El Ágora /

Los emos: más allá del juego de morir

Aunque lo más conocido sobre los emos es esa supuesta tendencia suicida, algunos de ellos aseguran que no hay ninguna exigencia ni siquiera de cortarse las muñecas para poder ingresar a un grupo emo. Y parece ser un mito su afición a la muerte.

Domingo, 15 de agosto de 2010
Lauri García Dueñas / Fotos: Fréderick Meza

 

El parque

Son las 3 de la tarde y 12 emos -cuatro chicos y ocho chicas- se reúnen frente a una tienda de ropa, en San Salvador. Ellas están tomando aparentemente gaseosa de naranja.

Aunque está claro que andan juntos, ellos permanecen separados de las chicas por unos tres metros de distancia, aunque también queda en evidencia el puente de coqueteo físico entre los unos y las otras. Hablan por sus celulares, ríen.

Todos visten de colores pastel y pantalones ajustados. Ellas usan el clásico delineador negro y un osito de felpa rosa fucsia pasa de mano en mano. Abundan los broches redondos, zapatos con brillantina, colorete en las mejillas y el típico ganchito sosteniendo el fleco que a menudo les cae sobre los ojos. Ellos calzan zapatos de puntas y pantalones entallados.

Entre ellos destaca uno: el Crazy Forever. Con su ropa floja, uñas largas y pelo rapado, oscila entre los pequeños grupos que se han formado, pidiendo una cora para la causa. Los muchachos se revisan los bolsillos. No asoma ningún billete. Unos dan monedas y otros ni eso. El Crazy es paciente y espera hasta llegar a la cantidad necesaria.

Termina la recaudación y cuando empiezan a moverse intercepto al grupo masculino. Después de una larga negociación en la que el resto del grupo se aleja de mí para evitarme, Toky acepta mi petición y me responde con sequedad que los alcance en el parque de una residencial cercana al centro comercial, a ver si se les da la gana hablar conmigo.

-¿Puedo ir con ustedes? -pido, y explico para qué, largamente. No les agrada mi presencia, evitan el contacto visual. En cambio, Toky me mira fijamente a los ojos y responde:

-Sí, pero a ver si los demás quieren hablar con usted.

Llego al parque y ahí aparece a la vista una “pata de elefante” de ron, que han estado mezclando con gaseosa de naranja y para la cual el Crazy estuvo haciendo la colecta.

Cuando los volví a ver, tres semanas después, era vodka con cola. Pero el ritual se respetaría intacto Antes de empezar, cada tarde de sábado, el Crazy pide coras para comprar el alcohol que beberán entre todos.

En el parque, a un lado de la escalera de cemento, a un costado del grupo, las emos esquivan la mirada intrusa y cuchichean. Entre gritos chillones, una de ellas explica su estado histérico con voz aguda:

-¡Son las pastillas!

-¿De cuáles han tomado? -pregunto.

Ella se tapa la boca como quien ha dicho algo que no debía, frente a alguien que tampoco debía de estar ahí. La chica no termina de explicar la naturaleza de las pastillas. Pero suelta otra carcajada.

Trato de permanecer entre ellas, pero me esquivan. Me siento en una banqueta, cerca. Hacen pacto visual de silencio, pero otra no se resiste y me dice:

-¡Me encanta tu bolso!

Volteo a ver y la entiendo. A la par he dejado descansando mi cartera negra llena de calaveritas y corazones. Una muy parecida a las que ellas usan. Corazones y huesitos. Sus amigas reprimen su comentario dedicándole una mirada que indica que no es bien visto que hable conmigo. Me escrutan de arriba abajo. No les gusto. Y nunca acabará de gustarles mi presencia. Fruncen el ceño, se apartan de los escalones y se van a platicar a los juegos infantiles. Días después me observarán con la misma hostilidad, al introducirme en su reino de diademas de princesas. Ese reino donde se reconocen bonitas y circulan entre los grupos de chicos que las miran babeantes.

El grupo masculino acepta hablar, debajo del aro de básquetbol. No son ni las 5 de la tarde y la mayoría ya están borrachos, unos más que otros. A unos cuantos metros, el Crazy Forever observa. No parece emo. Y es que no lo es. Más tarde explica que él es “otra onda” que no puede decir. Primo de un emo, es una especie de retaguardia para defenderlo de posibles ataques.

El gordo, de 18 años, quien es uno de los más borrachos, presume su cabellera, su orgullo.

-¡Verga de pelo! ¡Mi mamá por este pelo dice que soy culero! -se queja.

Me muestran orgullosos las señales de las cortaduras que se hicieron cerca de las venas, dibujando formas azarosas, caritas y letras. En frenesí, van destapándose las muñecas uno a uno, dejándose fotografiar en la medida en que han ido agarrando confianza.

El momento es propicio para que suelten sus inquietudes. Doggy, de 18 años, por ejemplo.

-Los skin heads dicen que nosotros nos queremos parecer a ellos. Jamás ni nunca, nosotros lo que tenemos es un estilo de vida suicida, un estilo propio, mirá, tengo rajada toda mi muñeca, todo emo tiene la (mano) izquierda rayada, tengo “emo” grabado -dice, mientras muestra sus extremedidades llenas de cicatrices-. Yo me he intentado quitar la vida dos veces. Pero mi misma novia me ha dicho “yo sé que vos sos emo, te respeto, pero no quiero que te cortés”.

Doggy asegura que no se mató, precisamente gracias a su novia.

Otro de los muchachos asegura que un amigo se cosió la boca y las venas hasta morir. ¿Leyenda urbana?

Lo primero que hacen esta tarde es hablar mal de los punks, quienes supuestamente siempre los atacan. Todo sería cuestión de envidia, porque a los emos, aseguran Doggy y Toky, “les salen más bichas”. Ese temor a la agresión quizás explique la presencia de Crazy Forever.

Pasan los minutos y las chicas empiezan a acercarse, aunque insisten en que no quieren fotos. A menos que... a menos que Frederick, el fotógrafo de El Faro, les dé cinco dólares. Insisten, pero no obtienen nada. Repiten que no tienen para el bus y una de ellas está vendiendo cigarrillos a cinco centavos cada uno. Más tarde y más tranquilas, en medio de carcajadas etílicas, se dejan tomar fotos.

Oscurece y los emos ya se tambalean. Mientras, a un par de cuadras de ahí, un grupo de unos 30 punks se dirigen en dirección del parque. Llegan de un “toque” (concierto) en un bar donde cada fin de semana varias bandas ejecutan ska y punk desde el mediodía, para favorecer a aquellos que se mueven en transporte público.

Cuando ven llegar a los punks, las primeras emos gritan atemorizadas. “¡Por favor, vámonos!”, y corren despavoridas. Los chicos se quedan. Ambos grupos empiezan a intercambiar insultos y señas soeces. Los emos, borrachos, piden a los punks que se vayan. Toky y el líder punk se colocan frente a frente, midiéndose con la mirada. Entonces, el Crazy Forever, de pelo rapado, uñas largas y ropa floja, aparta a Toky, se para frente al jefe punk y le dibuja con las manos una señal como las que hacen los pandilleros. Asustado, el jefe punk, de cresta fluorescente, le pide paz.

-Calmado, no me rifés eso.

-Nosotros somos algo más que ustedes -responde el Crazy, en referencia a la mara.

Los punks retroceden. Subsumidos al fondo del parque, rayado de grafito, se sientan y empiezan a tomar su alcohol. Explican enfáticos que no les simpatizan los emos por suponer que son una moda y no una forma de vida. Aseguran que no querían atacarlos y que solo andaban buscando un parque para beber tranquilamente.

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