Opinión /

Dalton para poetas jóvenes II


Domingo, 20 de junio de 2010
Álvaro Rivera Larios

Como buen mito que ahora es, Roque Dalton tiene varios rostros y cumple diversas funciones. Lo invocamos o negamos para justificar esto o aquello. Quienes nada saben de poesía, lo utilizan para mantener viva una concepción mecanicista e instrumental del compromiso del escritor. Quienes saben de poesía, pero ya miran a Dalton por encima del hombro, subestiman la complejidad de su legado para abrirle paso a una visión alienada, religiosa, del lenguaje literario. Por todo esto, siempre será un problema discernir quién fue Dalton o precisar hasta dónde llega su sombra.

El mito tiene la plasticidad de un espejo: refleja los intereses, la situación y el alcance de la mirada de quien lo interpreta. De forma implícita, quien trata de definirlo lo que intenta es definirse. Todo presente afirma su singularidad con una nueva forma de contemplar las figuras emblemáticas de su pasado. En ese sentido, la historia del mito es inseparable de nuestro propio viaje. No resulta fácil aislar los rasgos del poeta de la forma en que a lo largo de estos últimos treinta años lo hemos interpretado. 

Dalton se nos escapa entre los usos y las interpretaciones que le damos. Priorizamos unos rasgos del poeta y soslayamos otros y este balanceo constante podemos atribuírselo al hecho de que ahora tenemos más información sobre el poeta y mejores perspectivas para interpretarla. Nuestra visión actual, sin embargo, no refleja únicamente lo acaecido en el campo de la investigación académica, también refleja los dilemas que van apareciendo a medida que se transforman nuestras circunstancias políticas y culturales. Una nueva situación a menudo exige una nueva perspectiva y es por eso que las redefiniciones del pasado son al mismo delimitaciones del presente.

La respuesta que demos a la pregunta de quién fue Roque Dalton podemos entenderla como una respuesta indirecta a otra pregunta: la de quienes somos nosotros ahora y cómo interpretamos, en este presente y sus dilemas, las complejas relaciones entre literatura e ideología, entre cultura y política.

Las ideas de Dalton  respecto al papel de la cultura en un proceso de cambio social quedaron plasmadas en sus artículos e intervenciones y, dado su carácter polémico, pertenecen a unas determinadas circunstancias y a las urgencias de una época. Si queremos entablar un diálogo fructífero con ellas, no basta solo con exponerlas, hay que pensarlas en función de los problemas actuales y de nuestra perspectiva temporal. Es lo que Roque haría, si estuviese vivo: ubicar sus ideas en una situación concreta y no enunciarlas como si fuesen principios abstractos y ahistóricos. Así como importa fijar la complejidad de sus rostro, así también importa nuestra manera, superficial o profunda, de interpretarlo. La repetición mecánica y ciega de todo lo que Dalton hizo, creó y pensó no es la mejor manera de dialogar con él.

Se pueden abordar los rasgos del hombre (como teórico de la revolución y analista cultural, como militante político, como simple escritor) de diversas maneras; ninguna llegará lejos, si aísla un perfil sin tomar en cuenta el conjunto de la cara. Los problemas estéticos que obsesionaron a Dalton toda su vida se comprenden mejor si uno los ve como una lucha interna entre las posibilidades de la palabra y la militancia partidista del escritor.  

Para escapar de las visiones simples sobre el poeta, muchos rescatan su complejidad literaria, pero a costa de escindirla de su rostro político, como si fuese posible separar al escritor del militante comunista. Las ideas y valores de Roque no sólo influyeron en el contenido y orientación de sus textos, también se convirtieron en otra dificultad más en el seno de sus búsquedas formales. El corte categorial que separa la estética de la política nos impide ver cómo la orientación ideológica se convirtió para Dalton en un problema de su lenguaje. Como bien dicen Juan Malpartida y Jordi Doce: “... en toda gran poesía, los problemas estéticos son problemas ideológicos”.   

