El Ágora /

Hip hop: la cultura del barrio y del baile frenético

Disciplina y tenacidad. Pasos indispensables para escalar en este culto a la perfección. El break dance y el hip hop tienen aficionados hasta en pueblos tan pequeños del interior de El Salvador como Guaymango.


Viernes, 20 de agosto de 2010
Lauri García Dueñas

Richi era motorista. Hace algunas semanas, cuando su jefe le dijo que como empleado no tenía derecho a opinar y que si quería ahí estaba la puerta, el joven renunció sin trastabillar. Durante 10 años, Richie ha escogido y abandonado sus trabajos dependiendo del tiempo que le dejan libre para bailar break. Esta vez, su baja laboral ocasionó que dejara de vivir con su chica, porque ya no tiene dinero para cubrir su parte de los gastos de la casa.

Un poco pasado de peso, ha regresado al gimnasio de la Zacamil, donde en un pequeño salón acalorado, junto con una decena de chicos, se reúne cada tarde para retorcerse en piruetas, en un lenguaje mudo de esfuerzo físico que marca los músculos y hace caer las gotas de sudor sobre el suelo. Todos visten con ropa floja, y algunos, a pesar del calor, tienen puestos gorros de invierno.

Richi tiene 30 años y la última década de su vida la ha dedicado a bailar break dance. Todo empezó por una novia estadounidense, cuyos hermanos le enseñaron los principios básicos del movimiento. No parece muy preocupado cuando le pregunto los detalles de su despido, aunque acepta que anda sobreviviendo de puro milagro, viviendo el día. Sin embargo, asegura que “en estos años, he tenido buen provecho del baile, le he sacado sus buenas partes”. Pero no dice cuáles.

Hasta antes de su renuncia, vivía con su novia, quien es secretaria y también está desempleada. Dado su nuevo estado laboral, ha vuelto a la casa de su abuela, donde comida no le falta. Pero lo demás, sí: independencia y dinero.
Espera que el desempleo sea temporal, dice, aunque aprovecha todas sus ahora horas libres para bailar. Asegura que tampoco quiere ser una carga para su familia, pero al mismo tiempo sostiene que “nunca me ha importado no tener trabajo, el break me mantiene vivo y no me deja caer en depresión”.

Richi es uno de los mejores amigos del Gufi, de 31. Ambos son iconos del break dance salvadoreño. Inseparables, hay solo una cosa que los une: el baile. Todo y nada. No tienen otra cosa en común.

Richi cursó hasta bachillerato y se enorgullece de en alguna ocasión haber bailado hasta nueve horas seguidas. Solamente tomando recesos para comer e ir al baño.

“Busco la perfección en los movimientos”, afirma. Luego de 10 años de bailar y haber perfeccionado su técnica, el reto que le queda es arrasar en las competencias y ser un experto conocedor de la música rap.

Gufi estudió durante siete años una licenciatura en idioma inglés. “He llevado las dos carreras a la par”, dice, en referencia a los idiomas y al break. Parte de su familia vive en Estados Unidos y recibe el apoyo de las remesas, al contrario de Richi, quien tiene que rebuscarse solo.

La novia del Gufi todavía le reclama que el break dance sea más importante que ella. “Pero así me conoció, cuando el baile ya era todo para mí”, justifica.

El maestro de break explica los orígenes de esta cultura. El hip hop es un movimiento artístico que surgió en Estados Unidos a finales de los años 70s, cuando jóvenes del Bronx intentaban divertirse, optimizando el espacio público, la calle, porque no tenían para pagar la entrada a las discotecas.

Este movimiento creció a lo largo de cuatro aristas: el break dance, los disc jockey (DJ), el rap y el grafito.

Desde los años 80s, en El Salvador, en los barrios periféricos y en departamentos como Chalatenango, también palpita el break, se compone rap y se hace grafito, más allá de las marcas en las paredes hechas por los pandilleros.

