Opinión /

Utopía en construcción


Lunes, 1 de marzo de 2010
Sergio Ramírez*

Con algunas excepciones, la democracia ha sido un valor generalmente ausente de la historia contemporánea de Centroamérica desde el inicio de la época republicana en 1821, y puede ser vista como la más persistente y frustrada de nuestras aspiraciones históricas. Siempre me ha seducido imaginar a algún investigador bien intencionado de alguna época futura, que al abrir cualquiera de nuestras constituciones políticas, la de Somoza en Nicaragua, la de Ubico en Guatemala, la de Carías en Honduras, la de Hernández Martínez en El Salvador, y guiándose solamente por su letra, no podría sino vislumbrar una sociedad perfecta regida por un estatuto fundamental perfecto. Toda una utopía de papel, mejor iluminada que la Ciudad del Sol.

La realidad ha sido otra, y nuestro drama se ha centrado siempre en la distancia, sino el abismo, que ha existido entre la ley escrita y la realidad a la que esa ley está supuesta a regir, lo cual representa nada menos que la pertinaz contradicción entre el ideal y la práctica. Nuestros próceres se plantearon la perfección del ideal, e imaginaron la práctica como gemela fiel del ideal; pero la práctica verdadera fueron las patas de los caballos, entre las que se atropelló al ideal.

Nuestras constituciones de corte clásico, inspiradas en los principios liberales que señalaban la división armónica de poderes, fueron puestas a invernar como verdaderas plantas exóticas que eran, porque si bien los ideales de la democracia no podían ser despreciados, ni negados, quedaban para mejores tiempos, para cuando la sociedad hubiera madurado lo suficiente y pudiera hacerse cargo de ellos.  El viejo Somoza, maestro en mañas y ardides, solía decir que la democracia en nuestros países, es como una comida de adultos para el estómago de un niño; había que dársela en pequeñas cucharadas.

Esta visión esencialmente rural descalabró nuestras posibilidades de llegar a ser modernos, en el sentido de que la democracia pudiera regenerarse siempre a sí misma, en un proceso continuo, y nos dejó atrapados en la maraña de la filosofía real del caudillo, paternal y severo, que se arrogaba el derecho de decidir lo que convenía a sus súbditos, que no eran sino sus hijos, porque el estado venía a copiarse en el modelo de la familia patriarcal.  Pero era a la vez un modelo que se basaba en el dominio absoluto de la tierra, y luego en la complacencia ilimitada con los enclaves extranjeros, basados también en el dominio de la tierra.

Después, los ejércitos que se enraizaron en aquel modelo prolongaron a lo largo del siglo XX el estado de cuarentena en que los fundamentos democráticos habían sido puestos desde el principio, ya el terror organizado de por medio, las fosas clandestinas y las operaciones de limpieza a que dio paso la guerra fría, cuando la dictadura fue el modelo preferido de los Estados Unidos para prevenirse en su competencia con la Unión Soviética. El modelo no fueron nunca los gobiernos civiles que, por eso nunca pudieron cuajar, expuestos siempre a las conspiraciones y los golpes de estado. Para evitar la dictadura del proletariado es que estaban las dictaduras militares.

Desde los inicios de la vida republicana aprendimos lo que luego repetía el viejo Somoza, que la democracia vendría después, cuando las sociedades se desarrollaran en prosperidad, y maduraran lo suficiente como para que los ciudadanos pudieran ejercer sus derechos con responsabilidad; mientras tanto, se necesitaba de un tutor. El padre amante y benefactor que sabe bien lo que la familia necesita y de los cuidados que precisa, cuándo debe ser bondadoso, y cuándo tiene el deber de castigar, para ejemplo de todo el rebaño.

El prócer, convertido en caudillo, fue siempre el padre de familia. Y a falta de un modelo de estado, el caudillo vierte en el molde de la familia el ejercicio del poder, y él mismo enseña que la autoridad única no es delegable, pero sí la ciudadanía, que queda bajo su tutela mientras los ciudadanos no alcancen la mayoría de edad.