A Dalton le preocupaba el lenguaje (léase “Con palabras”, poema en prosa de Taberna y otros lugares). A Dalton le preocupaba el arte moderno y su diálogo con nuestra realidad (léase “Con el 60 por ciento de los salvadoreños”, otro lúcido poema de “Taberna”). Roque tenía una visión compleja y contradictoria de los vínculos entre la ética y la literatura.

Ahora bien, el tema de la relación conciente entre la política y “el arte” no se lo han inventado Roque ni el marxismo, es un problema tan antiguo como la filosofía de Platón. El filósofo griego, con un gran sentido de la ingeniería cultural, propuso  utilizar el poder de las artes como una herramienta básica para la educación a los ciudadanos. Un arte al servicio de la ciudad introducía en su poética el imperativo de la comunicación (de ahí que una de las virtudes “literarias” que más enfatizó la retórica clásica fuese “la claridad” de los textos).

Una corriente de la lírica moderna busca el hermetismo y desprecia la comunicación y de esa forma ha cuestionado “la claridad” como virtud retórica de los textos. Un poeta antiguo, por lo general, no escribía de espaldas al público. Al seleccionar las palabras, evitaba poner obstáculos para la comprensión de sus poemas y así establecía un pacto de cordialidad comunicativa con sus posibles lectores. La relación del literato con el público es diferente en nuestra época. Como diría el gran poeta Eugenio Montale: “Si el problema de la poesía moderna consistiese en hacerse comprender, nadie escribiría versos”. Es aquí donde surge el problema para un escritor como Roque Dalton ¿Cómo asume el hermetismo aristocrático de la lírica moderna un poeta que se ve a sí mismo como introductor de la conciencia revolucionaria en el seno de las clases explotadas? Dalton se hizo cargo de esta pregunta (de este problema que para Eugenio Montale no existía) y a lo largo de su vida intentó matar dos pájaros de un tiro: quiso ser moderno, sin renunciar a ser comprendido. Esa pugna interna, trágica, marcó el viaje y las posibilidades de su obra. A veces logró un equilibrio y otras veces no le importó perderlo.

En el plano meramente formal, la necesidad de vincular ética y estética, se mostró como una tensión entre su moderna idea de la poesía y la orientación comunicativa que Dalton quería imprimirle a su palabra. Para comprender mejor el vínculo establecido entre política y literatura, deberíamos tomar en cuenta la retórica. La retórica, tal como fue entendida y practicada en la Grecia antigua, asociaba comunicación y estilo de una forma muy específica. Cada autor elegía un estilo (bajo, medio, alto) de acuerdo con el tema que iba a tratar y tomando en cuenta  la naturaleza particular de los destinatarios de su mensaje. No se veía el estilo como una dimensión formal aislada e independiente del tema, el género del discurso y la circunstancia comunicativa.

Y no sólo eso, se concedía a las estrategias del lenguaje una gran importancia en el plano de la comunicación y persuasión políticas (La lingüística moderna, a la que no le preocupa normar los hechos sino que constatarlos, admite que el lenguaje no sólo nos sirve para describir el mundo o expresar emociones e ideas, también lo utilizamos para incidir en la conducta de las demás personas: las palabras hacen cosas, como diría el filosofo J. L. Austin), elegir “un estilo” era parte de la estrategia persuasiva.

Todo el lujo imaginativo de la poesía moderna se rebeló contra el gusto realista, moralista y previsible del gran público. La poesía se convirtió en un lenguaje cerrado y selecto, escrito por iniciados para lectores iniciados. Ese gesto aristocrático del poeta solitario deliberadamente lo alejó del aprecio de las masas. Roque Dalton fue conciente de las posibilidades formales que abría la nueva forma de concebir el lenguaje literario, pero su condición de militante político marxista lo llevó a vislumbrar ciertas limitaciones en la poética moderna y eso lo condujo a otro desafío (que para Montale no existió): ¿Cómo establecer un puente con el público, y un público con un perfil sociológico muy claro, desde las posiciones de la vanguardia literaria? Dentro de su agenda política-poética, se volvió prioritario sacar a la lírica de su libertad imaginativa abstracta, individualista, para convertirla en una imaginación politizada que trascendiese la alienación.