Si bien este movimiento surge en Nueva York, muchos break dancers salvadoreños tienen los ojos puestos en lo que actualmente ocurre en Brasil, donde esta cultura se ha popularizado y ha obtenido el respaldo del gobierno.

No basta con que una actividad física sea el centro de la vida de una persona para formar parte de una tribu urbana. En el fondo, debe existir una profunda veneración al grupo, a la música, a los rituales. Sentirse completamente diferente al resto del mundo, pero sabiendo que hay cómplices en esta diferencia. Reverenciar una forma de vida distinta, aparentemente sin sentido, para los que no pertenecen a ella.

La pista

Las luces de neón abundan en el bar, la decoración es kitsch y un bote de condones descansa a la par del mostrador. La música es estruendosa. Apenas es el principio de la noche y no hay clientes.

En el pasillo, al cobijo de las luces rojas, Gufi, Richi y Álex, de 20 años, esperan sin hacer nada más que mirarse entre ellos e intercambiar monosílabos, a que la fortuna decida si van a presentar su exhibición. Adentro del local los aguarda una tarima con cortinas de terciopelo. Pero no hay nadie mirando. Todavía.

El bar en la prolongación de la alameda Juan Pablo II, con sus guaruras en la puerta y su discreto administrador detrás de la barra, añora que la noche caliente. Gufi dice que ellos no discriminan a ninguna persona y que asisten a cualquier lugar donde los inviten. Por eso están aquí. Tal vez un poco nerviosos, por ser la primera ocasión que se presentan en un sitio de este tipo. Al principio, su contacto, un ex compañero de baile, no les dijo de que clase de establecimiento se trataba. “Pero yo respeto, si a mí me respetan”, asegura Richi.

En vez de estirar un poco el cuerpo, los chicos se entretienen comiendo golosinas. Hay que seguir esperando. Los hombres bailan solos mirándose al espejo. Es entrada la madrugada cuando empieza la exhibición. Nadie se propasa con ellos. Nadie los toca. La noche calienta en el bar gay, los hombres pasan frente a los break dancers y los miran con lascivia, con la curiosidad con la que un niño observa un muñeco mecánico desde el otro lado de la vitrina de un almacén.

El break es todo para ellos, dice Richi, no importan los obstáculos ni los escenarios. Entorna los ojos y recuerda con emoción aquellos primeros años de bailar, hace casi una década. Entonces era bailar por bailar, no importaba dónde. Un amigo los invitó a dar una exhibición en una comunidad rural cuyo nombre no recuerda.

Llega la hora de entrar a la escena, preparan el cuerpo, se estiran y están a punto de lanzarse a la pista cuando se dan cuenta de que no hay música. ¿Quién olvidó los discos de rap? Ni modo, con algo hay que bailar. “La bala, bailar la bala, y la tienes que bailar...” Los chicos bailan break al son de la cumbia. Terminan la coreografía, los aplausos primeros nunca se olvidan. Pero hace hambre. Les prometieron que les darían de cenar pero no hay comida para ellos. Se van a dormir sin comer pero tampoco había dónde dormir, así que se acomodan en el piso. Hace 10 años, y la escasez parece reproducirse.

El baile es la ceremonia. El breakboy (b-boy) o la breakgirl (b-girl) llegan al lugar de práctica, saludan chocando manos como breve introducción, haciendo el pase. Lo demás serán subidas, caídas, giros, esfuerzos y pocas palabras.

Gufi explica el abc. Toprock es cuando se baila de pie. Footwork es el clásico baile en el piso, girando, a veces de cabeza. Freeze son las poses o figuras que distinguen a un break dancer de otro, su estilo particular, y los Power Moves es cuando el baile incluye acrobacias y saltos.

El freestyle, o estilo libre, combina una o varias de estas modalidades y es el más común. Cada quien lo hace a su manera.

En general, los bailarines se especializan ya sea en bailar de pie o en el piso. Los que logran hacer acrobacias son los más experimentados, y los más tercos, es decir, los que han perdido el miedo a caer. Estos últimos son capaces de hacer saltos mortales, paradas de mano y otros movimientos más cercanos a la gimnasia olímpica.

