Opinión /

Ese no es el espíritu del cambio


Lunes, 1 de marzo de 2010
Álvaro Rivera Larios

Les voy a recordar, porque viene a cuento, algo que dije al final del Apocalipsis según Villalobos. La izquierda salvadoreña no sólo peligra por querer imitar mecánicamente a otras izquierdas, también es peligroso que asuma la herencia de valores y hábitos que han dejado tantos años de dominio conservador.

Ese dominio ejercido a lo largo de décadas ha dejado su huella profunda en nuestra cultura política y nos hallamos tan habituados a sus valores y prácticas que ya son como una segunda naturaleza para todos los agentes (sean de izquierda o derecha, da igual) que interactúan en nuestros sistemas de poder.

El compadrazgo, el clientelismo, el nepotismo, el caudillismo, todo aquello que la ciencia social identifica como rasgos de la política tradicional, son fenómenos plenamente arraigados en nuestra cultura y que, habiéndose adaptado en diferentes grados a los nuevos tiempos, todavía constituyen un obstáculo para cualquier proyecto modernizador, sea del signo que sea.

Vean los ejemplos de Nicaragua y Guatemala, nadie ha votado ahí para elegir a esa institución que se conoce como “la esposa del presidente”, pero no por eso dicha institución deja de estar viva y de ejercer una influencia en ese ámbito en el que se confunden las relaciones de poder con los vínculos familiares.

Los hijos, los primos, los tíos y tías del Presidente o el ministro, sin que nadie se escandalice, pueden llegar a tener sus pequeñas cuotas de poder en el universo político centroamericano ¿Quién no recuerda el problema que le resolvió el primo del General X?

Todos estos pequeños elementos innominados suelen formar parte de la cotidianeidad administrativa en Centroamérica y aquí o allá pueden convertirse ocasionalmente en un obstáculo para aquellos que intentan impulsar formas de hacer política más acordes con la racionalidad jurídica y la eficacia administrativa

Al hablar de los grandes proyectos políticos, solemos fijarnos en su naturaleza ideológica y en los intereses sociales que representan, pero es raro que nos paremos a estudiar “la cultura política real” de los agentes sociales que se hayan detrás de tales programas. Y aún cuando reparamos en ella, solemos hacer un corte maniqueo de acuerdo con nuestras preferencias partidistas: los autoritarios, clientelistas y nepotistas son los otros, los nuestros se hayan a salvo de semejantes taras. No comprendemos que tantos años en la misma olla, hacen que la izquierda y la derecha en El Salvador compartan algunos “defectos”.

La izquierda es como un pintor que se ha especializado en hacer retratos realistas, sombríos, de su adversario, pero que, cuando debe autorretratarse, prefiere las pinceladas luminosas e idealistas. Es como si dijera que el optimismo del espíritu del cambio sólo puede mantenerse vivo a costa del autoengaño. Está condenado al desencanto, todo cambio que no se inicia desde el reconocimiento de los rasgos objetivos de quienes lo promueven.

El espejo favorito de la izquierda salvadoreña es el espejo de la madrastra de Blancanieves. La izquierda se niega a destriparse las espinillas ante el espejo crudo del materialismo histórico.

Hay que ver y hay que verse, en nosotros pugnan lo nuevo y lo viejo. Al querer trascender el sistema conviene recordar que llevamos impresas en nuestra propia carne muchas de sus taras. Tantos años en la misma olla, hacen que repitamos algunos gestos del adversario. El autoritarismo, el nepotismo, el clientelismo están dentro de nosotros y si queremos hacer una nueva política más vale que admitamos esa realidad. Esto no es un problema de menganito o de zutanito o de aquel partido, pero no del otro, este es un problema de todos y lo mejor es reconocerlo.

La izquierda posee diagnósticos generales sobre la economía y el Estado en El Salvador, pero aún no ha hecho una radiografía de las subculturas políticas reales que presiden el funcionamiento vivo de las instituciones y de la democracia en nuestro país. Está  claro que todavía no ha elaborado una imagen realista de su propia subcultura y eso la limita y eso facilita que no le turbe tragar sapos y culebras con tal de lograr ciertos objetivos en el plano económico. El economicismo es ciego ante ciertos detalles y por eso tiene serías dificultades para concebir y echar a andar un proyecto de cambio que, al mismo tiempo que distribuye mejor la riqueza, impulse una cultura política viva de la libertad.

