Opinión /

Lecturas para diputados atrevidos


Miércoles, 7 de julio de 2010
Élmer L. Menjívar

Lo más probable es que la Biblia sea el libro más leído por los diputados de derecha de nuestra Asamblea Legislativa, probablemente sea al único libro que varios se atrevan a afirmar haber leído, quizá lo cuenten como su lectura de consulta cuando preparan sus discursos. La Biblia, sin duda, es el libro de cabecera de estos 45 diputados, porque quizá la Constitución de la República de El Salvador les parezca un libro demasiado mundano, tanto que se vale creer que apenas lo habrán ojeado en alguna ocasión.

Al parecer, la Biblia también ha sido su libro de auxilio. Luego del éxodo sufrido por la bancada verde de la Democracia Cristiana, la tricolor de Arena, el consecuente debilitamiento de la influencia del PCN y la necesidad de Gana de parecer propositiva, lo primero que se les ocurrió fue recordarle a la población de aquel milagro de la multiplicación de los peces, es decir, que es palabra divina eso de que los peces no deben faltar y que son sujetos a milagritos multiplicadores o a resurrecciones improvisadas. Fue un momento atinado para partidos en fuga y de fugados ponerse en los titulares de los medios y en el centro de un debate moral, esos debates donde suele perder el que tiene la razón, porque la razón, comunicativa y políticamente hablando, no cala tanto como la pasión, y pocas cosas apasionan tanto a los salvadoreños como la religión. Después del fútbol mundialista, por supuesto.

Pido perdón si el tono sátiro incomoda a alguno o alguna, pero cada vez me convenzo más de que es la manera más seria y más sana para hablar de nuestros políticos y de propuestas como esta. Y en concreto, de una de la más recientes: hacer obligatoria la lectura de la Biblia en las escuelas y colegios, tanto del ámbito público como del privado, por un máximo de 7 minutos (porque 7, dijo Rodolfo Párker, es un número bíblico). El argumento de fondo son los “valores”, darle valores a la juventud para prevenir y erradicar la violencia.

No deja de ser sorprendente y encomiable que las iglesias dieran públicamente la primera posición firme y en contra de la medida desde la sociedad civil. La excepción ha sido el Tabernáculo Bíblico Bautista, el bastión del Hermano Tobi y su hijo, quienes se han manifestado a favor de la medida. Lo sorprendente se da porque cualquiera diría que las iglesias son las beneficiadas directas, sin embargo, mejor que nadie, ellas saben bien que la Biblia en sí misma solo es un instrumento, y que su poder de influencia radica en quien la usa, sus intenciones y sus posibilidades. Además, en el marketing religioso, el uso a conveniencia de la Biblia resulta una amenaza de competencia para ganar y mantener feligreses.

La Biblia, al margen del dogma que dice que es palabra divina, es un texto que literariamente tiene su valor específico, incluso un valor histórico relevante. No es el texto en sí el problema, es lo que significa y lo que implica tanto cultural como legal y moralmente: la Biblia es un texto fundamentalmente religioso. Y a eso le sumamos que no es un libro de fácil interpretación y contenedor de contenido que puede originar (y ha originado) conflictos sociales, guerras “santas”, inquisiciones y segregación. Hay constancias de un significativo número de interpretaciones interesadas y hasta maliciosas, basta recordar las ediciones echas a la medida del apartheid y el nazismo, las anticomunistas y las comunistas; también hay versiones ajustadas a un sistema teológico: luterana, calvinista, teología de la liberación, diocesana y otras más que responden a sistemas de instituciones religiosas diversas.

Y esto no se resuelve escogiendo una versión ecuménica o contratando a un especialista, al final se estaría adoctrinando con material religioso exclusivamente cristiano a jóvenes que participan de un sistema educativo que debería estar orientado a fundamentar los criterios éticos para poder elegir libremente lo que cada uno concluya qué es lo éticamente correcto, independientemente de si los referentes religiosos provienen del cristianismo, el Islam, el budismo, de religiones prehispánicas o cualquier otra.