Al consultar con los distintos crew (grupos) de break dance, estimé que al menos medio millar de jóvenes salvadoreños practican este baile, siendo sus principales exponentes los habitantes de barrios o municipios como Ayutuxtepeque, Mejicanos, Zacamil, Apopa, Soyapango, la comunidad Iberia, Popotlán, San Jacinto, San Marcos, Zaragoza, Guaymango, Chalchuapa y Sonsonate.

En la capital, uno de los principales escenarios de práctica es el gimnasio de la colonia Zacamil, donde esta tarde, antes de la exhibición en el bar, durante un descanso, nuestros dos protagonistas, Gufi y Richi, se entretienen viendo a las muchachas que practican una coreografía de baile moderno.

“¿Espiando a su competencia?”, le pregunto al Gufi. Se ríe, restándole importancia a mi supuesta ironía. El par de amigos sigue mirando a las chicas, fijándose más en sus piernas o en sus pantalones cortos que en la rutina musical. El calor arrecia. Colgado en el salón de break, un rótulo les recuerda a los bailarines:

“Normas de convivencia para todas las personas que ingresan a nuestras instalaciones:

Evite involucrarse en relaciones de noviazgo dentro de la institución ya que no son permitidas las muestras excesivas de afecto (besos, abrazos, manoseos)

Los jóvenes que realizan actividades físico-deportivas, deberán evitar pasearse sin camisa por los pasillos alternos a su salón de clases.

Las jóvenes que vienen a las diferentes actividades deben presentarse vestidas de forma moderada y sensata (ni faldas, ni shorts extremadamente cortos).

Presidencia de la República, Secretaría de Inclusión Social, Dirección Nacional de Juventud. CID Juvenil Zacamil”.

Interrumpo una vez más al Gufi para decirle que considero absurdas esas reglas, propias del siglo XIX y él remata lacónico: “Pero hay que acatarlas”.

Aparece Gidion, de 38 años, quien esta tarde también comparte el baile con Gufi, Richi y los demás chicos.

Sale del caluroso gimnasio y busca una sombra, en el parqueo, entre basura dispersa y a la vista de un circo decadente con elefantes mecánicos.

Gidion rememora los orígenes del break en El Salvador, allá por los años 80s, cuando la gente le llamaba “Popin” o “Tabares” y se bailaba sobre cartones.

El bailarín hace una enumeración de las leyendas de esa época. Asegura que en ese entonces, en plena guerra civil, las “batallas”, que ahora son simulaciones de enfrentamientos entre b-boys, eran reales. Que algunos bailaban jugándose la vida y que muchos episodios terminaban en baños de sangre. Que se competía con cuchillo en mano, apostando la existencia. Que a los concursos “llegaba gente de la calle, adictos, ladrones”. Que estas justas se sucedían en los carnavales de los departamentos, con saldo de hasta dos o tres muertos.

La nostalgia por su juventud hizo que Gidion, padre de familia y converso cristiano, volviera a la Zacamil a buscar el espíritu del break.

Como la mayoría de b-boys y b-girls, Gidion sostiene que, por el contrario, actualmente esta tribu urbana está formada por “gente bastante sana” que prescinde de las drogas, el alcohol y a veces hasta de los cigarrillos. Los más estrictos hasta dejan de comer alimentos grasientos, o con conservantes, para mejorar la condición física.

Esta tribu está organizada en crews o pequeños grupos, algunos rivales, pero son capaces de convivir sin conflicto en los concursos nacionales. Los que se simpatizan entre sí, se hacen visitas mutuas en sus comunidades para intercambiar técnicas y pasar el rato.

No solo los hombres buscan llenar con sentido y baile sus ratos de ocio, o son capaces de pasar horas practicando pasos y roces del cuerpo contra el piso. Existen las break girls, que si bien son minoría, también forman parte de la tribu.

