Opinión /

Amnistía


Domingo, 23 de mayo de 2010
Álvaro Rivera Larios

Quienes justifican a capa y espada la ley de amnistía suelen cometen un error al defenderla: la protegen por su función estabilizadora y por los objetivos generales que la inspiran, pero nunca hacen un balance general de sus beneficios y carencias. Ahí donde las normas muestran un desequilibrio o son mal aplicadas, deben restaurarse. Estos defensores reaccionan contra aquellos que pretenden suprimir la ley, pero, en su defensa cerrada de la norma, no contemplan la posibilidad de reformarla.

Ciertas reacciones contra la ley son hijas naturales de la forma torticera en que la amnistía se ha venido aplicando. Una ley de este tipo exige, impone, sacrificios a los agraviados por crímenes políticos. Pero una ley de este tipo debería imponer exigencias simétricas a todos aquellos sujetos catalogados como alevosos victimarios; ellos también, en nombre de la concordia civil, deben renunciar a ejercer ciertas prerrogativas: los presuntos violadores de los derechos humanos han de renunciar a tener vidas políticas o a desempeñar funciones en las estructuras del Estado.

Lo que no puede ser es que todo el peso de las concesiones recaiga en la espalda de las víctimas. Esta sería una aplicación pervertida de una ley que presuntamente busca la concordia. Este trato injusto y a veces denigrante está muchas veces en el origen de las demandas más radicales de justicia. Díganme ustedes ¿Qué sienten los afectados por la masacre del Mozote, cuando además de no recibir la más mínima reparación por parte del Estado, ven cómo el hombre que organizó la masacre es honrado por las Instituciones? Aquí no hay un trato simétrico y esta falta de justicia en el plano simbólico acaba devaluando una ley que supuestamente persigue la concordia. Su mala aplicación está en el origen de su perdida de legitimidad. Quienes tanto defienden la amnistía deberían de luchar porque su espíritu ecuánime no siga siendo traicionado ¿no les parece?

La estabilidad es un valor por el que todos deberíamos sacrificarnos, pero no unos más que otros. Cuando se dice todos, se dice todos. Si se exige a las víctimas que renuncien a sus legítimos derechos de justicia, en el paquete de concesiones no es obligatorio que renuncien a sus exigencias de verdad. No habrá sanciones penales para los responsables de crímenes alevosos, pero estos no tienen por qué gozar del privilegio de que sus actos sean ocultados para impedir que la opinión pública los sancione y los juzgue. La vergüenza y la merma del prestigio son un castigo menor, pero ese castigo refuerza los valores más altos de nuestra cultura e impide la sensación  oprobiosa que da la falta de justicia cuando va acompañada por la falta de verdad.

Si las víctimas renuncian a un derecho vital, tienen que recibir a cambio una compensación equivalente y no llevar una existencia de fantasmas mientras sus ofensores reciben el aplauso abierto y obsceno de sus partidarios y de las Instituciones. Las historias de las víctimas y las de sus victimarios tienen que entrar al ámbito del reconocimiento público, deben conocerse y reconocerse.

Y aquí no bastan esos reconocimientos abstractos de los que tanto presume Mauricio Funes. Lo que Funes está vendiendo como una medida de izquierda, en este caso, es lo que debería de haber hecho hace mucho tiempo una derecha sensata y moderna. Lo que habría sido visto como un salto de calidad en Arena, en la izquierda es un paso tímido en el que no dejan de aparecer las incongruencias ¿Cómo es que un presunto implicado en el asesinato de Roque Dalton ocupa un cargo en el gobierno? Lo que Funes y el FMLN hacen con una mano, con la otra lo desbaratan.

Las medidas simbólicas de reconocimiento tienen que ir acompañadas con un reforzamiento de la ley de amnistía en el sentido de promover investigaciones sobre los crímenes emblemáticos y en el sentido de reforzar las medidas legales que pauten con mayor rigor las sanciones menores contra personas que estuvieron involucradas en la violación de los derechos humanos. Si su responsabilidad se establece fuera de toda duda, debe quedar muy claro que no podrán ejercer ningún cargo político ni tendrán derecho a que la verdad de lo que hicieron se oculte para proteger sus prestigios. No habrá sanción penal, pero no podrán eludir la verdad como han hecho hasta ahora.