II

No dispongo de datos suficientes para juzgar la decisión del Presidente Funes respecto a Breni Cuenca (la destituyó, según parece, porque no sintonizaba con “el espíritu del cambio” y por faltar a ese criterio, la lealtad, que a fuerza de ser tan vago puede usarse para justificarlo todo). Sean cuales sean sus razones (válidas o no válidas), creo que ya supone un fracaso llegar al extremo de destituir a la Sra. Cuenca. Desde el punto de vista del tiempo político, del tiempo en que deben estructurarse los conceptos y las medidas operativas de una política cultural, los costes de la decisión del Presidente probablemente serán más altos que su beneficio. Y algo más, corre el peligro el Sr. Presidente (si además de fallarle las razones, le fallan las maneras) de perder la simpatía de algunos sectores de la intelectualidad salvadoreña. Aunque ésta no posea peso desde el punto de vista numérico, no deja de influir en la opinión pública.

Al lado de Funes hay buenos gestores, técnicos competentes que ahora intentan trabajar por el país, no lo dudo, pero tengo mis reservas acerca de su habilidad política. La política es un juego donde se involucran la razón y las pasiones, un juego en el que no basta siempre con tener “la verdad”. Una tentación peligrosa  de los buenos gestores es la ver la política sólo desde el ángulo de su racionalidad tecnocrática Una decisión racional mal ejecutada puede debilitar en vez de fortalecer políticamente. Y será mal ejecutada dicha decisión si dentro de sus costes no contempla las consecuencias que podría tener en el juego de las alianzas y los conflictos. Importa mucho también la percepción que tengan los ciudadanos de la forma en que una medida se ha adoptado. En una democracia, en un sistema donde influye la opinión pública, la forma de una decisión importa tanto como su contenido.

La diferencia entre una medida dura y racional y otra que es dura y autoritaria, nace de la forma en que se adopta y de la manera en que se explica. Una decisión mal gestada, mal negociada y que además no se explica bien, tiene una alta probabilidad de ser vista como una decisión autoritaria.

Tal como están las cosas es mejor que el Presidente y su equipo asuman su debilidad política y que fortalezcan aquello en lo que son fuertes. Y el principal capital de Funes y su equipo es la imagen de Funes. Y lamentablemente, con “la forma” en que han adoptado una decisión como el despido de Breni Cuenca, lo que están haciendo es dilapidar ese capital, esa imagen que para la población ha representado la posible emergencia de un nuevo “estilo” de hacer política. Si los asesores de Funes le continúan aconsejando que dé esos machetazos administrativos, puede pasar que al final terminen aislándolo incluso de sus aliados potenciales y un Funes más débil todaví le viene bien al doble juego que proponen “los aliados” más radicales del Presidente.  

La acción de Funes puede dejar otra secuela, la de tener cautivos en el miedo a sus subalternos y, por lo tanto, la de restarle iniciativa y autonomía a sus equipos. El programa único y la centralización de funciones son necesarios, pero van por mal camino si acaban maniatando a quienes deben tomar decisiones sobre terreno. Siempre que respeten los lineamientos estratégicos y ofrezcan resultados medibles, tendría que respetarse el criterio de los subjefes en lo que respecta a la elección y evaluación de sus equipos de trabajo y en lo referido a las medidas que adopten de forma consultada y colegiada. Hay desacuerdos y desacuerdos y los desacuerdos razonables no tienen por qué ser juzgados siempre como una impugnación al coordinador general ni tienen que ser resueltos siempre por medio de un machetazo administrativo, para resolver las diferencias están las consultas y el diálogo. Si se penalizan por principio todas las observaciones y rectificaciones que vienen de abajo, se corre el peligro de que los subalternos le acaben diciendo al Presidente sólo lo que el Presidente quiere escuchar o se corre el peligro de que los subalternos ejecuten dócilmente las decisiones presidenciales aún a sabiendas de que no están bien fundamentadas. Estarán ustedes de acuerdo conmigo en que ese no es el espíritu del cambio.

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