Por qué ellas son menos o desertan, Gufi explica que tiene que ver con la cultura salvadoreña que las recarga con obligaciones familiares y del hogar. Pero están. La mañana de un sábado, en el parque Cuscatlán, dos b-girls de Apopa, Rocío y Silvia, ambas de 15 años, están nerviosas por una de sus primeras presentaciones en público. Van y vienen, recogiendo indicaciones de sus amigos b-boys. La actividad ha sido organizada en contra de la violencia y auspiciada por el Consejo Nacional de Seguridad Pública y la Unión Europea.

Walter Palacios, director ejecutivo del Consejo, asegura que esa entidad apoyará a grupos de jóvenes independientes que hagan trabajo de prevención de violencia en sus comunidades.

Apenas manejando el estilo libre, las b-girls se mantienen bailando de pie y a veces se atreven a hacer pequeños giros en el piso. Los aplausos de la concurrencia las animan. Y el clásico “oh, oh, oh”, con el que los break dancers se apoyan entre sí, levantando los brazos en señal de aprobación, se hace escuchar.

Las chicas entraron al movimiento hace solamente un par de meses, como muchos b-boys, inspiradas en vídeos de música rap. “A veces los golpes duelen”, dice Rocío, aunque afirma que quiere seguir entrenando sin desertar. Las lesiones son parte de esta cultura. Sobre todo quebraduras de brazos y lesiones en cuello y espalda. “Me siento parte de un grupo y es lo que me motiva a seguir en lo demás”, agrega.

Silvia también hace alusión al sentido de pertenencia al grupo. “Me siento orgullosa de mí misma, y de mis amigos los b-boys, que me ayudan a seguir adelante”, dice.

El quiosco

Son las 4 de la tarde en el quiosco del parque del barrio San Jacinto, que espera vacío la llegada de unos 20 bailarines de break dance, que tarde con tarde establecen como punto de reunión esta plaza sucia y avejentada, entre ellos Gufi, el más antiguo líder de varios grupos de break dance, maestro paciente de los más chicos.

A las 5, el quiosco de San Jacinto derrocha folclor, desde las monjas que caminan orgullosas y silentes por las aceras del parque, yendo y viniendo entre la iglesia y el convento, pasando por las señoras que dormitan en las bancas, una de ellas profundamente arrugada como un origami de papel. Por fin, aparecen los break dancers y el quiosco se vuelve un escenario ecléctico en el que alternan amas de casa, niños, una anciana que pide limosna, varios borrachos y hombres mayores que juegan a las damas chinas con corcholatas.

Van llegando poco a poco. Chimpa, de 21; el Caballo, de 19; Josué “Pinki”, de 22, el Gufi y varios más.

Chimpa olvidó pasar por la grabadora. La única mujer imprescindible para empezar esta tarde. Comprada con los 200 dólares que el grupo ganó en un concurso de baile, orgullo de la tribu, ¿Pero quién la trae? Si no hay música no se puede empezar. Chimpa corre por ella.

Yamilee, de 22, es una ex b-girl que ha llegado a ver el ensayo. Dice que dejó el break por el tae kwon do, pero sus ex compañeros opinan que fue porque no era tan buena. La chica solo tiene piropos para describir el estilo del Caballo, héroe fornido, quien usa una camisa ajustada y todavía no ha dado muestras de su pericia.

En cambio, Yamilee acusa a Chimpa de alocado, de mal bailarín y falto de disciplina. Chimpa brinca de un lado a otro, exhibiéndose. El Caballo descansa a un lado de la pista de baile. Chimpa no tiene ni idea de lo que su detractora dice de él a sus espaldas, y sigue corriendo de un lado a otro del quiosco, en actitud eléctrica. Empieza a bailar de pie, haciendo el paso básico de cruzar la pierna derecha y acto seguido levantar el talón izquierdo. Canturrea canciones de Madonna.

Yamilee insiste en que Chimpa no mejora, que no practica lo suficiente y entonces un bolo que observa la escena le grita al chico: “¡Mucho te la volás!” (masturbás).