Y éste fue el punto de encuentro entre reformadores y conservadores, el poder ejercido con voluntad patriarcal, para transformar, o para evitar toda transformación. Algunos llevaban la utopía entera en sus cabezas, y sólo se precisaba de los instrumentos para hacerla posible, de donde resultaron también horrores enteros, tiranías para la utopía, el bien común como el más común de los males impuestos a los ciudadanos. La ontología de la fuerza para hacer posible la república de Platón en los trópicos, o la Ciudad del Sol de Campanella.

Es curioso que a principios del siglo XXI, el siglo de las luces tecnológicas, sigamos creyendo en la fuerza redentora del caudillo, y sigamos creyendo que la ciudadanía es delegable, y por tanto que la democracia es prescindible.

El último informe de las Naciones Unidas sobre la Democracia en América Latina, (hacia una democracia de ciudadanos y ciudadanas),  nos deja saber que un buen porcentaje piensa que un presidente puede ir más allá de las leyes, que el desarrollo económico es más importante que la democracia, y que no importaría sacrificar esa misma democracia a un régimen autoritario si resuelve los problemas económicos.

Malas noticias, entonces. Los ciudadanos renunciarían a su ciudadanía, es decir, a su propia soberanía personal, y la delegarían en un personaje único de pensamiento único, si fuera capaz de asegurarnos el pan de cada día, no importa si el pan es amasado con sangre.

Ya se sabe que la supresión de los mecanismos democráticos no favorece en nada la diversidad de ideas, y que quien ejerce el poder de esta manera, con autoridad única, termina considerando subversivo todo lo que se oponga a su propio proyecto, y por tanto, el derecho a disentir pasa a la lista de pecados capitales contra el orden público. ¿No lo sabíamos ya?

Esta opinión tan sorprendente acerca de la democracia, que viene a ser considerada prescindible, es, sin embargo,  el fruto de las graves inconformidades y de las desesperanzas que más de dos décadas de ejercicio democrático han traído consigo. Tras años de dictaduras militares amparadas en la tesis de que el enemigo a derrotar estaba dentro de las propias sociedades, y que en una guerra todo se vale, los ejércitos regresaron a sus cuarteles por la puerta de fondo del escenario, aunque no dejan de asomar la cabeza como ocurrió el año pasado con el golpe militar de Honduras, cuando un presidente electo constitucionalmente fue sacado a medianoche de su cama en pijamas, al estilo clásico de los viejos golpes, para ser enviado al destierro.

El fin del conflicto este-oeste, ante el hundimiento de la Unión Soviética y con que ella la de los regímenes de socialismo impuesto de Europa Oriental, lo que hoy llamamos en el recuerdo “socialismo real”, coincidió con el fin de los conflictos militares en Centroamérica, y abrió nuevos esperanzas para la  siguiente década, la del fin de siglo.  Y aquel milagro concertado, escrito en los tratados de paz de Esquipulas, nos concedía la gracia de entrar al nuevo milenio bajo una égida democrática por primera vez en bastante tiempo.

El “triunfo de occidente”, tal como se proclamó, fue demasiado ruidoso, si ustedes se acuerdan: se llegó aún a proclamar el fin de la historia, bajo el dixit aventurado de que al triunfar occidente, el que había triunfado verdaderamente era el mercado, con lo que el tiempo se detenía para siempre y entrábamos en el paraíso instantáneo, una afirmación un tanto más entusiasta que aquella otra de la sociedad comunista feliz, escrita en los manuales de marxismo, que demandaba tiempo, o correspondía más bien a un tiempo teórico.

Quedamos desde entonces librados a los excesos de esta implantación absoluta, que vino a arrasar con todo sentido humanista y con los valores de solidaridad que de alguna manera habíamos cultivado,  y de la economía de mercado pasamos pronto a una nueva implantación de consecuencias catastróficas, la sociedad de mercado. La democracia quedó ligada a este concepto extremo, y por sociedad democrática se nos indujo a entender sociedad de mercado. Los valores fundamentales de la sociedad  y de la democracia quedaron así sujetos a las leyes de la libre oferta y la libre demanda, y otra vez, el concepto de ciudadanía vino a volverse  prescindible.

