Opinión /

La edad de la inmadurez


Domingo, 17 de enero de 2010
Víctor Flores

Los 18 años son una edad difícil: por fin se logran los derechos de la edad adulta, a elegir y ser elegido, a conducir un auto, a entrar a un bar o a consumir pornografía en un cine, por ejemplo. Pero a esa edad también se deja atrás la dulce irresponsabilidad de la adolescencia y se ingresa con carta de ciudadano a la vida pública, que en esta época es una densa selva. Y la montaña de responsabilidades del porvenir es abrumadora. La torpeza en la habilidad para responder a los otros por los propios actos es limitada y se nota, el escrutinio social es ineludible y, si las ambiciones no se controlan, si no hay mesura, la buena fama pública puede acabar en un santiamén. Es la edad de la inmadurez, es la edad de la democracia salvadoreña.

Hace 18 años fui parte de un privilegiado grupo de salvadoreños que se reunieron ateridos por el frío invernal del altiplano mexicano en la colina de un bosque centenario que domina el Castillo de Chapultepec, antiguo símbolo del poder y actual recinto de la memoria del Museo Nacional de Historia. Como periodista corresponsal, presencié cuando a las 12:15 del 16 de enero de 1992, eran firmadas unas gruesas carpetas de piel negra con interiores en ocre, en un silencio cargado de emoción contenida que duró casi 10 minutos. Pude escuchar entre los clicks de las cámaras como las plumas de cinco delegados de gobierno y cinco comandantes de la guerrilla del FMLN se deslizaban sobre un paquete de papeles denominados Acuerdo de Paz

A las 12:32, rompiendo el programa que todos teníamos en mano, el maestro de ceremonia anunció que el presidente Alfredo Cristiani firmaría aquellos acuerdos, y por primera vez una ovación de pie levantó un calor humano. El último en dejar de batir palmas fue el comandante Joaquín Villalobos y el más sonriente fue el anfitrión, el presidente mexicano Carlos Salinas. Ningún militar del Alto Mando, una notable mancha verde olivo en una audiencia de trajes oscuros, aplaudió.

A sus 62 años, a Shafick Handal se le quebró la voz cuando se dirigió a Cristiani para decirle con el brazo extendido que el FMLN ingresó a la paz “abriendo la mano que ha sido puño, y extendiéndola amistosamente a quienes hemos combatido como corresponde a un desenlace sin vencedores ni vencidos, con el firme propósito de la unificación de la familia salvadoreña”. Era la semilla de una reconciliación que aún no llega. Y sembró otra, la de una nueva relación de madurez con Washington, cuando se dirigió con una frase redonda al embajador estadounidense James Baker: “El FMLN desea reconocer al gobierno de Estados Unidos su cooperación para que la negociación alcanzara sus frutos”.

La democracia salvadoreña nació con la promesa de una tolerancia que ahora es frágil. Un Cristiani bastante diferente que el actual reconoció en aquel discurso que “'en el pasado, una de las perniciosas fallas de nuestro esquema de vida nacional fue la inexistencia o insuficiencia de los espacios y mecanismos para permitir el libre juego de las ideas, el desenvolvimiento natural de los distintos proyectos políticos, derivados de la libertad de pensamiento y de acción. En síntesis, la ausencia de un verdadero esquema democrático de vida'.

¿Y cómo se comporta la criatura 18 años después?

Cumplir 18 años: la mirada de un testigo

Dieciocho años después, mientras el sábado pasado el primer presidente de izquierdas, Mauricio Funes -¿debo insistir en su talante moderado?- pedía perdón a las víctimas de la guerra civil de más de una década en nombre del Estado, le pedí su balance al veterano diplomático de la ONU Enrique ter Horst encargado por el secretario general Boutros Boutros Ghali para la vigilancia de los Acuerdos de Paz.

Me dijo con generosidad: “Sobre El Salvador de hoy, diría que es una democracia que funciona; con separación de poderes, alternabilidad en el poder y estricto respeto de los derechos individuales y colectivos, incluyendo de manera prominente los derechos de la minoría. Los Acuerdos de Paz, mérito de los salvadoreños y en cuya negociación y posterior verificación la ONU fue meramente un factor facilitador, indudablemente fueron el punto de partida de la paz democrática que vive hoy el país”.