Aparecen dos muchachas más en el cuadro, robustas y entalladas, besan con chasquidos ruidosos en la mejilla a cada uno de los bailarines. En este escenario en particular, las mujeres son solo espectadoras.

Otro borracho, que blande una sombrilla como espada, se dirige al Gufi, en gesto de director de orquesta y le grita: '¡A la izquierda!'

El baile ha comenzado. Los chicos derrochan piruetas, calentando en estilo libre, para luego pasar al foot work y girar sobre sus nalgas, pararse de manos, o detenerse sobre su clavícula en perfecto equilibro. Algunos de los más aventajados logran girar todo su cuerpo sobre su coronilla, ayudados por el casco de ciclista del Gufi.

Los espectadores los miran con asombro, el público está cautivo. Una madre con dos niños pequeños pone una mano sobre su barbilla y los observa sin moverse un ápice. Los niños tienen los ojos clavados en los bailarines, como en trance, hipnotizados por el movimiento, quietos durante al menos media hora.

Sobre su relación con las maras, Chimpa explica que algunos pandilleros se acercan al baile pero no persisten, pues entienden que los break dancers son otra onda.

Los chicos son los héroes del lugar. Los niños, las madres y los viejitos parecen muy acostumbrados a su presencia. Los jóvenes trapean el piso con sus camisas, se pasan de mano en mano el casco del Gufi para hacer los giros de cabeza, se revuelcan. Gufi trata de enseñarle los pasos básicos a un niño de unos ocho años, quien lo ha estado mirando con curiosidad y admiración.

Los señores que juegan damas chinas son los únicos que no los voltean a ver, concentrados están en la partida. Otro borracho los observa con el ceño fruncido. El Caballo luce una camisa que dice “Si te caigo mal, no me interesa, a la larga tendrás que acostumbrarte”.

Al final, llega el cansancio, las camisetas están empapadas, algunos toman agua de una bolsa de plástico. Se sientan en las gradas del quiosco a descansar. Cae la tarde, los autobuses de la 26 llevan a los pasajeros hacia el centro de San Salvador.

Guaymango break

Es sábado y el calor cobra sus víctimas en un poblado llamado Guaymango, en Ahuachapán, donde la verde vegetación comparte el encuadre con la línea del mar que se atisba a lo lejos. Sus calles empedradas dan la bienvenida a un poblado donde la gente circula a pie y el almacén más grande que existe es el de muebles de mimbre y féretros de madera.
En sus tiendas, explica una dependienta, no se vende ni alcohol ni cigarrillos. “Aquí es un pueblo sano”.

Son las 3:30 de la tarde y los bailarines de break de San Salvador, entre ellos el Gufi, están descansando, preparándose para la intensa jornada que les espera.

Afuera de la Casa de la Cultura, cuatro jóvenes del lugar esperan con paciencia. Dicen que les gusta el break, pero que ellos no bailan nada.

Gufi, con sus aires de protagonista, aparece en la cama de un pick up azul de doble tracción. Empiezan a llegar jóvenes bailarines de Sonsonate, Ahuachapán y Chalchuapa. Suena en la grabadora un popurrí de música rap. Las baldosas del piso están polvorientas, pero nadie que baile break dance se preocupa porque se le ensucien la ropa o el cuerpo. Es lo de menos.

Empiezan a llegar algunos curiosos, gente del pueblo, sobre todo muchachas, pero también jóvenes, niños y algunas señoras.

Los chicos inician el ensayo, torciendo sus extremidades, contorsionándose y haciendo pasos que luego de un rato de ser observados cobran ritmo y logran hacer evidente quiénes son los experimentados y quiénes los novatos. Los más jóvenes apenas logran pararse de manos, mientras los mayores hacen gala de acrobacias y giros de cabeza.

Ricardo, de 14 años, uno de los más novatos chalchuapanecos participantes en esta justa dancística, intenta algunas paradas de mano, cae al suelo y deja escapar un “no puedo”, pero sus colegas lo animan a seguir intentándolo.