La proclama del fin de la historia puso en la defensiva del silencio a los ideólogos del socialismo de una sola cara, la cara burocrática, que se desbandaban derrotados. Los textos marxistas empezaron a desaparecer de los estantes de las bibliotecas. Y la idea de una sociedad socialista con un solo partido, se esfumó también.

Esta renuncia a los viejos dogmas del socialismo científico,  creó una tolerancia de nuevo cuño en la derecha recalcitrante, que admitió la participación institucional de los partidos de izquierda, aún la de aquellos que alguna vez estuvieron armados, e hizo que el acto de elegir se convirtiera en un asunto ecuménico, sin más exclusiones. Y también sin más discusiones teóricas ni divisiones tajantes, como aquella tan mal recordada entre “democracia proletaria” y “democracia burguesa” en que por tanto tiempo se amparó la izquierda, y que la causó el mal prestigio de ser enemiga de la democracia.

Pero, además, la derrota del socialismo real supuso el descrédito absoluto de todo proyecto de economía dirigida, y de sociedad cerrada en términos políticos. Se creó así un espacio de convivencia en el que la izquierda entró, dispuesta a aceptar las reglas de la vieja democracia burguesa, y aún la izquierda recién desarmada, protagonistas de las guerras civiles en El Salvador y Guatemala, pasó a formar parte del sistema político, y a sentarse en los parlamentos, igual que en Nicaragua la derecha recién desarmada, representada por los contras, entró también a la vida civil.

Los votos pasaron a ser respetados como decisivos. El Frente Sandinista reconoció su derrota electoral en 1990, y regresó al gobierno en el 2007, otra vez por los votos, y el FMLN ganó las elecciones presidenciales del 2009 en El Salvador. Puede ser que alguien en la vieja izquierda guerrillera piense, por afición dogmática, que las elecciones no son sino un mecanismo táctico para conquistar el poder y quedarse para siempre, como se advierte ya en Nicaragua. Y ése es un asunto pendiente, que concierne a la democracia misma, y a sus mecanismos de defensa, arreglar.

Los votantes siguen yendo a las urnas. El promedio ponderado de participación electoral en Centroamérica ronda el 70%, contra un 40% o menos en los Estados Unidos. Cada vez más hay ciudadanos de segunda, y de tercera, que votan, es cierto, pero al mismo tiempo quedan cada vez más  lejos del gran festín del consumo y de las oportunidades de reparto de la riqueza, que la filosofía de la sociedad de mercado ha venido a amparar. Es lo que algunos llaman “ciudadanía de baja intensidad”. 

Y lo que esos votantes esperan de la democracia, en última instancia, es que cierre los abismos, en lugar de ensancharlos. Nunca antes se habían creado fortunas tan ofensivas como hoy, y para peor, son fortunas generadoras de pobreza, una paradoja cruel como no puede haber otra. Fortunas amasadas también por viejos revolucionarios de izquierda, enriquecidos de la noche a la mañana, y que han comprado muy barato el sueño del dinero fácil, que crece en los árboles de la corrupción, de los que tenemos bosques enteros.

Entonces, la pregunta clave es: ¿por cuánto tiempo seguirán votando esos “ciudadanos de baja intensidad”, que no tienen nada que perder ni que ganar con la democracia, en cuanto la democracia no beneficia sus condiciones materiales de vida, aunque sea un gobierno de izquierda el que esté en el poder? ¿Por cuánto tiempo seguiremos participando en elecciones de mercado? Es decir, las elecciones en las que los candidatos se ofrecen envueltos en el más atractivo de los empaques, y cuando abrimos esos empaques publicitarios, nos encontramos con un producto adulterado. O un producto vencido unas veces, y otras, un producto corrompido. La democracia, por desgracia, es no pocas veces un instrumento de los corruptos para escalar el poder, cualquiera que sea la virulencia radical de su discurso. 

De lo que los electores están cansados, dice el informe de las Naciones Unidas, es de promesas. Un 65% piensa que los candidatos no cumplen sus promesas porque mienten para ganar las elecciones, es decir, los juzgan culpables de un engaño deliberado.  Y si hiciéramos un análisis comparativo de las promesas electorales desde que empezamos a elegir a comienzo de los años ochenta del siglo pasado, encontraríamos que esas promesas siguen siendo las mismas, no importa el partido político a que pertenece el candidato, ni su ideología.

