Opinión /

Maldita pobreza


Lunes, 26 de julio de 2010
Carlos Dada

 

Así se van muriendo. De hambre, de diarrea, de una inundación. De la maldita pobreza. Por eso hay que tener muchos hijos, para que alguno sobreviva. Porque muchos van a morir. Es lo normal. “Quizá ya les tocaba”, dice, apenas dos semanas después de la muerte de dos de sus hijos, el pobre Segundo Siliézar. Pobre. Ese es su título. Como el de otros es licenciado, doctor, ingeniero. Solo que al pobre Segundo Siliézar se le murieron dos hijos, por no tener comida. Les dio unas semillas para sembrar, que tenían insecticida, porque ya no aguantó verlos llorar del hambre. Porque un niño no debe llorar del hambre. Porque el hambre es una mierda, hasta en los pobres, que ya deberían estar acostumbrados. Hasta en los países surrealistas y absurdos como este nuestro, que es, dicen los documentos oficiales, de renta media.

De renta media. Vayan y cuéntenle eso a todos los Segundos Siliézar. Que somos de renta media pero que a sus hijos ya les toca morirse de hambre. Y que vayan a la iglesia, como todos los hombres buenos, para evitar tener más malos pensamientos como robar para que no se les mueran de hambre sus hijos. Porque si se mueren es porque ya les tocaba.

Es la maldita pobreza. Mil veces maldita. Porque debe haber algo muy malo en esta tierra para que los niños se vayan muriendo de hambre, y de diarrea, y de inundaciones. Para que se llenen las quebradas de las lágrimas de esas criaturas que tienen hambre o que han perdido a sus hermanitos, a sus papás, en este país de renta media que no puede ayudarles porque no hay dinero. En esta tierra donde les tocó nacer. En la que el Estado destina más dinero en fomentos a la exportación de los grandes empresarios que en transferencias directas a los más pobres de los pobres. En el que los que más se quejan son los que más tienen, porque creen que a ellos nunca les debe tocar. Porque nunca han perdido el sueño pensando qué darle de comer a sus hijos al siguiente día. O cómo curarlos, cuando no hay dinero, ni casa, ni nada.

Todos los niños en este país deberían ser felices y sanos. Pero esta maldita pobreza, que provoca tanto y tanto dolor, no puede ser respondida con las lágrimas de quienes más tienen, alegando ataques a la productividad del país cada vez que se les recuerda que son los empresarios que menos pagan en América, y que el Estado necesita ingresos para redistribuirlos entre los Segundos Siliézar, para que sus niños no tengan que morir por no poder comer nada más que semillas envenenadas. O por no poder pagarse medicinas a los precios criminales de distribuidores avaros, chantajistas, nocivos.

Aquellos que tienen los medios económicos, políticos y sociales para que esto deje de suceder, están obligados a hacer algo.  O a perder sus derechos por no saber ponerlos en función de los más necesitados. No es aceptable que, en El Salvador, los más pobres reciban menos apoyo del Estado que los más ricos. No es aceptable la desigualdad salvadoreña. No es aceptable perpetuar un regimen de beneficios para los que menos los necesitan, mientras el Estado es incapaz de evitar que mueran los niños del pobre Segundo Siliézar. No es aceptable que nos sigamos llamando una sociedad si los más privilegiados no están dispuestos a ayudar a los más desprotegidos. Eso no es un país. Eso es una tierra en la que simplemente cohabitamos bajo la ley del más fuerte, y donde no todos tenemos los mismos derechos. Porque unos nunca han escuchado la palabra solidaridad mientras otros mueren de hambre, porque ya les tocaba.

La muerte de los niños Siliézar durará unos días más. Es un drama que conmueve. Y nada más. Después, cuando ya se nos haya olvidado, o cuando solo pasemos páginas hartos de ver todos los días los mismos niños con sus mismas muertes de hambre, de enfermedad, de inundaciones, encontraremos, como siempre, los espacios destinados a las quejas de los que se sienten agredidos porque pretenden cobrarles un poquito de impuestos o controlarles sus criminales precios de medicinas, porque eso atenta contra la libertad del mercado.  De un mercado de sordos, que no alcanzan a escuchar los llantos de unos niños que se están muriendo de hambre. Maldita pobreza. Mil veces maldita. 

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