Opinión /

Monseñor y las demás víctimas


Lunes, 29 de marzo de 2010
Álvaro Rivera Larios

Es un hecho positivo que el Estado reconozca su responsabilidad en el caso de Monseñor Romero. Que el parlamento decida instituir un día para recordar al Arzobispo es otro hecho positivo. Aún reconociendo el alto valor simbólico y ciudadano que tienen las dos decisiones, admitámoslo, son insuficientes, si se presentan como medidas aisladas que no forman parte de una política general de la memoria y de trato justo para todas las víctimas.

No exijo la justicia total, no se apresuren, sólo señalo una posible limitación. Ambas decisiones constituyen actos simbólicos y lo lógico sería que formasen parte del contenido de una política más amplia en otro sentido: las instituciones del Estado fueron responsables, durante el conflicto, de impulsar y tolerar ciertas formas de terrorismo, pero el tejido de las responsabilidades, en torno a los crímenes de guerra, abarca a todos los sectores de la sociedad civil salvadoreña. Y es por eso que la ceremonia del perdón es insuficiente, si sólo se verifica en la cima institucional, sin involucrar a todas fuerzas políticas y sujetos privados que participaron en casos como el asesinato de Monseñor Romero.

Por las razones que sea, y aún reconociendo el gran valor del proceso de paz que nos sacó de la guerra, es indudable que no fue acompañado por una catarsis colectiva. Dado que toda la sociedad se involucró en el conflicto, toda la sociedad tenía que haberse enfrentado a lo que hizo para reconocerlo y asumirlo en su verdad, sin coartadas vergonzosas, y para así trascenderlo en el arrepentimiento y la elección de otros valores. La reforma institucional tenía que haber ido acompañada por una reforma ética que involucrase a la comunidad salvadoreña en su conjunto y eso, por las razones que sea, no fue posible y quedó pendiente.

La ausencia de esa catarsis colectiva, la ausencia de esa reforma  moral, ha dejado incólume toda una muralla de justificaciones y actitudes que nos alejan de la verdad y que mantienen vivas de forma vejatoria muchas heridas que dejó el enfrentamiento.

Es por eso que una política de la memoria debe partir de un enfoque integral y alejado del partidismo miserable. Entiendo por integral al enfoque del problema que involucre al Estado y a la sociedad civil, dado que ambos, en diverso grado, jugaron un papel a lo largo de los múltiples avatares del enfrentamiento.

El partidismo miserable sólo tiene en cuenta a sus víctimas y sólo las tiene en cuenta como arma de desgaste político del adversario. Una política integral de la memoria y la verdad debe partir del principio de que la ley es igual para todos y de que la ley tiene como objetivo primordial hacerles justicia a todas las víctimas y no beneficiar o dañar a un partido. No es coherente exigir que se dilucide la verdad en casos como el de Monseñor Romero, cuando se mira para otro lado y se guarda silencio ante las implicaciones políticas y morales que subyacen en los  crímenes cometidos por Mayo Sibrián. Hay que asumir la verdad tanto si nos daña como si nos beneficia políticamente.

Asumir la verdad histórica que nos daña debería de ser parte de nuestro aprendizaje cívico. Quien no se enfrenta a los horrores y los errores que cometió durante la guerra, continúa justificando lo injustificable y de esa forma mantiene vivas las heridas.

Monseñor simboliza a las víctimas, pero no es todas las víctimas. Ya que el Estado reconoce su cuota responsabilidad en el caso, dado que no investigó el asesinato del sacerdote ni castigó a los responsables del crimen, lo lógico es que también asuma otra esfera de sus responsabilidades. Por ejemplo, la presencia del Estado se haya detrás de miles de secuestrados y desaparecidos. Sería positivo que se hiciera algo por todas esas madres que no saben dónde están los huesos de sus hijos, para que puedan al menos darles una tumba. Y aquí no hablo de juzgar a nadie, sólo hablo de buscar mecanismos para que aquellos restos que aún puedan ser localizados se entreguen a sus familiares. No tiene sentido perpetuar ese dolor.

Si el homenaje a Monseñor sirve como paso simbólico para ir acercándose a otras medidas, hay que celebrarlo. Pero si se homenajea a Monseñor para dejar las cosas tal como estaban, hay que exigir reparación para las víctimas que no tienen nombre. Y cuando hablo de víctimas hablo de “todas las víctimas”.