¿Qué hemos ganado, en fin de cuentas, hasta hoy? Que podemos elegir, y además de eso, que los militares han regresado a sus cuarteles, si tomamos el caso de Honduras como una excepción. Que es cada vez más difícil quebrantar el orden constitucional, y que al tiempo que la izquierda acepta la alternabilidad en el poder como norma de convivencia, la derecha acepta que los izquierdistas no deben ir a la hoguera. Tolerancia, respeto a la disidencia. Que ya no sea delito pensar, ni expresarse, pese a no pocos amagos en contra.

Es una cuenta positiva, pero para defenderla, hay que ponerla en cuestión. No podemos dar por garantizado que no habrá retrocesos. Que las instituciones no sean manipuladas,  ni malversadas, ni sujetas a las voluntades autoritarias, ni a la corrupción, ni a las influencias del narcotráfico, o lo que es peor, a una mezcla maligna de todo eso.

El mayor peligro que corremos no es ignorar, ni despreciar, las bondades de la democracia, sino creer que la democracia no es asunto nuestro,  sino de aquellos a quienes, cada vez con mayor desconfianza, llamamos “los políticos”,  como casta aparte, y les dejamos esa herramienta colosal, que sólo sirve si está en manos de todos.

La práctica de ciudadanía que precisamos, para tener democracias durables y transparentes, no será nunca fabricada por el poder. Por ninguna clase de poder. Es una construcción que se hace desde la llanura, mediante los instrumentos en manos de lo que hoy llamamos la sociedad civil, un concepto no muy de mi gusto personal, cuando deberíamos decir mejor, y simplemente, los ciudadanos. Y tampoco se trata, cuando decimos sociedad civil, de un conjunto de organizaciones no gubernamentales. Es a los ciudadanos a los que tocar hacer cuentas de lo que falta y de lo que sobra en cuanto a la democracia, de sus virtudes y carencias, de sus fortaleces y debilidades. Y de sus posibilidades.

Un primer balance razonable nos debería convencer de que, pese a todos sus tropiezos, y a veces retrocesos, la democracia es una obra en marcha, que se sigue por el sistema de prueba y error en el que, al menos eso deseamos, la cantidad de yerros vaya siendo cada vez menor que el de los aciertos. Los ciudadanos, mientras más ciudadanos sean, elegirán cada vez mejor, en la medida también en que rechacemos la sociedad de mercado, y la democracia de mercado.

El acto de elegir libremente seguirá siendo fundamental. Aún en medio de las más graves dificultades, y aún tan lejos del cumplimiento de las promesas de la democracia en cuanto a una vida mejor, y a equilibrios más justos en la sociedad, el sistema en que hoy vivimos no es prescindible, ni sustituible. Bastaría recordar que no es el regalo de nadie, sino el fruto de largas luchas al costo de sacrificios, y de sangre.

Uno de los asuntos claves del progreso hacia un estadio superior de ciudadanía, es derrotar al  Mister Hyde autoritario que todos llevamos dentro. Esta viene a ser, al fin y al cabo, una lucha entre el doctor Jekyll y Mister Hyde. 

El informe de las Naciones Unidas también  revela que un segmento de alrededor del 27%  de la población prefiere un régimen autoritario no sólo por razones de bienestar económico; es decir, temen a la inseguridad, y son sensibles al discurso que promete mano dura, como el del general Otto Pérez Molina en Guatemala. De esta manera, casi tres de cada diez personas estarían dispuestas a prescindir de la democracia, lo que significa aceptar que las libertades individuales, el derecho de opinar libremente y el derecho de disentir, no sólo el derecho de elegir, pueden ser cedidos a un caudillo, o a un partido. Un regreso a los viejos tiempos, con todo lo que esos viejos tiempos traen consigo.

Yo diría que vivimos hoy en Centroamérica sistemas democráticos que no bastaría llamar imperfectos. Son más bien deficitarios, porque lo que más nos frustra son sus carencias. Y la más visible de esas carencias es la de la fortaleza institucional, que es la que da la mejor medida de la democracia, porque impide que el poder sea todo lo abusivo que por propia tendencia pretende ser, incubado como está en las fibras más oscuras del corazón humano. Si no fuera así, visto como vicio del alma, el poder no sería tan atractivo para la literatura, junto con el amor, la locura y la muerte.