Quienes para resaltar la complejidad literaria de Dalton lo escinden (aquí está el poeta y allá el militante político) corren el peligro de no comprender la forma en que la política se convirtió en un problema textual para el poeta. Su problema, como escritor, fue el de cómo preservar lo mejor de la tradición literaria moderna sin perder eficacia comunicativa. Dalton quiso pertenecer a la vanguardia literaria sin renunciar a la escritura de textos comprensibles e ideológicamente eficaces y por esa vía lo ideológico y lo político se convirtieron también en un problema de estilo para el creador literario.

El marco doctrinal del formalismo en que nos hemos educado nos hace ver todas estas disquisiciones como una profanación del ámbito sagrado y cerrado de lo literario.  Según el formalismo, el estilo no debe supeditarse a orientaciones externas. De acuerdo con ello, ningún poeta debe negociar la libre elección de sus palabras con instancias ajenas al ámbito creativo. Yo comparto esta idea, creo que el estilo no debe venir impuesto desde fuera, pero si es el poeta quien introduce de forma libre, como problema estilístico, su necesidad puntual de comunicarse con un público determinado no veo por qué deberíamos censurarlo. Un enfoque cerrado de la lírica moderna le prohíbe al escritor que aborde su lenguaje desde la perspectiva de la comunicación con el público.

El repudio de la claridad estilística y de la ausencia de ambigüedad semántica se ha vuelto una norma sacralizada que se aplica mecánicamente a todos los textos en el campo de la lírica.  El único lector al que “debe” aspirar un poema pertenece a ese  público selecto capaz de enfrentarse al lenguaje enigmático de la poesía moderna.  Se da por descontado que toda voluntad abierta y explícita de comunicación ideológica atenta por principio, sin la más mínima excepción, contra la naturaleza y la dignidad de la obra literaria (tal como ésta es comprendida por el formalismo dogmático). Existe, sin embargo, un formalismo lúcido, capaz de ver con ironía  sus propias recetas creativas y su forma de concebir la literatura. A este tipo de formalismo se acercó Roque Dalton en un libro como “Taberna y otros lugares”.

Nos gustan mucho las fotos fijas (A es A y lo es desde el comienzo hasta el final) y por eso nos cuesta percibir y valorar esa dialéctica interior entre el hermetismo, la libertad formal y la urgencia de comunicación que atraviesa la obra de Dalton. El suyo era un hermetismo incomodo, la suya era una comunicación literaria problemática (“Las historias prohibidas del Pulgarcito”).

Nuestro problema es que para definir algo necesitamos situarlo en una casilla dentro de un orden clasificatorio que establece separaciones nítidas entre las distintas dimensiones de la realidad. Es necesario distinguir, separar analíticamente, qué es lo ético, lo político, lo literario, para no confundirlos. Pero las distinciones analíticas necesarias no funcionan en la realidad solo como cortes prescriptivos y administrativos, también aluden a planos que interactúan y se condicionan de forma compleja en los procesos sociales y simbólicos de una comunidad concreta.   

Si queremos comprender a Dalton debemos situarlo en el punto vital donde se cruzan, como urgencia y problema, lo ético, lo político y lo literario. El poeta, marxista que era, recupera la relación dialéctica que se establece entre dichos “niveles” y la vida material de una sociedad tan particular como la nuestra. Dalton conoce el carácter específico del lenguaje literario pero no lo aísla de otros planos de la realidad social. El poeta vive y crea en ese punto donde ética y estética se reúnen de forma conflictiva y se transforman en un problema estilístico e ideológico. A Dalton le preocupaba el lenguaje, pero tenía una concepción de la forma literaria mucho más compleja, irónica y problemática que la de algunos poetas actuales que hacen del cultivo de la forma una especie de religión alienada y filosóficamente ingenua.

