero y amigo, José Antonio Gutiérrez, que iría a buscar el conqué a la tienda. Antes o después –los fiscales aún no lo han averiguado- hay testigos que dicen haber visto a Pecho de Hule sentado cerca del lugar en el que quedó muerto.

La víctima no era de Sensembra pero llevaba viviendo ahí varios años. Nadie sabe de dónde era y la Fiscalía no le encontró ningún documento. Los que lo conocieron dijeron a la Fiscalía que era un hombre trabajador, sin enemigos. Algunos se atrevieron a decir que si tenía algún pecado era el de la bebida. La Fiscalía tenía un sospechoso pero ya ni ha investigado más porque no hay elementos de prueba suficientes. Lo único que tenían es que este sujeto le robó, alguna vez, una hamaca a Pedro.

¿Quién mató con machete y piedra a Pedro? ¿Por qué? Como en El Rodeo, hay pistas pero ningún sospechoso a quien delatar y mucho menos condenar. Como en El Rodeo, en la escena del crimen solo los árboles fueron testigos mudos de este asesinato. ¿Habrá sido el fulano de la hamaca? ¿Habrá sido José, el amigo del occiso? ¿Habrá sido la mujer de José? Ya qué importa. No ganamos nada y aunque lo supiéramos, igual, Sensembra perdió el juego, se salió de esta lista de municipios cero homicidios y ahora solo quedan seis de los ocho con que inició el año. Mientras nadie miraba, la sangre corrió de nuevo en Sensembra.

 

A Pedro, entonces, se le ocurrió que la única manera de salirse con la suya era matando a su vecino. Y lo esperó agazapado, como fiera, en la cuesta que lleva a la casa de Valentín. Este campesino ojos verdes y piel blanca había hecho doble jornada aquel día, y regresó “pijiado” a su casa. Ahí se encontró con que a René, uno de sus hijos –hoy de siete años-, la fiebre se lo llevaba para siempre. Entonces Valentín tomó la bicicleta y partió rumbo al pueblo. Adentro del pantalón apenas llevaba una cumita, dice.

Al verlo venir, Pedro saltó como gato fiero al camino, y se le interpuso tres veces. A la cuarta le asestó un golpe en la costilla con el machete. “¡Aquí está mi defensa personal!”, grita hoy Valentín a unos jueces invisibles que hace cuatro años no lo escucharon.

La danza de esta batalla tuvo como constante tres pasos antes del cambio de movimientos. Primero, Pedro quería hacer picadillo de Valentín y le tiró tres filazos estando este último herido en el suelo. Valentín, chorreando sangre de la panza,  restregaba su cuerpo por todo el suelo para esquivar los ataques. Cuando vino el cuarto, de milagro Valentín logró agarrarle la mano a Pedro. Forcejearon, Pedro se cayó y su propio machete le cercenó un dedo de la mano izquierda. Valentín, ya injuriado, sacó su cumita. “Le conté tres ataques y al cuarto le corté la muñeca izquierda”, relata. Pedro se cambió el machete de mano. La fórmula se repitió.

Después, Pedro comenzó a retroceder y Valentín se le fue con todas sus fuerzas. Le quitó el machete, brincó, y se lo encajó en la cabeza. A matarlo iba cuando Pedro le dijo: “Fulano, perdoname, no lo vuelvo a hacer”. Valentín lo dejó tirado, tomó su bici, llegó al pueblo, avisó a alguien que allá estaba tirado Pedro y se regresó con la medicina para su hijo.

A las semanas lo agarró la Policía y a los meses fue condenado un año por homicidio simple en grado de tentativa. Según los jueces, aunque no terminó el acto, la acción ejercida por Valentín casi mató a Pedro…

El juzgado de sentencia de Gotera también cuenta de otros dos incidentes que casi sacan a Sensembra de esta lista: un tipo se peleó con otro por un terreno y le dejó ir cuatro balazos, y a la mujer del herido otro más. El herido, de milagro, sobrevivió, pero perdió la agilidad de su cuerpo. Esto fue en El Rodeo, en 2005.

El otro caso también tiene que ver con alguien de El Rodeo: “Juan” mató a “José”, pero Juan se tomó la molestia de no hacerlo en Sensembra, sino en el municipio vecino, Yamabal, que está a cinco minutos en carro.

Arturo Vásquez, el secretario del juzgado de Paz, tiene una conclusión para este tipo de comportamientos: la cultura. Él recuerda que en 1993, junto con el juez de esa época, lograron hacer una veda de armas en todo el municipio para que ya no hubiera tanto muerto y herido por machete y pistola. “En los 80s era increíble, y en los primeros años de los 90s la cosa continuaba. Ni la paz lo calmó”, dice Arturo.

La medida, después de implementada, fue un éxito. En todas las entradas al pueblo se colgaron carteles que advertían de la prohibición y la gente circulaba desarmada. Solo se permitían las cumas y los corvos en las milpas.

Pero todo acabó cuando se fue la policía de transición, en 1994, año en el que nació la Policía Nacional Civil. Ya nadie vigiló que no anduvieran armados, y los hombres de Sensembra se volvieron a colgar las pistolas y a afilar los machetes.

Luego, ese mismo año, una banda de robacasas comenzó a levantar tejas en el municipio… y llegó a El Rodeo. Luego vino Carretón… y luego, por pura suerte, aquellos que se agarraron a balazos o a machetazos en estos 15 años nunca lograron matarse… Hasta que hubo uno que sí lo consiguió, y le hizo recordar a Sensembra cómo suena el gemido agónico de la muerte violenta.

***

El 21 de enero de 2009, apenas 21 días después de que este municipio libre de asesinatos celebrara sus siete años invictos (según datos oficiales de Medicina Legal) un hombre desconocido, con un machete, cortó la garganta de Pedro Antonio Cruz Rosales y le aventó una piedra en la cabeza.

Nadie escuchó nada, nadie vio nada. Y como Sensembra es tan tranquilo (entre 2008 y lo que va de 2009, la PNC reporta tres violaciones, cuatro lesiones, tres extorsiones, un robo, cinco hurtos) en la delegación policial de Guatajiagua los oficiales ya ni se acuerdan exactamente dónde ocurrió el hecho: en el mapa de novedades colgado en la pared lo tienen señalado en un lugar que no es el correcto; y se tardan más de una hora, buscando entre cuadernos llenos de polvo y carcomidos por las polillas, el libro de novedades de la primera mitad de 2009.

Y ahí aparece, confirmando el suceso, el reporte de la llamada que Arturo Vásquez, el secretario del juzgado, hizo en la mañana del 22 de octubre a la delegación para informar que en un terreno baldío, detrás de la cantina de Sensembra, había un cadáver.

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