Coordinación de sección y traducciones por Héctor Lindo-Fuentes
El Consejo Revolucionario de Gobierno que llegó al poder en 1948 proclamó que la honestidad era uno de los principios claves de la administración pública. Los mismos miembros del Consejo se propusieron dar el ejemplo haciendo algo que nadie había hecho anteriormente: a mediados de enero de 1949 presentaron un recuento certificado por notario de los activos que poseían tanto ellos como los miembros del gabinete de gobierno. Al terminar su período iban a repetir el ejercicio para efectos de comparación. El Consejo también había tomado medidas para evitar que los funcionarios de la administración anterior se llevaran fondos mal habidos. El Decreto número 7 del 20 de diciembre de 1948 congeló los fondos de veinticuatro funcionarios y los de sus parientes en el cuarto grado de consanguinidad y segundo de afinidad. Por medio del Decreto No. 69 del 11 de febrero de 1949 el Consejo creó el aparato institucional para hacer frente a lo que se llamó “enriquecimiento sin causa justa” cometido por las personas a las que se habían congelado los activos. A esto se llamó la “Ley de la Corte de Probidad,” que estructuró una corte ad-hoc, definió varios tipos de ofensas, y fijó las penas (devolución del total de los fondos mal habidos más veinticinco por ciento de esa cifra en concepto de daños, y el pago de los costos del juicio).
Al hacer esto el Consejo Revolucionario transfirió a la Corte un problema enfadoso que ya estaba creando numerosas dificultades tanto dentro como fuera del país. Había grandes expectativas con respecto al resultado del juicio que se iba a seguir porque, como reportaron diplomáticos de Estados Unidos, “la Ley se diseñó para ajustarse al delito”, y por largo tiempo todo mundo estaba al tanto de la corrupción que existía en el gobierno del recién depuesto General Salvador Castaneda Castro.
Ciertamente que el juicio fue sensacional, no tanto por lo que ocurrió en la sala de juicios como por las expectativas creadas por algo tan inusual en El Salvador. Durante más de año y medio la prensa publicó todo tipo de reportes sensacionalistas sobre los debates en la Corte y las resoluciones, sobre las condiciones de vida de quienes estaban en prisión (incluyendo al General Castaneda Castro), sobre los varios esfuerzos para sacar de la cárcel a los acusados, el rechazo de recursos de exhibición personal, etc.
A lo largo de 1949 y la mayor parte de 1950 muchos percibían a la Corte de Probidad como la prueba más genuina de que se iba a eliminar la corrupción en el gobierno. En consecuencia, siguió siendo una fuente de legitimidad para el gobierno del Consejo Revolucionario, inclusive cuando otras promesas de la proclama idealista que siguió al golpe de estado de 1948 mostraban señales de deterioro.
Pero desde que comenzó el juicio había indicaciones de que el grupo gobernante tenía una división de opiniones sobre si era oportuno llevarlo a cabo. Como muestran los informes de los diplomáticos de Estados Unidos, varios funcionarios expresaron en privado sus reservas sobre los costos políticos de seguir un juicio que, de acuerdo con la bien orquestada propaganda de grupos conservadores, no era más que venganza política. Por supuesto, también estaban los costos políticos de una retirada. Por esta razón no fue sino hasta después de las elecciones y el establecimiento de un nuevo gobierno en septiembre de 1950 que se despachó el problema con prontitud.
Una orden presidencial directa del nuevo Presidente de la República, el Coronel Oscar Osorio, dio marcha atrás al proceso en la Corte y puso en libertad a Castaneda y a sus asociados. Esta acción se presentó como un acto de clemencia, pero en realidad fue una señal del tipo de democracia que iba a producir el nuevo régimen, y auguraba pocas esperanzas para el futuro desarrollo de un poder judicial independiente. Todos los miembros de la Corte renunciaron después de la decisión del Presidente Osorio.