Una cosa es exigir y otra preparar las condiciones para que nuestras exigencias puedan hacerse realidad. La polarización dogmática y sectaria de algunos sectores maximalistas de la derecha y de la izquierda constituye un obstáculo para alcanzar acuerdos y medidas más profundos. Los acercamientos y las respuestas parciales siempre les parecerán insatisfactorios a quienes lo exigen todo. Que no se pueda obtener todo, no ha de servir como excusa para no trabajar en la construcción de una circunstancia en la cual la madurez cívica nos permita asumir mayores cuotas de verdad y justicia. En la actual situación, a todas luces, nos falta madurez política para asumir y asimilar la verdad, si la tuviéramos a mano completamente no sería extraño que acabase dañándonos. Pero si se hace con madurez y sin oportunismos partidistas, pensando más que todo en las familias de las víctimas, creo que se puede empezar a gestionar la búsqueda de los desaparecidos. Un primer paso es que el Estado asuma su responsabilidad en este asunto. Esto hay que plantearlo.

El mejor homenaje que se le puede hacer al sacerdote asesinado es la asunción colectiva de la verdad de lo que sucedió en la guerra. Uno de los mejores homenajes que se le puede hacer al sacerdote y  a los valores que él representa es darle una respuesta a casos como el de las niñas Serrano o a casos como el de los miles de desaparecidos que dejó la guerra. Lo simbólico, por lo tanto, debe refrendarse en los actos, de lo contrario puede servir para disimular la ausencia de una auténtica política de trato reparador para todas las víctimas. Hay que intentarlo.

Para enfrentar estos problemas, nos vendría bien el talante humanista y ponderado de Monseñor Romero. Como ocurre con tantas de las figuras morales que invocamos y hacemos nuestras, no siempre somos fieles a su ejemplo y a su espíritu. La humanidad de Romero trasciende la miseria moral de aquellos conservadores que citan su nombre, al mismo tiempo que tratan de justificar la figura de sus asesinos. Una cosa es el intento de comprender a los verdugos de Monseñor Romero y otra distinta es justificar sus actos. Esa misma humanidad de Romero, en su talante crítico y ecuánime, sobrevuela y trasciende la estrechez moral y política de muchos de sus presuntos seguidores actuales. Hacerle justicia al sacerdote es importante, pero ese acto de justicia no puede ser un acto parcial y partidista, ha de formar parte de una visión más amplia que juzgue también aquello que la izquierda hizo durante la guerra y a lo que todavía no se ha enfrentado de una forma profunda, radical, humana. La verdad y la justicia, aunque se hallen condicionadas socialmente, son valores que gozan de una autonomía relativa y que, por lo tanto, juzgan y definen ciertos actos sin dar preferencia a un partido. Ante la justicia burguesa y la proletaria, los asesinatos que cometió la organización de Mayo Sibrián son hechos hasta cierto punto verificados cuya definición, como crimen de guerra, no admite duda. No pretendo decir que “todos fuimos malos” y que, por lo tanto, nadie es responsable moral y políticamente de lo que hizo. Sólo sugiero que cada uno de nosotros, al reclamar verdad y justicia, debe asumir también la parte de verdad que le corresponda, aunque se queme. Este es uno de los mejores homenajes que le podemos hacer a Monseñor Romero, acercarnos a su radicalidad humana y ecuánime.

A Monseñor lo mataron porque sobrepuso los valores cristianos a la política divorciada de la moral. El mejor homenaje que le podemos hacer es luchar cada día por acercar la ética a la política. Quienes por intereses políticos y personales obstaculizan la búsqueda ecuánime de la verdad y la justicia, aunque digan grandes palabras acerca de Monseñor Romero, aunque lo celebren, en la práctica están traicionando su legado.

PD/Dedico este artículo a la memoria de mi querida amiga Carminda Castro Sánchez, secuestrada y desaparecida en 1982. La extrañan sus padres, la extrañan sus hermanos, la extraña su hija, la extraña su linda nieta. Quienes sepan dónde están los restos de Carminda, por misericordia podrían decirlo. Ya no tiene sentido perpetuar este dolor. 

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