La ciudadanía se vuelve plena cuando la sociedad es capaz de generar instituciones respetables y maduras que no pueden ser avasalladas ni burladas por quienes ejercen el poder, aunque se trata del poder proveniente de unas elecciones; instituciones que puedan responder por el control y la transparencia de la función pública. Desgraciadamente, aún no es así, y si tomamos el ejemplo de Nicaragua, estamos más bien en franco retroceso. Y semejante carencia lo que ofrece es campo de libre de acción al caudillismo, nuestra más vieja y lamentable rémora.

¿Cuál es el fruto perverso, mientras tanto, del déficit de control y transparencia? La corrupción, antes que nada.  Los negocios ilícitos a la sombra del estado, el lavado de dinero, el nepotismo, el soborno, las mordidas y las coimas, el uso de los recursos de instituciones del estado para negocios personales,  las licitaciones fraudulentas, el tráfico de influencias, el abuso de los bienes estatales, las campañas electorales financiadas con las rentas de empresas públicas, o por la bondad de los carteles del narcotráfico. Y el tráfico y venta de sentencias judiciales, el negociado con las leyes hechas a la medida.

La corrupción, que se convierte en un factor desestabilizador del sistema político. De los presidentes electos en los últimos veinte años en Centroamérica, al menos seis han sido procesados por actos de corrupción, y si esta cuenta la ampliamos a América Latina, el número llega a quince. Hay entre ellos encarcelados de mentira, bajo la protección de pactos políticos; no pocos prófugos, que han huido cargados de sacos de dólares; y otros que de manera impune han engordado cuentas bancarias en el extranjero.

El hecho de que la corrupción prospere es el resultado de una suma de factores que empieza por el déficit en la cultura política. Conforme los criterios más tradicionales se sigue viendo al estado como un inagotable botín, que está allí esperando a quien gane las elecciones, algo que los electores no suelen considerar como el peor de los males. Un pernicioso adagio popular dice “que robe, pero que haga”. Vuelvo al informe de las Naciones Unidas. Cerca de un 40% está de acuerdo, o muy de acuerdo, en que se puede tolerar cierto grado de corrupción en el gobierno, siempre que ese gobierno solucione los problemas del país.

La gran desconfianza que crece frente al modelo democrático, por su fama de ineficaz, es una peligrosa fuente de desencanto. ¿Qué es lo que no está funcionando bien? ¿El modelo democrático, o el modelo económico?

El mundo es hoy en día, ya lo sabemos, mucho más complejo que hace al menos medio siglo. Los hilos que mueven la economía del planeta son mucho más sofisticados, y volubles, y parten del dominio de los recursos tecnológicos, que no tienen peso en toneladas. La inteligencia cultivada es más que nunca un recurso de mercado.

La globalización, que depende del uso voraz de esa tecnología, integra capitales y mercados desde sitios entre sí lejanos. Y como la reposición tecnológica es cada vez más acelerada, la competitividad de economías pequeñas se vuelve precaria, para no hablar de la supervivencia de los mercados simplemente locales en países de escasa población y escaso desarrollo.

La manera cómo funcionan nuestras economías hacia adentro, bajo estrictas reglas de disciplina financiera, y bajo prohibición de distraer recursos en áreas de necesidad social cuando esos recursos no pueden ser financiados, está íntimamente emparentada con la manera cómo funciona la economía en términos globales. La ruptura de este esquema, en beneficio de un modelo justo de crecimiento es posible, siempre que desde dentro de nuestros países podamos organizar una posición crítica coherente, que nos saque del círculo vicioso en el que giran la servidumbre al modelo tal como se nos entrega, y el rechazo ideológico a ese modelo.

