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Estebana y sus 98 hijos

Estebana procreó a 19 hijos, que le dieron 70 nietos y seis bisnietos. Con los tres que vienen en camino, los Escobar pronto serán 100. En este remoto cantón de Jutiapa, los niños Escobar se cuentan por docenas, es imposible recordar los nombres de todos, y las grandes cifras repelen a las fiestas: este Día de la Madre será un día cualquiera.

Lunes, 10 de mayo de 2010
Patricia Carías / Fotos: Mauro Arias

Estebana, junto a su esposo Luis Escobar y 11 de sus hijos. Foto Mauro Arias
Estebana, junto a su esposo Luis Escobar y 11 de sus hijos. Foto Mauro Arias

Estebana ojea un álbum de fotografías familiares y fija su mirada en una de las imágenes. Frunce el ceño mientras aleja y acerca el álbum a su rostro, una y otra vez, intentando identificar al niño que aparece posando para la cámara. Su esposo, Luis, echa también un vistazo. “Es José Ángel”, dice él, con aparente seguridad, aunque de inmediato entra en duda: “¿O será Ovidio?” El drama está en que ese niño de la foto al que no pueden identificar es su propio hijo. Y la confusión los desconcierta hasta la risa: “¡Ja, ja, ja...”, se carcajean. “No, no sé quién es”, subraya Estebana. Y no es que se tomen a la ligera algo que parece ser un problema grave de memoria: es que cualquiera tendría dificultades para identificar a un hijo en una vieja foto si ese hijo es uno de 19 que han tenido, que a su vez les han dado 70 nietos y media docena de bisnietos.

Para los esposos Escobar, recordar el rostro de sus hijos no es tarea fácil. Los años y su virtud de engendrar hacen tropezar sus mentes. Si se les hace muy difícil reconocer los rostros de sus hijos registrados en fotografías cuando aún eran niños, es misión imposible nombrarlos a todos por orden de nacimiento.

El humor no falta en una familia en la que los dos progenitores originales pueden darse el lujo de referirse a sus descendientes por docenas y en la que en un lapso de 45 años pasaron de ser una sola pareja a 50 parejas de personas.

-Doña Estebana, ¿es capaz de nombrar a todos sus hijos del mayor al menor?

-Ah, de eso sí... je, je... -acepta el reto, con tono de seguridad-. Vaya, la primera se llama Juana... la segunda se llama Ángela... la tercera se llama Rosa... y el otro, el cuarto… se llama... este... ¡aaah, el finado Armando!, que ese ya se me murió... Y después de Armando es Aníbar, de Aníbar es Roberto... -lleva seis de 19 cuando la cuenta se le tropieza-. Bueno, la Rosa no la menté quizás... ¿verdad?... ¿la menté?

-Cómo no... -dice Luis.

-Eeeh... Roberto, y de Roberto... -Estebana revisa su mente y busca nombres inútilmente y se da por vencida-. Bueno, los nombres yo se los voy a decir... ja, ja, ja… -vuelve a reír, con la cara colorada por el pequeño bochorno que le provoca el ejercicio de repasar la lista de salvadoreños de quienes ella es madre.