Enrique, de origen holandés y nacionalidad venezolana, es un representante de la estirpe de solitarios diplomáticos de carrera latinoamericanos; tiene un “trofeo” de la guerra, o de la paz salvadoreña, según se vea, que alguna vez me mostró en su departamento de Caracas, en el exclusivo barrio de Altamira, en las faldas de la montaña del Avila donde se recuesta la capital de Venezuela, donde fui corresponsal casi tres años. Es un M-16 que perteneció a un alto jefe de los batallones de elite del ejército que fueron desmovilizados cuando fue Jefe de la Misión de Observadores de la ONU en El Salvador (MINUSAL), está montado en un cuadro de su estudio con una dedicatoria en una placa dorada.

No se hace ilusiones sobre los retos de Mauricio Funes: “Quedan problemas por resolver, como es el caso en todos los países en desarrollo: pobreza, seguridad pública y, en general, la necesidad permanente de fortalecer las instituciones, una tarea que no concluye nunca”.

Luego de su misión en El Salvador, Ter Horst coronó su carrera diplomática cuando fue nombrado Alto Comisionado para la Paz de las Naciones Unidas a nivel de Secretario General Asistente. Antes de ocupar esta posición, además de la misión en El Salvador, sirvió como Representante Especial para Haití. Sabe del dilema en naciones al borde del abismo o metido en él.

Pero esa brillante carrera de Ter Horst no tiene el reconocimiento del gobierno de Hugo Chávez, tal vez porque, íntimamente, piensa que su país natal se ha enrumbado hacia una deriva autoritaria que se aleja de los frágiles logros institucionales de separación de poderes y respeto a las libertades civiles que él aprecia ahora en El Salvador, uno de los pocos éxitos de una misión del máximo organismo mundial.

Por esa razón es un garbanzo de a libra su opinión personal sobre el joven presidente y ex periodista salvadoreño que tampoco ve en el eje La Habana-Caracas una alternativa para su país: “Sobre el Presidente Funes diría que se ha revelado como un hombre de Estado y un demócrata a carta cabal. Con una fuerte fibra social, pero gobernando para todos los salvadoreños, sin dogmatismo, es difícil imaginar un mejor defensor de los Acuerdos de Chapultepec”.

Descubrir la democracia

Cuando la firma de paz se acercaba en diciembre de 1991, entrevisté al comandante Shafick Handal en los mullidos sillones de un hotel del sur de la Ciudad de México, frente al enorme centro comercial Perisur. Para quienes el desencanto les lleva a subestimar la inmadurez de la edad adulta que vive la democracia salvadoreña, es bueno recordar lo que me dijo: “La sustancia de esta negociación está en los cambios introducidos al sistema político de El Salvador que apuntan a un poder plural, que no es sólo pluripartidista, sino que será un poder comprometido realmente”.

Tal vez él mismo llegó a subestimar esos logros años después de haberme dicho: “Este cambio en el sistema político se sustenta en una reforma profunda de la Fuerza Armada, no es sólo el fin de su preeminencia sobre toda la sociedad sino una transformación profunda de su doctrina, de su tamaño, de la calidad de su personal, de su sistema educativo y de su oficialidad, a la que ahora podrán ingresar personas de todas las ideologías”. 

Ahora sabemos que Handal demoraría la coronación de la transición mediante la alternancia en el poder Ejecutivo cuando se empecinó ser candidato presidencial, despreciando a un candidato externo como Mauricio Funes. “Prefiero perder una elección que entregarme al neoliberalismo”, me llegó a decir años después.

En los días en que pensaba en lanzar su candidatura, Mauricio me contó cómo Shafick Handal se había opuesto a su candidatura presidencial en la campaña que el ex comandante perdió ante Antonio Saca. Esa candidatura externa sólo ocurriría con la desaparición física del caudillo comunista, que había sido tan hábil como para deshacerse del resto de la comandancia que firmó la paz, excepto del profesor Salvador Sánchez. Shafick se deshizo con una vieja habilidad de una generación de ex rebeldes reformistas, socialdemócratas, socialcristianos, moderados, o simplemente contrarios al grupo de comunistas formados en Moscú o nostálgicos de los valores de la extinta Guerra Fría.

La soledad del Presidente 

Es un secreto a voces en El Salvador la creciente soledad del presidente Funes, empeñado en apostar todo el capital político de su figura a la defensa del proyecto de una izquierda moderna y antidogmática. El FMLN no oculta su inclinación por Chávez y los hermanos Castro y he sabido de numerosos viajes a Caracas y La Habana en busca de destino, mientras el presidente se refugia en su alianza con su amigo brasileño Luiz Inacio Lula da Silva y paga el precio a sus asesores. El riesgo de que Funes se convierta en un presidente sin partido y sin poder legislativo es real. Y la experiencia indica que la enorme magnitud de las expectativas en las transiciones a la democracia termina por desgastar a sus protagonistas sin remedio.