En un determinado momento, a finales de los años 60 del siglo pasado, las preocupaciones estrictamente literarias cedieron el lugar a otras prioridades dentro de la jerarquía de tareas que Dalton se impuso: “No estamos aquí en un seminario sobre problemas estéticos sino en una discusión sobre responsabilidades revolucionarias, sobre las responsabilidades revolucionarias del escritor” (R. Dalton y otros, “El intelectual y la sociedad”, 5º ed., México, Siglo XXI, 1988, pág. 68). Esta frase de Roque puede ser mal interpretada, si se presupone que entre estética y política hay una división irreconciliable (las responsabilidades revolucionarias estarían por un lado y las preocupaciones estéticas por otro). La frase del poeta solo indica la importancia que en aquel momento concedía a una visión determinada del papel político del intelectual. Este papel, más allá de cómo se defina en una coyuntura específica, no diluye los problemas estéticos que ha de afrontar un escritor comprometido. Dalton es un ejemplo de cómo las preocupaciones ideológicas se transforman en problemas formales, su orientación política influyó en su trato con las palabras y en los distintos pactos que estableció con la poesía.

Quiero dejar muy claras, con independencia de cómo se valoren puntualmente los textos del poeta, las dificultades formales en que éste se metió al vincular la política con el lenguaje. La relación con “el público” (incorporada al contenido y al estilo de la obra literaria) y la voluntad de incidir ideológicamente en su conducta  (dos presupuestos de la antigua retórica), se hicieron visibles en un creador que valoraba de forma positiva las posibilidades de un lenguaje literario nacido en la soledad y el hermetismo. Dalton trató de conciliar esas orientaciones contradictorias (no resultaba fácil que un lenguaje ensimismado, nacido de la libertad interior, se adaptase a las reglas de juego impuestas por una palabra orientada hacia la crítica y en busca de la acción). Por eso hablo de su hermetismo incomodo y de su comunicación problemática.

En este sentido, tanto el realismo socialista como el formalismo dogmático fueron más cómodos: el realismo socialista negó la zona imaginativa más radical de la vanguardia literaria y el formalismo dogmático expulsó la visión retórica de la palabra del reino sagrado y cerrado de la literatura.

El reflujo político que vive ahora el mundo literario salvadoreño permite que las bellas letras se nos muestren sin urgencias ni condicionamientos externos, tal como quiere e imagina la literatura, en su propia isla, el formalismo cerrado. Dicha imagen tiene sus ventajas claras frente a una visión instrumental y descuidada de la obra de arte verbal. El cuidado del lenguaje que propone el formalismo es positivo y abre el campo a una recepción más amplia y profunda de la vanguardia. Pero Dalton demostró, en sus mejores textos, que puede cuidarse el lenguaje y establecerse un lúcido trato con las posibilidades formales que ofrece la poesía moderna sin despreciar la dimensión retórica de la palabra y sus complejos lazos con el mundo.

Que nos gusten las fotos fijas y las imágenes planas no es un problema de Roque Dalton. Que confundamos el pensamiento con la reiteración de tópicos tampoco es problema de Roque Dalton. Si queremos liberar al poeta de sus interpretes e interpretaciones simplistas, tendremos que boicotear nuestra propia industria nacional de las simplificaciones.

Ahora me pregunto ¿No es osado decir que ya superamos a un poeta que nunca hemos conocido bien? ¿Se ha quedado atrás su lúcida crítica del fetichismo literario? ¿Se ha quedado atrás la posibilidad de establecer una relación compleja entre ética y literatura? Las respuestas que podamos dar a estas preguntas no deberían tener el objetivo de rescatar al Dalton complejo para elevarlo a la condición de modelo ejemplar y obligatorio.

No es obligatorio seguir o imitar a Roque, pero sería torpe despreciar un diálogo inteligente con él. Y ese es el problema: lo que Dalton pueda decir, o no decir, ahora dependerá de la inteligencia de las preguntas que le hagamos y de las respuestas que encontremos. La profundidad del mito también depende de la profundidad de nuestra mirada. Y en un diálogo inteligente, la hondura del mito no tiene por qué robarnos el rostro ni nuestras propias búsquedas.

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