El grupo organizador introduce a los espectadores al mundo del break, puesto que han llegado a dar un taller de dos días para los interesados. Gufi explica los términos del baile, los principales pasos y, algo muy importante, las batallas que, según él, se tratan de una rivalidad sana.

'Oponentes dentro del baile, pero amigos afuera', explica. Hay preceptos que los nuevos bailarines tendrán que seguir, uno es la no violencia y el otro el evitar los vicios, como explica MB-Crew, de 20 años.

Son reglas básicas en el mundo del break dance: cultivar la amistad y no las rencillas, no beber antes ni durante las exhibiciones. El cigarro pasa, pero algunas veces es mal visto.

Los chicos se dividen en dos grupos. Empieza la batalla, los jóvenes exhiben su pericia, las piruetas de los más aventajados hacen que sus compañeros levanten las manos en aplauso mudo y suelten el rítmico “oh, oh, oh”, utilizado para saludar a aquel participante que se está luciendo en la pista.

La comunidad de Guaymango está embelesada. Karla, de 11 años, los mira con los ojos como platos, sin parpadear. La vendedora de yuca salcochada está haciendo su agosto en julio, la afluencia ha crecido, de cuatro jóvenes a más de 50 personas. En la puerta se venden videos y discos de música rap.

Marlyn, de 18 años, quien ahora es solo un espectador más, empezó a bailar hace unos meses pero se golpeó la nariz y el brazo y ha desistido temporalmente de hacerlo.

Mientras mira a los break cuenta retazos de su historia personal: perdió a su padre en un accidente automovilístico y su madre los abandonó, siendo siete hermanos los que ahora tienen que salir adelante solos. Estudia enderezado y pintura y en su correo electrónico ocupa el mote de “Fidel Castro”.

El chico dice que su vida cotidiana es llegar de la escuela, oír música, ir a la calle, comprar gaseosas, platicar con sus amigos hasta ya entrada la noche. Quiere seguir aprendiendo break, recuperar la seguridad e ir perdiendo el vértigo a la caída.

René, de 20 años, trabaja en un programa social para sacar a niños de la calle por medio del break dance y ha logrado algunos casos de rehabilitación y alfabetización. Vive en Mejicanos, a unas 10 casas de donde suelen reunirse varios miembros de las pandillas, con las que dice, hasta ahora no ha tenido problemas.

Por si acaso, para no tener complicaciones, ni con ellos ni con la policía -que sospecha de su ropa floja y sus gorros de invierno-, en su documento único de identidad en la casilla de oficio ha escrito que es “artista”. Cree, fervientemente, que el break puede alejar a los jóvenes de la violencia y de los vicios. Cree, como lo creen muchos que practican este baile, que toda extenuación física valdrá la pena, y así como alguna gente tiene fe en Jesús, ellos tienen puesta su confianza en lograr pararse de cabeza.

Eduardo, de 19, define así la importancia del baile para su vida: “Sí es una parte importante de mi vida, me ha ayudado a superarme, en las calles de Chalchuapa la delincuencia es muy grande, paso cuatro horas bailando, hay muchos que en cuatro horas andan matando y hacen cualquier cosa, extorsiones, drogas”.

Y si René hace el símil con el arte, Richi lo hace con el deporte. “Hay personas que no han logrado entender que somos casi deportistas, se puede decir, que realmente lo que hacemos no es tan sencillo como decir ‘lo vamos a hacer en un día’. Se necesita una disciplina, hay gente que cree que esto es vagancia, pero no, es para ocuparnos en algo bueno, estar en forma también”.

Los break dancers están organizados por crew o grupos, dependiendo de su localidad. La mayoría son de la capital, pero también hay algunos grupos en el interior del país. Se conocen en concursos, manteniendo luego la comunicación entre ellos. Los cabecillas o líderes van surgiendo de forma natural, conforme al tiempo que llevan en la escena, como el caso de Gufi o Richi.