Es una paradoja hoy día que los intereses de los partidos políticos no coincidan con los intereses de los ciudadanos. Es porque los partidos son cada vez más políticos y menos ciudadanos. Hubo antes una concepción de partido político  mediante la que esos partidos abrían sus intereses hacia todos los asuntos de la sociedad. Hoy, esos asuntos quedan en sus plataformas y programas de campaña, pero no en el ejercicio real, lo cual me parece una ventaja, porque ha dado paso al surgimiento de grupos de ciudadanos que los gestionan con mucha mayor diligencia, independencia y espontaneidad, sobre todo los que se refieren a la conservación y defensa del medio ambiente, los derechos humanos, los derechos de género, los de los homosexuales, los de la niñez, los de los pueblos indígenas, de los grupos marginados, de los pequeños y medianos productores, de los consumidores, de los emigrantes.

Por desgracia, lo que hacen los poderosos, tiende a ser imitado por quienes no tienen poder. Causa de esa crisis ética es, quizás, el retorno tan abrupto que hicimos a comienzos de la década de los noventa del siglo pasado hacia nuestro propio interior como individuos,  cuando se estableció que mirar hacia fuera, hacia la sociedad y sus intereses, y hacia los valores de solidaridad y preocupación común, eran asuntos pasados de moda. Un cataclismo moral del que todavía no nos hemos repuesto. Porque el egoísmo, siempre tan estéril, y la despreocupación por los demás, legitima muchas de nuestras peores formas de conducta.

Que el individuo asuma su propia entidad como persona, y se vea a sí mismo en singular, no tiene nada reprochable, sino todo lo contrario. La humanidad se ha movido hacia delante gracias al uso que hemos hecho de nuestras potencias creadoras, de nuestra inventiva, de nuestras imaginación, y de nuestro apego al sentido de libertad al pensar. Ésa es la base del pensamiento crítico, la fuerza que nos impulsa hacia adelante.

Pero que mirar hacia adentro ha servido siempre para mirar hacia fuera, es algo que no debemos olvidar. La transferencia de ideales, de impulsos morales y de compasión desde nuestro propio ser hacia el entorno común, es lo que nos ha hecho humanos.

Cuando uno piensa en los hechos que ya no tendrán lugar en el curso de nuestras propias vidas, tiene que resistirse a verlos como utopías, y pensar mejor en que se trata de un fracaso generacional, que será arreglado por las generaciones venideras en el futuro; aunque, viéndolo bien, la utopía es simplemente lo que no es posible hoy, pero no será imposible mañana.

Y parte esencial de nuestra utopía, es decir, de nuestro proyecto de futuro, es la plena libertad de expresión, que no debemos enajenar en manos de nadie. De ningún partido, de ninguna persona, de ninguna ideología. 

Hoy escuchamos hablar de proyectos políticos de nuevo socialismo, que, precisamente porque en su concepción populista marginan la participación pluralista de la sociedad, se convierten en proyectos antidemocráticos. Éstas son más bien utopías regresivas, porque, por desgracia, la ambición de controlar a la sociedad desde el poder es de vieja data en el continente americano, y no nos dice nada nuevo.

Y como parte de la integridad democrática está de por medio el derecho a informar, que debe hallarse siempre lejos de todo poder, sea el poder político que viene del estado, o cualquier otra clase de poder de facto, como el que proviene de los grupos económicos, o de los carteles de la droga que buscan imponer el terror sobre los periodistas, como ocurre ahora mismo en México, 0  en Colombia.

Y los periodistas independientes, que no abandonan su función crítica, pagan literalmente con su cabeza el apego a su deber profesional, porque en no pocos casos son decapitados por los sicarios al servicio de la droga, como en México. Periodistas decapitados, torturados, desaparecidos, reprimidos, silenciados.

La defensa de la democracia se vuelve así un asunto integral, desde el entierro definitivo de los viejos caudillos que deberían ser ya parte del pasado, a la fortaleza de la institucionalidad, a la lucha contra los carteles de la droga que son también una amenaza contra la democracia con todo lo que traen consigo de corrupción y de crimen, de los que ya hemos tenido de sobra.

Democracia, seguridad ciudadana, libre expresión del pensamiento, equidad social, justicia económica. Éstas siguen siendo nuestras cuentas pendientes, o mejor, siguen siendo nuestras utopías. Llegaremos a ellas. No sé cuando, pero llegaremos.

*Esta es la ponencia inaugural del Foro Centroamericano de Periodismo, a cargo del escritor nicaragüense Sergio Ramírez
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