Ésta historia de amor comenzó a temprana edad. Luis y Estebana se conocieron en una de las tantas veredas del cantón Carolina Arriba en Jutiapa, departamento de Cabañas, frente a la casa de los padres de Estebana. Luis pasaba todos los días por aquel lugar, con tal de poder llegar al río Lempa, para pescar. Estabana observaba todos los días a aquel muchacho juguetón que pasaba por su casa y que en más de alguna ocasión dejaba ver una sonrisa o una mirada interesante. Con el pasar de los días, la inocencia de las sonrisas y las miradas fue tomando un nuevo sentido para ambos, quienes se enamoraron profundamente. Con su corta edad y dejándose llevar por las emociones, los enamorados tomaron una decisión: querían formar una familia, querían estar juntos. Fue así como acordaron que Estebana debía fugarse de la casa de sus padres, para vivir con su amado en la casa de sus suegros. El operativo se llevó a cabo. Luis se robó a Estebana, y ella se dejó robar. Para los padres de Estebana la noticia del robo no fue del todo grata, pero ante el ímpetu de las acciones de los enamorados no tuvieron más remedio que aceptar la relación. “Se enojaron, pero no me pegaron. Después los dos fuimos juntos a pedir permiso y dijeron que sí”, dice ella. Por el lado de la familia de Luis la situación fue un tanto diferente, pues sus padres recibieron a la joven con los brazos abiertos y comenzaron una campaña de persuasión para que la pareja contrajera nupcias lo más pronto posible. No querían que sus hijos vivieran en “fornicación”. “Los viejitos se afligían de pensar que uno estaba en mancebo”, recuerda Luis, sin perder el humor. A sus 17 y 16 años de edad, respectivamente, el 15 de agosto de 1965, Luis y Estebana se casaron después de cerca de un mes de vivir juntos.

En los días previos a la boda, el joven campesino, con corazón de príncipe y actitud de caballero galante, se había asegurado de que su amada se viera más hermosa el día de la boda. Para ello había pedido a Ángel, su padre, que vendiera el mayor tesoro del muchacho: un cerdo de crianza. Parte del dinero, Luis lo invirtió en el vestido y en los zapatos de Estebana. El resto se lo quedó Ángel, quien lo consumió en tragos. Aunque prometió devolver el dinero malgastado, nunca lo hizo. Pero la novia lució como toda una reina en su gran día.

Ese gran día fue, literalmente, un gran día, no solo por el significado para el nuevo matrimonio. Ese 15 de agosto ambos esperaban, ansiosos, frente a la Iglesia Católica central de Ilobasco, y junto a ellos había mucha más gente. En realidad se trataba de un inusual coro de unas 140 personas del que Luis y Estabana formaban parte involuntariamente... o más o menos involuntariamente. Y es que Luis y Estebana compartían un raro cosquilleo con otras aproximadamente 70 parejas que iban a corear simultáneamente el 'sí' ante el cura. Era una boda masiva. “Ahí habían viejitos, viejos, cipotes…", recuerda Estebana. 'De todo había'.

El gentío estaba amontonado en la iglesia y entonces el párroco hizo un anuncio: que eran demasiadas parejas y que, por lo tanto, una parte del grupo tendría que moverse hacia el Salón Cristo Rey, dentro de la misma iglesia, para casarse ahí. En ese lugar, por fin, la pareja selló su unión, sin cura a la vista, fuera del templo. Ahí solo se oyó un sordo murmullo de 'sí, acepto' de las 140 personas contrayentes. 'Así nos casaron, sin talento... nosotros la fe tuvimos de que éramos casados, ja, ja, ja', ríe Estebana, al recordar su peculiar ceremonia de matrimonio.

De la iglesia salieron cada uno con un anillo cuya breve duración no presagiaba el futuro de la pareja: no les duró ni un mes porque eran de fantasía. No tenían dinero suficiente para comprarse unos de oro.

Un año después, los adolescentes enamorados se mudaron al terreno que el padre de Luis les había prestado. Más allá de su amor y el terreno prestado, no tenían mucho. Luis y Estebana se aventuraron a una vida en familia con solamente aquellas cosas que habían aprendido de sus padres: trabajar la tierra, criar cipotes y hacer los oficios de la casa. Eran los dos muchachos contra un futuro incierto. No tenían nada en los bolsillos, no sabían leer ni escribir, no sabían nada de métodos anticonceptivos y no sabían que en poco más de 40 años ellos dos iban a convertirse en un centenar de personas.