Domingo Mendoza, alcalde de Guaymango, explica que la jornada de break dance de esta tarde no fue su iniciativa, sino más bien de los Cuerpos de Paz y de la Casa de la Cultura, y que, bueno, ellos les dieron el espacio.

Aclara que Guaymango es un pueblo conservador de sus tradiciones, desconectado de la juventud, y con miedo a estas expresiones que, según ellos, colindan con el fenómeno de las pandillas. “Hubo comentarios de personas que pensaban que no estaba bien”, dice, pero él es de la opinión que “hay que darle apoyo a la juventud, puesto que de alguna manera tienen que sacar sus energías. Este es un pueblo en el que muy poco se venden cigarros y cervezas y no hay tantos bolitos como en otros pueblos, no hay maras y algunos piensan que a través de este baile podrían penetrar”, explica.

Este miedo de las comunidades a la cultura hip hop se ha repetido en otras zonas del país, como en San José Las Flores, donde no son bien vistas este tipo de exhibiciones.

El taller de Guaymango terminó cautivando a todo el pueblo, los espectadores se multiplicaron y los chicos siguieron bailando hasta el anochecer.

Chalate hip hop

Tal vez para algunos sea difícil de creer que en El Salvador la música que forma parte de la cultura hip hop, el rap, surgió precisamente en Chalatenango, tan al norte de la capital.

Pero es así y la muestra es que “Pescozada” y “Real Academia” se fundaron en la cabecera de ese departamento y ya llevan una década de trabajo.

Un domingo, Omnionn, de Pescozada, nos recoge frente al Pollo Campero de Chalatenango y nos conduce hasta el estudio, en una colonia cercana donde están esperándonos los demás miembros.

El productor nos da un paseo por el estudio y muestra orgulloso el equipo donde se mezclan las letras políticas y sociales, con las composiciones musicales, originales de la banda. Entre instrumentos de percusión traídos de varios países, gaseosas y golosinas, la tensión está ausente y abundan las bromas. Para hablar mejor, dicen, habrían sido preferible unas cervezas.

Devil Star relata cómo empezó a rapear: “Al principio, como todo grupo era tocar y tocar, no importa dónde ni cómo, a medida el tiempo va pasando, las aspiraciones van modificándose y los objetivos. La idea ha sido que el grupo llegue lo más lejos que se pueda”.

Chalatenango fue un territorio donde la guerra civil se sufrió con intensidad y de eso se acuerda Fat Lui. En carne propia. Recuerda a la gente asesinada, degollada, las cabezas en las calles, y el mensaje que él quiere dejar en sus líricas es que el país no debe de volver a pasar por eso para lograr convivir en paz.

Franco, el rapero, explica: “Lo que la cultura hip hop hace es aportar ideas y criterios para que el joven sea más exacto a la hora de decir lo que quiere, no solo decir quiero rapear porque quiero rapear”.

El baile y la música se blanden como ídolos al centro de la tribu, como ideales para pulir al individuo, para enseñarle que todos los retos de la vida se pueden vencer, que a veces es necesario pararse de cabeza o componer una rima para demostrar lo que hay adentro de cada uno. Apología individual.

Estos músicos se consideran “brothers”, amigos, aunque Fat Lui deja claro que no quiere para su hijo una carrera artística, pues en El Salvador es un camino lleno de obstáculos a veces insorteables.

Pero Omnionn recuerda aquella vez en que el Teatro Nacional les abrió las puertas. Al principio los administradores de la cultura imaginaron que llenarían todo de grafito, pero ellos, los raperos, se presentaron en ese templo de la cultura salvadoreña sin causar perjuicios, enfatizando a sus colegas más jóvenes que si persisten, pueden llegar a este tipo de escenarios y hacerse escuchar.

Omnionn es estadounidense, de familia salvadoreña y también ha renunciado a muchas cosas por el hip hop. Su vida en el norte, su primera compañera, todo para seguir el sueño de los Pescozada, a quienes conoció en internet, y lanzarse a hacer rap en un alejado municipio de un pequeño país desconectado de la industria musical. Pero no se arrepiente.