Los reconocimientos oficiales no pueden suplantar el debate serio y necesario en el seno de la sociedad civil. Un debate serio debe sustentar sus opiniones en una voluntad de respeto hacia las evidencias razonables. Tarea difícil, la de atenerse a las evidencias, si tenemos en cuenta que los violadores de los derechos humanos han borrado pruebas y eliminado testigos.

Siempre, ante un mismo hecho, surgirán las discrepancias, pero los hechos en sí, a partir de las pruebas y testimonios disponibles, deberían ser investigados, corroborados y reconocidos de forma rigurosa por las instituciones. A partir de la descripción oficial de los hechos tendríamos que iniciar un debate abierto y alejado de las falacias que han alimentado la conciencia histórica de los partidos políticos y de la opinión pública en El Salvador. Ante la monstruosidad de ciertas heridas ni siquiera las mejores justificaciones deberían de servir como atenuantes.

Aquí, todos (dirigentes, medios de comunicación, intelectuales, bases sociales de apoyo, etcétera) tenemos las manos manchadas por lo que pasó. No hablo de responsabilidades penales, hablo de responsabilidades éticas: las que tiene quien calla, oculta o desfigura un hecho político de carácter grave. El autoengaño y el engaño sistemático lo han practicado en diverso grado todos los partidos políticos de nuestro país. En ese sentido quien exija justicia en la calle, debe comenzar haciéndola dentro de su propia casa. Un debate público serio sobre lo que pasó durante el conflicto sólo puede entenderse como un proceso simultáneo de crítica y autocrítica. No conviene transformar el combate por el reconocimiento de la verdad en una vulgar lucha partidista.

El FMLN, por ejemplo, si es coherente, debería admitir con mayor profundidad todas las implicaciones que aún subyacen en el caso de Mayo Sibrián. Reconocer culpas como forma de eludir el castigo simbólico y las responsabilidades políticas no es más que otra forma de agraviar a las víctimas.

La verdad puede resultar mortificante y lesiva para quienes han logrado hacer sus vidas a salvo de la ley y de la condena de la opinión pública. Sería un logro conseguir que sus viejas y graves acciones sean conocidas por toda la sociedad, pero poco se obtendría con la quema simbólica de un personaje político, si la reprobación de sus actos no va acompañada por un profundo sondeo de las razones de fondo que hubo detrás de los hechos. Para condenarlos y para luchar por erradicarlos completamente de nuestra cultura también necesitamos conocer, por ejemplo,  los factores ideológicos, sociológicos e institucionales que hicieron posibles los asesinatos de Mayo Sibrián. El hondo conocimiento de lo que pasó en los  hechos más graves de la guerra debería de formar parte de nuestro equipamiento ético como ciudadanos de una democracia. Una izquierda y una derecha democráticas tienen que enfrentarse de forma radical y honesta a los capítulos más turbios de sus historias.   

Las víctimas de los sucesos más graves del pasado conflicto no son categorías abstractas, son personas de carne y hueso. Si les pedimos sacrificios, tenemos que hacerles concesiones concretas, puntuales. Hay que buscar ya a los desaparecidos, sin ánimo de promover una vendetta.  Una regla de oro, en el plano ético, es la de que no deberíamos utilizar la verdad y la bandera de los derechos humanos como un medio para alcanzar otros fines.

El gran error que cometen quienes respaldan la amnistía es que acaban convirtiéndose en defensores de la inmovilidad y lo cierto es que ésta ley hay que reforzarla y reformarla para impedir que se sigan reproduciendo los actuales desequilibrios en su aplicación. Lo que no es justo es que todo el peso de la renuncia recaiga en las víctimas. Algo tienen que pagar simbólicamente aquellas personas que planearon y ejecutaron crímenes que no tenían justificación ni siquiera dentro de las reglas de la guerra y deben pagar ese precio menor, sin tener en cuenta la clase social, la influencia política y la afiliación ideológica. Una ley es ley para todos, no sólo para los más débiles. 

El sacrificio por la concordia debe repartirse equitativamente entre todos los hombros, no en unos más que en otros.

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