Casi desde el inicio de su vida en matrimonio, la pareja vive en un remoto cantón del departamento de Cabañas, en las cercanías de la presa 5 de Noviembre. Estebana y Luis se criaron en el cantón Carolina Arriba, de Jutiapa, uno de los municipios con mayor pobreza en El Salvador, y que en 2007 tenía un poco más de 6 mil 500 habitantes. Ahí se criaron y ahí volvieron a instalarse casi inmediatamente después de casarse, sin saber que un día, solo ellos dos, serían responsables de haber traído a la Tierra al 1.5% de la población total del municipio. No muchas parejas podrían darse el lujo de estar vivas y jactarse más o menos en estos términos: 'Si no fuera por nosotros no existirían 15 de cada mil personas de este municipio'.

Nietos de Estebana Escobar del turno vespertino del Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias
Nietos de Estebana Escobar del turno vespertino del Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias

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Estebana, junto a su esposo Luis Escobar y 11 de sus hijos. Foto Mauro Arias

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Para los esposos Escobar, recordar el rostro de sus hijos no es tarea fácil. Los años y su virtud de engendrar hacen tropezar sus mentes. Si se les hace muy difícil reconocer los rostros de sus hijos registrados en fotografías cuando aún eran niños, es misión imposible nombrarlos a todos por orden de nacimiento.

El humor no falta en una familia en la que los dos progenitores originales pueden darse el lujo de referirse a sus descendientes por docenas y en la que en un lapso de 45 años pasaron de ser una sola pareja a 50 parejas de personas.

-Doña Estebana, ¿es capaz de nombrar a todos sus hijos del mayor al menor?

-Ah, de eso sí... je, je... -acepta el reto, con tono de seguridad-. Vaya, la primera se llama Juana... la segunda se llama Ángela... la tercera se llama Rosa... y el otro, el cuarto… se llama... este... ¡aaah, el finado Armando!, que ese ya se me murió... Y después de Armando es Aníbar, de Aníbar es Roberto... -lleva seis de 19 cuando la cuenta se le tropieza-. Bueno, la Rosa no la menté quizás... ¿verdad?... ¿la menté?

-Cómo no... -dice Luis.

-Eeeh... Roberto, y de Roberto... -Estebana revisa su mente y busca nombres inútilmente y se da por vencida-. Bueno, los nombres yo se los voy a decir... ja, ja, ja… -vuelve a reír, con la cara colorada por el pequeño bochorno que le provoca el ejercicio de repasar la lista de salvadoreños de quienes ella es madre.

Ésta historia de amor comenzó a temprana edad. Luis y Estebana se conocieron en una de las tantas veredas del cantón Carolina Arriba en Jutiapa, departamento de Cabañas, frente a la casa de los padres de Estebana. Luis pasaba todos los días por aquel lugar, con tal de poder llegar al río Lempa, para pescar. Estabana observaba todos los días a aquel muchacho juguetón que pasaba por su casa y que en más de alguna ocasión dejaba ver una sonrisa o una mirada interesante. Con el pasar de los días, la inocencia de las sonrisas y las miradas fue tomando un nuevo sentido para ambos, quienes se enamoraron profundamente. Con su corta edad y dejándose llevar por las emociones, los enamorados tomaron una decisión: querían formar una familia, querían estar juntos. Fue así como acordaron que Estebana debía fugarse de la casa de sus padres, para vivir con su amado en la casa de sus suegros. El operativo se llevó a cabo. Luis se robó a Estebana, y ella se dejó robar. Para los padres de Estebana la noticia del robo no fue del todo grata, pero ante el ímpetu de las acciones de los enamorados no tuvieron más remedio que aceptar la relación. “Se enojaron, pero no me pegaron. Después los dos fuimos juntos a pedir permiso y dijeron que sí”, dice ella. Por el lado de la familia de Luis la situación fue un tanto diferente, pues sus padres recibieron a la joven con los brazos abiertos y comenzaron una campaña de persuasión para que la pareja contrajera nupcias lo más pronto posible. No querían que sus hijos vivieran en “fornicación”. “Los viejitos se afligían de pensar que uno estaba en mancebo”, recuerda Luis, sin perder el humor. A sus 17 y 16 años de edad, respectivamente, el 15 de agosto de 1965, Luis y Estebana se casaron después de cerca de un mes de vivir juntos.

