Opinión /

En defensa del marxismo


Lunes, 15 de febrero de 2010
Álvaro Rivera Larios

¿De cuál marxismo? Yo diría que de toda la tradición del pensamiento marxista ahí donde contenga un caudal de inteligencia, humanidad, lucidez e inspiración. Pero ese marxismo inteligente de nada valdrá si no asumimos todo lo que nos dice su experiencia histórica. Tiene que ser un marxismo que dialogue lúcidamente con toda su experiencia, para aprender de sus logros y para aprender de sus grandes fracasos.

Y tiene que ser un marxismo caminante, un marxismo que no se apoltrone entre los viejos muros de la palabra de Karl Marx, que  serán muros de piedra, pero muros de otra época, de otra circunstancia, pero no de la nuestra y no de nuestro viaje.

¿Por qué no ver a Marx como a otro compañero de viaje? ¿Por qué no verlo a la cara de forma directa? ¿Por qué no imaginarlo, tanteando en la penumbra, camino del cuarto de la dama de compañía? No sería malo imaginar su olor, la textura de su ropa, no sería malo imaginarlo como a ese caballero alemán que vivía en Londres. No sería malo verlo simplemente como a un hombre.

La tentación que siente uno, ante la magnitud de sus intuiciones, ante el impacto de sus ideas, ante la arquitectura compleja de su pensamiento, es la misma tentación de maravillarse y postrarse que se tiene ante obras que parecen el producto de una clase distinta de seres humanos: los genios. La grandeza de su trabajo eleva a los genios a la condición de semidioses, esos seres a los que nuestra época ha despojado convenientemente del aura religiosa, pero a los que subrepticiamente les ha conferido un aura de trascendencia cívica, cercana a lo sacro. Hijo de la historia, hijo de las circunstancias, Karl Marx ocupa hoy una jerarquía sobrehumana y en esa medida, por lo tanto, lo hemos fetichizado.

Ideas que retratan y explican el conflicto; ideas que remiten al movimiento y al proceso; ideas que reivindican la transfiguración y la ruptura por medio del trabajo, se han fetichizado. De esa manera, una teoría de la revolución se convierte en una teoría sobre el final de las revoluciones: ella que las explica y alienta ella las clausura. Después de ella no hay historia. Ella misma, que no era más que la palabra de un hombre, por obra de sus acólitos se transforma en una palabra plena, perfecta, sagrada, en una palabra sobre la historia que ya no puede ni debe tener historia. La dialéctica de lo real se ha mostrado irónica con el pensamiento dialéctico de Marx. Al encarnar, sus ideas desacralizadoras se han vuelto también otra forma de poder vertical y sacro que ejerce su peso sobre la inteligencia viva de muchos hombres.

Y no, hay que imaginar su teoría en el montón de papeles que acumulaba en su escritorio. Son folios manuscritos y algunos tienen borrones y notas garabateadas con letra más pequeña. Su teoría es la teoría de un hombre, no es todavía esa fuerza multitudinaria que marcará la vida de millones de personas en el siglo XX. Es sólo la teoría de un exiliado alemán. La suya no es la palabra del profeta: sus leyes económicas, sus mapas dialécticos de una sociedad,  no son verdades cósmicas, son hipótesis que se confirman en muchas ocasiones y que en otras no es el caso. No es una palabra la suya que tenga la ambición de ser un templo cerrado e inamovible. En ese marxismo seguro y al mismo tiempo titubeante, en ese marxismo en marcha, que avanza y retrocede, que se reformula y avanza, en ese marxismo que sale de la mente y del puño amarillento de Marx se podría creer sólo bajo una condición: la de verlo como a la teoría inconclusa de un hombre.

Defendería, más que al marxismo, a la actitud del marxista que tiene una relación horizontal con la palabra del exiliado. Si algunos marxistas presumen de bajar a todos los dioses del cielo, por qué exceptúan a Marx y bajan la cabeza ante su presencia.

Defendería al marxista que ha leído con mucho respeto a René Descartes. René, ese militar filósofo francés que bajó a Aristóteles del cielo.

Defendería al marxista que ve con suspicacia a la radicalidad inmóvil, a la radicalidad literal, a la radicalidad que no osa dar un paso más allá de la palabra de Marx. A la radicalidad que no viaja, a la radicalidad que no expone el pensamiento a la intemperie, a la radicalidad que no le enciende un puro a Marx y que se niega a ver cómo las volutas de humo suben hasta el techo.

Defendería al marxismo que se parece a los aperos de labranza, un marxismo útil, eficaz, pero modesto. Defendería al marxismo que no aplasta la mente, a un marxismo que se reconociera de forma sencilla como la valiosa e inacabada teoría de un hombre.

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