Los diputados hablan de valores. Y lo primero quizá debería ser asomarse al concepto de “valores”, porque perspectivas hay muchas, y dependen del enfoque, la intención y la militancia. La discusión podría irse por el lado de cuestionarse si los valores deben ser morales o éticos. Es de rigor estudiar la diferencia fundamental entre moral y ética, los aportes de la filosofía, de la ciencia y el arte. También debería debatirse si la religión es la única fuente de valores y si es la más legítima. Evaluemos si a los valores se les aplica la democracia cuantitativa, es decir, si los mejores valores son los que la mayoría asume que lo son. ¿No se equivocan las mayorías? ¿No tienen valores respetables las minorías?

Para estas consideraciones hay en la actualidad muchísima información en libros, en revistas, en la web, en las universidades. Y todo eso debería ser lectura curricular en la educación formal, y debería ser lectura obligatoria diaria para los diputados sin máximo de tiempo. Si así fuera, seguramente encontrarían una variedad de textos que podrían proponerse como lectura obligatoria diaria en los planes de educación, sin que esto implicara una imposición legal de corte religioso en un Estado constitucionalmente laico y con libertad de culto.

Dicen que Ignacio Ellacuría solía repetir que “la ignorancia es atrevida”, y cuánta razón acumula en la escena política nacional. Para muestra, un botón: en la entrevista de Ernesto López, del Canal 21, el martes 6 de julio, el diputado Mario Valiente tuvo el atrevimiento de protestar diciendo que no entendía “por qué la gente no se queja de que sea obligación leer libros de Marx, Maquiavelo o de Edgar Allan Poe, que cuenta crímenes horribles”. Ante atrevidos como el diputado Valiente, poca esperanza queda de un debate de altura, pero su atrevimiento ayuda a dar un argumento más en contra de la medida que él tan vehementemente defiende: cuando se lee a Marx, a Maquiavelo o a Poe los estudiantes tienen ya al menos 17 años, y la lectura es parte de un programa sistemático precedido de muchos otros conocimientos y guiado por docentes especializados en economía, sociología, filosofía o literatura, que siguen objetivos académicos claros y detallados.

Muy ilustrativo se muestra el padre José María Tojeira en un editorial publicado en la página web de la UCA, en el que razona varios de los problemas que vendrían inherentes a la lectura obligatoria de la Biblia, las consecuencias: “El contexto nacional, con tanta diversidad de opiniones entre las iglesias, con la presencia de grupos fundamentalistas que no dudan en afirmar que quienes no interpretan la Biblia como ellos van automáticamente al infierno aunque sean buenos ciudadanos, no parece dificultar la medida ni preocupar a los diputados”, y sigue con una atinada serie de ejemplos de pasajes bíblicos que podrían fomentar muchas formas de violencia si simplemente se leen y se repiten sin más contexto que el de la obligación.

También ha sido sensato el pastor Mario Vega, de la iglesia Elim, confirmando la vocación laica del Estado, y viendo en el proceder de los diputados una usurpación de funciones: “A los diputados no les corresponde legislar en materia de fe”, y sostiene que esa es labor de cada iglesia y en función de su feligresía.

La corrección a este desmán legislativo la tiene el presidente Funes, y a él se han dirigido las voces que piden un veto pertinente. Él ya se ha manifestado que consultará con las iglesias, pero también debería hacerlo con constitucionalistas y pedagogos. También debería aprovechar el interés repentino de los diputados por usar el sistema educativo para prevenir la violencia para impulsar la reforma educativa prometida, y por su parte fortalecer a su Secretaría de Cultura y reorientar su inversión en publicidad hacia campañas masivas de educación social.

Los ciudadanos podríamos hacer una buena selección de lecturas para los diputados: incluirles pasajes del Quijote de Mancha, de Madame Bobary, de Señor Presidente, cuentos de nuestro Salarrué, poemas de Walt Whitman, teatro de Óscar Wilde, selecciones de Honoré de Balzac, Máximo Gorki, Otavio Paz, Lezama Lima, James Joyce, Doris Lessing y hasta un poco de la academia de Ortega y Gasset, Fernando Savater, Michele Foucault, Sartre, Ellacuría y Alberto Masferrer. Es mucho lo que necesitan leer nuestros diputados, y quizá por obligación, para poder cumplir el mandato que el cargo les impone.

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