En los días previos a la boda, el joven campesino, con corazón de príncipe y actitud de caballero galante, se había asegurado de que su amada se viera más hermosa el día de la boda. Para ello había pedido a Ángel, su padre, que vendiera el mayor tesoro del muchacho: un cerdo de crianza. Parte del dinero, Luis lo invirtió en el vestido y en los zapatos de Estebana. El resto se lo quedó Ángel, quien lo consumió en tragos. Aunque prometió devolver el dinero malgastado, nunca lo hizo. Pero la novia lució como toda una reina en su gran día.

Ese gran día fue, literalmente, un gran día, no solo por el significado para el nuevo matrimonio. Ese 15 de agosto ambos esperaban, ansiosos, frente a la Iglesia Católica central de Ilobasco, y junto a ellos había mucha más gente. En realidad se trataba de un inusual coro de unas 140 personas del que Luis y Estabana formaban parte involuntariamente... o más o menos involuntariamente. Y es que Luis y Estebana compartían un raro cosquilleo con otras aproximadamente 70 parejas que iban a corear simultáneamente el 'sí' ante el cura. Era una boda masiva. “Ahí habían viejitos, viejos, cipotes…", recuerda Estebana. 'De todo había'.

El gentío estaba amontonado en la iglesia y entonces el párroco hizo un anuncio: que eran demasiadas parejas y que, por lo tanto, una parte del grupo tendría que moverse hacia el Salón Cristo Rey, dentro de la misma iglesia, para casarse ahí. En ese lugar, por fin, la pareja selló su unión, sin cura a la vista, fuera del templo. Ahí solo se oyó un sordo murmullo de 'sí, acepto' de las 140 personas contrayentes. 'Así nos casaron, sin talento... nosotros la fe tuvimos de que éramos casados, ja, ja, ja', ríe Estebana, al recordar su peculiar ceremonia de matrimonio.

De la iglesia salieron cada uno con un anillo cuya breve duración no presagiaba el futuro de la pareja: no les duró ni un mes porque eran de fantasía. No tenían dinero suficiente para comprarse unos de oro.

Un año después, los adolescentes enamorados se mudaron al terreno que el padre de Luis les había prestado. Más allá de su amor y el terreno prestado, no tenían mucho. Luis y Estebana se aventuraron a una vida en familia con solamente aquellas cosas que habían aprendido de sus padres: trabajar la tierra, criar cipotes y hacer los oficios de la casa. Eran los dos muchachos contra un futuro incierto. No tenían nada en los bolsillos, no sabían leer ni escribir, no sabían nada de métodos anticonceptivos y no sabían que en poco más de 40 años ellos dos iban a convertirse en un centenar de personas.

Casi desde el inicio de su vida en matrimonio, la pareja vive en un remoto cantón del departamento de Cabañas, en las cercanías de la presa 5 de Noviembre. Estebana y Luis se criaron en el cantón Carolina Arriba, de Jutiapa, uno de los municipios con mayor pobreza en El Salvador, y que en 2007 tenía un poco más de 6 mil 500 habitantes. Ahí se criaron y ahí volvieron a instalarse casi inmediatamente después de casarse, sin saber que un día, solo ellos dos, serían responsables de haber traído a la Tierra al 1.5% de la población total del municipio. No muchas parejas podrían darse el lujo de estar vivas y jactarse más o menos en estos términos: 'Si no fuera por nosotros no existirían 15 de cada mil personas de este municipio'.

Nietos de Estebana Escobar del turno vespertino del Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias
Nietos de Estebana Escobar del turno vespertino del Centro Escolar caserío El Mestizo. Foto Mauro Arias

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