Opinión /

Literatura y experiencia


Lunes, 31 de mayo de 2010
Álvaro Rivera Larios

Se dicen muchas cosas a partir a la experiencia, pero gran parte de ellas, cuando llegan, lo hacen demasiado tarde.

Un conocido escritor quiso fundamentar una opinión suya en el crédito que  le brindan sus ocho años de experiencia al frente de un taller literario. Eso tan sólo demuestra que ocho años de experiencia pueden servir para todo, incluso para justificar un juicio erróneo y la más vulgar pobreza teórica.

La experiencia, según algunos, es la presunta madre de su ciencia. Yo, en lo personal, creo que la experiencia  tiene menos hijos de los que se le atribuyen.

Un término como el de “Mimesis”, tan estratégico para quienes establecen una relación entre literatura y realidad, es menos evidente de lo que parece. Platón, por ejemplo, tenía su particular idea de la realidad y de lo que debía “mimetizar” el poeta. Sus conceptos de lo real eran prisioneros de la geometría y la coherencia ética. Según el filósofo,  las representaciones literarias tenían que ser ejemplares: por lógica, en el retrato épico de un héroe debía excluirse su llanto descontrolado ante el cadáver de un compañero muerto en el campo de batalla. Era aconsejable, por lo tanto, censurar los versos de la Iliada donde Homero “pinta” las lagrimas de Aquiles. Un poeta no debía fiarse de los sentidos ni trabajar para las emociones primitivas del público,  en las imágenes literarias tenía que limpiarse todo lo que fuera “accidental” y no estuviera en armonía con la “esencia” del mundo. Platón habría rechazado el sentido que el naturalismo francés le dio a la mimesis. Entre la palabra poética y la realidad (con independencia de cuál sea nuestra idea de lo real) no existe una relación de inmediatez espontánea e ingenua y por lo mismo resulta engañosa la teoría que reduce lo literario a la condición de  simple reflejo, de simple “copia” fidedigna del mundo objetivo.

Lo que vemos a veces lo vemos inmediatamente, pero la imagen honda de lo visto es el producto de un largo y esforzado viaje.

Ver y comprender en algún punto se asocian. Mientras menos se comprende, menos se ve. Mientras más se tarda en comprender, más se tarda en mirar. La “verdadera” imagen de ciertos rostros sólo se nos entrega al cabo de muchos años.

Algunas miradas se extravían en las aguas turbias del prejuicio. A partir de los tópicos nacen las miradas tópicas. El gran artista nos demuestra que es necesario romper con las visiones prefabricadas.

Para ver, Goya entrenó sus ojos. El buen pintor disimula el gran esfuerzo que hay detrás de su visión.

El realismo tosco en literatura nos dice que los hechos pueden mimetizarse. Lo que no dice es cuánto cuesta mimetizarlos.

Entre la experiencia y el poema, es un error creer que la imaginación es una simple invitada de piedra.

La imaginación es fundamental para la poesía moderna, sus libres labores la alejan de lo evidente. No resulta fácil explicar la historia de cómo la imaginación se independizó del peso oprobioso del sentido común para crear un reino aparte y alzado en armas en contra de la razón. Ahora ya es un tópico el repudio del sentido claro, limitado y explícito.  Se aprecian, por encima de todo, las alusiones libres, aéreas y ocultas. El poema trata de darle curso a “la otra voz” y trata de decir lo indecible. Le conferimos prestigio a lo cerrado y exigimos a todo lector que sea un hábil descifrador de enigmas. Suponemos que sólo en lo oculto está la verdad y, dóciles seguidores de dicha creencia, nos hemos convertido en fabricantes y consumidores industriales de enigmas. Pero si no tenemos nada profundo que comunicar o descifrar, imitamos la apariencia de lo profundo. De ahí nace la paradoja de que mucha poesía superficial se disfrace actualmente con los oscuros atuendos del hermetismo. Todo puede imitarse y devaluarse. Ahora circulan imitaciones baratas de la imaginación y la visión. Las temporadas en el infierno ya no son lo que eran, se ha vuelto una aburrida costumbre sentar a la belleza en nuestras piernas para lanzarle una escupida retórica.

Esa poesía hermética y trascendente es una nieta secularizada de la experiencia mística. No es de extrañar que haya convertido la creación y el disfrute del poema en una especie de vivencia religiosa y mistérica. Algo de auténtica verdad hay en esta forma de ver la poesía, pero también es cierto que ha dado pié a una especie de fetichismo literario superficial. La ironía salvó a Roque Dalton de caer en estas posiciones.

Aunque a veces suceda, las palabras no suelen saltar de la vida al poema de forma inmediata. Ciertas experiencias necesitan una lengua madura y distante, y solo cuando esa condición se cumple logran convertirse en música y revelación. A veces se da una distancia de años entre la experiencia y el poema que la expresa.

La poesía comprometida no es una norma obligatoria, es una más entre otras maneras de establecer un pacto con la palabra poética y sus complejas ramificaciones por el mundo. Ese pacto, si acaso se da, ha de ser el producto de una libre elección y no un criterio de valor impuesto a los escritores. Las políticas poéticas de corte estalinista se acaban convirtiendo en enemigas del poema y terminan sacrificando la cabeza de los creadores en el altar de la ética estatalizada. Aunque pueda pasar por un mal momento, la relación entre la moral y la belleza artística tiene una historia de siglos y si pervive no es sólo por la voluntad de sus defensores: las mismas tramas en que el hombre se involucra lo conducen a preguntarse por el sentido ético de la belleza. Ante el humo de los hornos crematorios de Auschwitz cabe interrogarse por el sentido que tiene la poesía. Cada poeta y cada lector deberán buscar su propia respuesta, pero el interrogante recorre el mundo y llega a los cuartos solitarios y a las tranquilas bibliotecas.

En nuestro país, muchas de las personas que abogan por el arte comprometido defienden el papel social de los artistas, pero el arte les preocupa menos. Son utilitaristas, miden el valor del arte sólo por sus efectos ideológicos. Pero como utilitaristas no son demasiado brillantes, no comprenden que un arte bien hecho posee una eficacia más honda y duradera que la de un panfleto. 

Los antiguos griegos, los primeros grandes estrategas de la comunicación, comprendieron lo importante que era “la forma” para garantizar el éxito de un mensaje.

Algunos provincianos, deseosos de ser cosmopolitas, huyen de los tópicos locales para entregarse felices y con los ojos cerrados a cualquier tópico que venga de afuera.

Del mismo árbol nacen el nativismo cegato y el cosmopolitismo sin criterio.

 

 

 

 

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