Los operadores políticos del mandatario comienzan a ser rebasados por las urgencias. Y la meta suprema de lograr en su gobierno un nuevo pacto nacional de la envergadura de los Acuerdos de Chapultepec, que ha planteado a todas las fuerzas políticas del país, fue la mayor ausencia de su emocionado discurso del perdón a 18 años de paz.

Hablando de perdón, he vuelto a releer la entrevista que hice al jesuita Jon Cortina, sobreviviente de la comunidad masacrada el 16 de noviembre de 1989, en el primer día de paz, aquel enero de 1992, bajo una ramada de palmeras en el pueblo de San José de las Flores, casi frontera con Honduras.

Cuando le pregunté sobre la ley de amnistía me dijo: “Primero sepamos la verdad y que luego entre la justicia. Sólo después de eso podemos hablar del perdón”. No me contuve y lancé si estaba dispuesto a perdonar a los asesinos de su comunidad de jesuitas. “Primero debemos saber qué y a quiénes perdonamos”, me respondió cruzando las piernas, en un instante que conservo en una foto de mi amigo Heriberto Rodríguez, entonces fotógrafo de la agencia Reuters. “Es cierto que debemos ir a la reconciliación; pero debo saber con quién y por qué me reconciliaré. Primero debe haber verdad y justicia antes que el perdón”.

Entonces le pedí que me explicara cómo podría ser la reconciliación. Me respondió como jesuita: “De la misma manera en que Dios nos exige reconocer y confesar nuestra culpa ante un tribunal de justicia, que es el de la confesión, para lograr el perdón”. ¿Y el castigo?, le insistí. “Claro – me dijo en clave cristiana- después viene una cosa adicional que es la penitencia. Si Dios nos pide esas cosas ¿por qué los humanos vamos a intentar ser más que Dios, ¿por qué vamos a declarar una amnistía con los ojos cerrados?”

Hablar de aquellas cosas en aquel lugar que fue escenario de feroces combates y de población sufriente, en aquel día, con alguien como Jon Cortina no podía ser de otra forma. Tenía que preguntarle: ¿Cuáles son los crímenes que merecen un juicio ejemplar? “Todos los crímenes de lesa humanidad, como las masacres de El Mozote, El Sumpul, Junquillo, Gualcinga, son crímenes que yo no perdonaría. No hay derecho a tirar a los niños al aire y jugar al tiro al blanco con ellos, no hay derecho a meter niños en una casa y prenderles fuego como en El Mozote, tampoco deben amnistiarse crímenes como los de Monseñor Romero y los jesuitas”.

Hice la entrevista junto con mi colega y amiga mexicana del diario mexicano La Jornada, Blanche Petrich. Luego vimos pasar por un sendero de tierra a James Lemoyne, corresponsal del New York Times en El Salvador durante una década. Preparaba para la revista New Yorker su enorme documento “Out of the jungle” sobre el fin de la guerra. Cuando vio a nuestro personaje nos dijo con ironía: “A partir de ahora estamos en el culo del mundo, cualquiera que escriba sobre lo que estamos viendo será calificado como un loco izquierdista”. James acababa de regresar de cubrir la primera guerra del golfo pérsico. “Después de los dos primeros meses cubriendo la guerra de Iraq ya estaba harto -nos dijo-, en cambio esta gente es increíble”, dijo señalando a Cortina.

Debo contenerme y terminar. Las expectativas fuera de control pueden demoler los modestos logros de una democracia que apenas llega a su primera edad adulta. Sus errores deben ser señalados sin drama y sin reparo; pero demoler a una figura capaz de convocar a la reunificación nacional desde el Ejecutivo es una apuesta mezquina.

Ignoro si cuando dijo el discurso del perdón Mauricio recordaba sus breves pasos furtivos junto a una pléyade de jóvenes universitarios revolucionarios en los años de la edad pueril, la edad del fin de la inocencia, aquellos que se llevaron la vida de una generación a la que perteneció su hermano Roberto, mi amigo y compañero de clandestinidades. Ahora, la adulta democracia de 18 años tampoco tendrá compasión por sus errores.

 

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