Opinión /

Fraseario XXVII


Domingo, 14 de marzo de 2010
Federico Hernández Aguilar

Veo mi cuerpo y sé que va a terminar hecho polvo… Sin embargo, ¿por qué esa parte de mí que no es materia iría también a la disolución? Porque se me hace un simplismo insufrible considerarme «materia muy evolucionada que piensa».

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Augusto Pinochet tenía una manera muy peculiar de definir una “dictadura”, y también tenía sus propias ideas en torno a lo que los demás debíamos entender por “democracia”. Quizá para él, haber liberalizado la economía chilena era prueba irrefutable de que su régimen no merecía los epítetos que sus adversarios querían endilgarle. Cuestión de miras, sin duda, porque también es probable que los mismos que se alegraron vergonzosamente con la muerte de Pinochet mañana lloren de dolor al enterarse del deceso de Fidel Castro. Para mí, matar y torturar opositores desde el Estado es cualquier cosa, menos “democracia”, y me cuesta percibir diferencias abismales entre un régimen de izquierda y otro que se dice de “derecha” cuando los resultados, humanamente, son idénticos.

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Ciertamente, juventud no es sinónimo de creatividad y optimismo, así como el paso de los años no es garantía de madurez y criterio. Sin embargo, entre las principales tragedias de las naciones contemporáneas deberíamos identificar siempre el número, grande o pequeño, de sus jóvenes apáticos.

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Es interesante cuando el arte tiene la gracia de identificar con madurez sus propios límites: de esta manera parece encontrar otras vías para seguir diciéndonos algunas cosas más o menos importantes de nosotros mismos.

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Hay que resistir a la tentación de erigirnos en autores únicos de los mensajes positivos que deseamos transmitir a los demás. Quien vive aleccionando a sus congéneres con pretensiones de “originalidad” se corre el riesgo de parecer soberbio o ridículo. No importa el talento con que combinemos las palabras, lo más seguro es que ya alguien tuvo antes la misma idea, e incluso que la haya formulado mejor.

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¡Prohibámonos claudicar! La derrota definitiva de quienes desean un mundo mejor no se encuentra en el tamaño de los problemas que enfrentan, sino en permitir que esos problemas los agobien hasta el punto de hacerles perder la fe y el optimismo.

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El marxismo se equivoca de raíz cuando se aviene a considerar la naturaleza humana como susceptible de ser reinterpretada por «ingenieros sociales». Sólo así —obviando que somos seres capaces de crear y trascender, proponer y elegir— es posible sostener que la liberación integral del hombre es resultado de su (debidamente conducida) emancipación económica. Sólo así —dando al odio categoría de “lucha”— es posible valorar el autoritarismo y la violencia como rutas inevitables hacia el desarrollo. Y sólo así —simplificando a tal punto nuestra realidad que se vuelven tópicos las cuestiones morales más complejas— se puede creer que la humanidad alcanzará sus cuotas máximas de felicidad siempre que se le obligue a construir, sobre esta tierra que va a tragarnos, el sacrosanto «edificio de la igualdad».

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En gustos no hay nada escrito, desde luego. Lo que a mí me parece sublime, a otra persona le puede parecer aburrido o deleznable. Y viceversa. Lo importante es persuadirnos, en lo que a la literatura respecta, que el gusto se refina leyendo. Si ese autor que nos hacía trepidar de emoción en la adolescencia hoy nos resulta francamente pueril, ello puede deberse a que nuestra formación literaria ha sido enriquecida por lecturas más integrales. La mediocridad y la falta de criterio estuvieron allí siempre: somos nosotros los que ahora tenemos la capacidad de «descubrir» que las padecimos.

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Veo hacia atrás y descubro, asombrado, que en mi pasado tuve bastante más futuro de lo que creía.

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Hay libros inmolados con demasiada prisa a la pereza. Entre todos ellos, los que se escriben contra la fe o la religión destacan por su virulencia, característica que suele ser inversamente proporcional al rigor intelectual de sus autores.

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Existe una fórmula infalible para garantizarnos la ignorancia: hablar mucho de las cosas que desconocemos y llamar a eso «opinión».

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Para dominar los acontecimientos es esencial aprender a dominar nuestras reacciones ante ellos. Es prueba de madurez interior impedir que sean las circunstancias (por muy duras que parezcan) las que condicionen nuestra felicidad.

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¿Hay un cielo o un infierno para los vocablos? No creo. Lo que debe existir, en todo caso, es un purgatorio. Y allí se encuentran, más que las palabras, los conceptos. Tal vez llegue un día, por ejemplo, en que “democracia” tenga igual significado tanto en La Habana como en Washington, en Bagdad como en Caracas. Mientras tanto, vagarán por la tierra todas las apropiaciones, manipulaciones y subjetividades posibles, y, en el “purgatorio” de que hablo, el concepto más puro de la democracia esperará su turno, como un alma en vilo ante la expectativa de su redención final.

 

*Escritor

 

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