Opinión /

Hasta lo terrible tiene música


Lunes, 1 de febrero de 2010
Álvaro Rivera Larios

Aunque seamos mediocres, el presente nos concede ciertas ventajas sobres los grandes creadores que ya se fueron. Ahora, cualquier aprendiz de literato puede burlarse de las simplezas ideológicas de Pablo Neruda. Entre nosotros, por ejemplo, es habitual que se hable con cierto desprecio de los paisajes literarios que dejó Alfredo Espino. Somos más irónicos, más complejos, ellos iban y nosotros ya vimos lo que había y hemos vuelto.

Pero, por mucho que se diga, entre todos los poetas irónicos y complejos de la pos-posmodernidad raro es el que posee ese don tan maravilloso y al mismo tiempo tan elaborado que a Neruda le sobraba: el de tener a punto la música en los labios.Y hablo de esa música que se pega en el fondo de quien la lee o escucha y que tiene el poder hipnótico de quedarse grabada en la conciencia colectiva. Alfredo Espino, el bucólico, tenía ese don. Sorprende que un lirismo tan ingenuo y tan cargado de defectos (Dos alas, quién tuviera dos alas para el vuelo. Esta tarde en la cumbre casi las he tenido...) se adhiera a la memoria con una fuerza que no tienen las palabras más complejas y trabajadas de un poeta actual.

Alfredo Espino, por lo menos, hizo poesía con las cumbres, los nidos y los bueyes. Nuestra poesía reciente, a fuerza de concentrarse en los sueños del ombligo y de bañarse en las riberas de su autoconciencia como tradición y como lengua, ha terminado por ser una poesía sin paisaje, sin hondura y sin música.

Descubrir las zonas que han envejecido mal en un poeta del pasado es relativamente fácil; lo difícil, al valorar la poesía de alguien como Alfredo Espino, es no tirar a la basura, junto a los restos caducos, aquellos aspectos de su obra que merecen atenderse. Pero descubrir lo viejo del pasado tiene menos mérito que descubrir lo viejo del presente. Tenemos una gran dificultad para advertir lo prematuramente envejecido en aquello que asociamos al presente y lo reciente y que tenemos delante de la nariz como una manifestación palpitante de lo actual.

Se perciben las rutinas estilísticas de los autores del pasado, pero cuesta percibir y denunciar la retórica manoseada de los poetas contemporáneos. Somos ingeniosos, somos cosmopolitas, somos irónicos, nos gusta reflexionar sobre el lenguaje literario y sobre el sentido del sinsentido. Sin embargo, ahora es cuando más abundan las malas imitaciones del ingenio, el cosmopolitismo, la ironía, el sinsentido y el metalenguaje. Cada época literaria hace un retrato amable de sí misma en el que se cuelan unas cuantas mentiras y autoengaños. Las generaciones posteriores denuncian después aquello que toda una generación del pasado tuvo delante de su nariz y  no pudo y no quiso ver.

Liberándolo de sus lastres, Alfredo Espino tiene un par de cosas que deberían interesarnos: tenía ojos y tenía oídos. Que no nos engañe la superficie de su bucolismo, lo importante es que revela  un interés por el paisaje: tiene ojos y no se dedica a poetizar falsos demonios internos. Llevó la naturaleza al poema, pero su gran error fue confundirla con las postales. En la literatura actual abundan los poetas sin ojos, los poetas que le conceden más importancia a los pequeños accidentes del ombligo que a los símbolos poderosos e inadvertidos de la naturaleza que los rodea. Esa naturaleza tiene una presencia que no podemos separar de la historia. Su belleza y sus destrucciones se mezclan con el rastro que nosotros hemos dejado en ella. Es un libro en el que ahora no solemos leer. Espino, el ingenuo, al menos percibió su embrujo.

Como ya dije, Alfredo también tenía oídos y en mi teoría los oídos están relacionados de forma profunda con los labios. Él venía de otro siglo, de un siglo en el que la palabra escrita aun convivía con el timbre de la voz en el espacio. En atención a ese espacio y a la escucha concreta de un lector concreto, Alfredo Espino había internalizado el cuidado musical del verso. Esa música era un cincelado sonoro cuyo afán era convertirse en huella profunda adentro de la memoria. Un poeta tan romántico e ingenuo como Espino tenía una visión más concreta de sí mismo, de su palabra en el espacio, de su lector al otro lado, que la que ahora tienen muchos poetas irónicos que se ven a sí mismos como una especie de monadas solitarias y aisladas en el texto.

Espino escribía para el recitado. Espino escribía  desde el cuerpo de un poeta que recita en la sala de una casa salvadoreña del siglo XIX. Los poetas de ahora escriben desde un cuerpo encerrado en una habitación. Hacen de dicha circunstancia histórica y social un principio de su poética y hasta presumen de despreciar al público y de escribir principalmente para sí mismos. Su soledad, convertida en principio metafísico, los aleja de la comunicación fáctica. La letra del poema ya no se asume de forma radical como una vibración en el espacio. Eso explica, en parte, la pobreza de su música o el formalismo en el que a veces pretende salvarse.

Ya, ya lo sé. Ni la mirada ni la música de Espino nos satisfacen ahora. Su naturaleza es un jardín sin conflicto. Su música no es de buen terciopelo, carece de los contrapuntos ásperos que el paisaje le reclamaría a la dicción de un poeta en nuestro suelo. Tan solo me refiero al rumbo al que apuntaban sus ojos y sus labios, señalo ese camino que tan poco frecuentan los poetas de ahora.

Yo he hablado del paisaje, ese bosque de símbolos en el cual vivimos y del cual formamos parte, pero no pretendo despreciar ni la videncia ni los sueños ni los laberintos públicos e interiores del espacio urbano. Creo que un poeta no vive en un solo universo. Más a menudo de lo que supone, vive entre varios mundos. Y vive adentro, pero también afuera.

La biblioteca es un universo rico y complejo, pero al encerrarnos en ella corremos el peligro de olvidar que en todo paisaje natural o humano yace enterrada también una palabra.

Surge otro peligro al confinar el poema en la página, olvidar que la palabra poética se debe también al espacio y al oído.

Todo poeta debe explorar la música en sus labios. Los misterios externos e internos suenan, se mezclan, pueden llegar a ser lo mismo, tienen las silabas y el ritmo de un sentido que nada tiene que ver con el hermetismo superficial. Lo claro tiene su enigma y, como decían los románticos, hasta lo terrible tiene música.

 

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