Devil completa la idea de lo difícil que es ser exponente del hip hop y de la música en general en el país: “Los artistas estamos haciendo lo que humanamente podemos, sin dinero, sin tiempo y con una crisis encima, pagar la luz, pagar el teléfono, y hacer que el grupo camine. Que la carretera te lleve a un concierto, es casi imposible, te lo juro, y todos quieren gratis las cosas”.

Los miembros de Pescozada caminan por las calles de Chalatenango para su sesión de fotos. La gente los voltea a ver como a unos exóticos papagayos, el anciano de los portales los reconoce. Estrellas musicales en un pueblo pequeño.
“Para la foto, salgamos en el paso peatonal como Los Beatles, pero descalzos, quemándonos los hongos”, bromea Fat Lui.

La pintura de las calles

Es domingo y el crew de grafito El Salvador descansa a la sombra de un muro en plena ciclovía de la capital. Los chicos tienen reunión de trabajo en un restaurante de comida rápida. Este grupo, creado hace unos dos años, está formado por Néstor de 20 años; Efraín, 21; Ovidio, 23; Juan José, 18; Víctor, 21, y William Huezo, un conocido tatuador y también grafitero.

El crew ES es conocido por algunas pintas realizadas en los Planes de Renderos y otros puntos de la ciudad frecuentados por patinadores. Una de las primeras cosas que aseguran es que no son vagos. Tres de ellos estudian diseño gráfico y la mayoría están empleados por empresas conocidas de la capital y trasnacionales.

William enseña su portafolio, donde abundan diseños y caricaturas de personajes humanos y oníricos.

Víctor, “Scar”, asegura que su grupo está unido con base en el grafito, como centro de su expresión gráfica.

Ovidio, “Hobbes”, explica su filosofía: “Arte no es solo el que está en los museos, sino también el que puede ser apreciado por alguien sin que tenga que pagar una cuota. Nosotros queremos hacerlo de tal modo que alguien pueda llegar sin distinguir raza, credo, ideología o presupuesto y apreciarlo”.

El problema, dicen, es que esta expresión ha sido muchas veces relacionada con las maras, pero creen que puede ser una alternativa para los jóvenes siempre y cuando el grafito no incite a la violencia y no se haga de forma ilegal.

Destacan que la sociedad salvadoreña, a pesar de ser conservadora, poco a poco se ha ido abriendo a esta expresión y ya existen personas o instituciones que les han abierto sus puertas para que puedan pintar sus paredes.

Sus planes son, dice Hobbes, lucrarse con esta práctica estética, incursionado en el mercado publicitario, aunque tienen claro que no pueden vivir totalmente de ello, por lo que paralelamente trabajan en proyectos personales.

Néstor reconoce que su familia ha ido aceptando lo que hace, pero al principio le preguntaban qué pretendía, advirtiéndole que no se metiera en problemas puesto que la policía y los vigilantes siempre están atentos a combatir el grafito ilegal.

Luego reflexiona sobre la esencia aglutinante de su tribu: “A lo largo de la historia, el hecho de integrarse a un grupo y tener una finalidad en común ha sido una de las mayores fuentes de desenvolvimiento de los jóvenes. El graffiti puede ser una de las formas de sentirse integrado a un grupo”.

El baile puede convertirse en algo frenético, también las ansias de encontrar un muro donde pintar. Pero el respeto a los otros se blande como un punto medular en la cultura hip hop. “Uno viene a dejar las energías aquí y luego no sale con ganas de hacer nada más”, dice Richi, días después.

“Al break no le veo fin, una vez tuve un trabajo haciendo limpieza que hizo que no bailara en seis meses, no tenía ni fines de semana, sentí que no era yo, estar esclavizado sin poder hacer lo que a mí me gusta, que es bailar. Me despidieron, me sentí liberado y volví a sentir quién era yo”, agrega Richi, quien sigue buscando empleo. Uno que no le interfiera con su primera prioridad vital: el baile.

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