El Ágora /

Los héroes prometeicos del metal

Existe una clara conciencia de clase, puesto que son muy diferentes los roqueros de la Arena El Salvador que los que se reúnen en La Luna Casa y Arte. Estos últimos forman parte de las clases medias altas y altas de la capital.


Lunes, 23 de agosto de 2010
Lauri García Dueñas

En 1994, el baterista Alfredo Marinero se enteró de que su novia estaba embarazada. Aunque quería una niña, se emocionó cuando supo que se trataba de un primogénito. En ese entonces, su grupo favorito era “Morbid Angel”, cuyo guitarrista se llamaba Trey. En honor a este, nombró a su primer hijo Trey Adrián, sumándole los apellidos respectivos: Marinero Ascencio. Las iniciales de su hijo son TAMA, que coinciden con el nombre de una conocida marca de instrumentos de percusión. Eso no fue casualidad. Al contrario, todo fue premeditado y el nuevo padre se previno para el futuro: le advirtió a su mujer que de ahí en adelante sus hijos formarían con sus nombres la abreviatura TAMA. La disposición se cumplió y después de Trey, que ahora tiene 14 años, vinieron a la familia Thelema Aileen Marinero Ascencio (TAMA), de 8 años, y Taira Argentina Marinero Ascencio (TAMA), de 4.

El patriarca de la familia TAMA explica que Thelema es el nombre de una bruja medieval, que luego le dio nombre a un disco escandinavo de metal. En cambio, Taira es el nombre de una modelo estadounidense. Es que la mamá también tenía que expresar sus gustos.

Alfredo es uno de los fundadores del Rockers Club. Es decir, líder de la tribu madre de las demás tribus urbanas de El Salvador. Icono perseverante de toda una contracultura, Alfredo marchó el 30 de julio en la manifestación conmemorativa de la masacre de estudiantes universitarios por el gobierno militar de 1975, en San Salvador. Ese día participó sin su camiseta negra de mangas cortadas con las que siempre muestra sus tatuajes. En cambio, ese día de protestas sociales lució una camisa manga larga, bien planchada.

La familia

Los metaleros salvadoreños son una familia. El Rockers Club tiene ya dos décadas de existencia. En todo este tiempo, la asociación ha visto crecer a varias generaciones de mujeres y hombres que se sienten parte de una colectividad trascendental que, como el héroe griego Prometeo, ha arrebatado a los dioses un trozo de su gloria –el rock- para entregárselo a los simples mortales.

Entrar en sus filas es parte de un rito vital. Un entregarse a la música y a un colectivo. Desde fuera, el extraño logra atisbar la importancia que, para cada uno de ellos, tiene este culto musical, esta forma de ver el mundo sin complicaciones, con respeto a sus semejantes y entendiendo que son parte de “algo más grande” que ellos mismos.

Hace poco cerraron uno de sus ciclos. En un día encendido de calor a las 5 de la tarde, en la Arena El Salvador, en San Jacinto, entraban y salían desocupando su penúltima guarida.

El Rockers Club tiene veinte años de existencia y aglutina a los amantes del rock metal, al contrario que otras tribus urbanas, éstos sí están organizados, hay un líder fundador, Marinero, y todo un equipo encargado de organizar conciertos nacionales, contactar artistas internacionales, garantizar la seguridad de los eventos, producir a las bandas y preparar la logística de festivales afuera de la capital.

El local estaba derruido y sucio. Cuatro adultos y dos adolescentes estaban terminando de acarrear un exhibidor de discos, fundas de platillos de una batería y otros bártulos que pertenecen al Rockers Club, que luego de siete años en ese local, nuevamente se convirtió en un movimiento errante. El lugar había sido cedido a una iglesia evangélica.

En medio de la acera, apareció un hombre robusto sin camisa, tatuado de los brazos y la espalda, rapado: el Sheriff, quien es el guardián de la puerta de los diversos conciertos de rock organizados por el Rockers Club.

En la esquina apareció Marinero, reconocido líder, a quien varios músicos salvadoreños identifican como la persona con la que hay que hablar para entrar a este mundo de camisetas negras y música estridente.

Alfredo estaba sudoroso, agitado por la mudanza, usaba una camiseta negra con la que lucía sus brazos tatuados con símbolos del metal: calaveras, enredaderas y espinas.

La cabeza del Rockers Club hablaba a mil por hora. A media calle, empezaba a rememorar cómo la Universidad de El Salvador parió el movimiento allá en los noventas, cuando lograron conseguir el auditorio de la facultad de Derecho para una serie de conciertos.

Antes de sentarse a platicar con más calma, se dirigió a la tienda donde compró una gaseosa de dos litros y algunos vasos plásticos para saciar la sed de los acarreadores, entre ellos un silencioso Trey Adrián. El calor se intensificaba.

La señora de la tienda preguntó si se suspenderían los conciertos que durante siete años se realizaron en la Arena El Salvador. Ella ya sabía que sí y se quejaba de que los evangélicos traían su propio cafetín. Marinero explicó, henchido, que los roqueros no han monopolizado la venta de golosinas y que en los conciertos le dan chance a varios vendedores de ganarse la vida y su día.

Aseguró que si bien los meros Rockers Club no son revoltosos, la alcaldía ya les puso una multa de más de 600 dólares, porque había algunos foráneos que armaban desorden, tomaban cerveza en las afueras de la tienda y orinaban en la calle.

Por más de una hora, recostado en uno de los pocos muebles que aún queda en el local, Alfredo hizo un recorrido verbal a través de la historia del Rockers Club, pasando por recovecos desconocidos para muchos, como el hecho de que varios rockeros hacen labor ecologista, además de producción de discos de bandas nacionales. Un par de ellos andan por ahí, liberando tortugas y haciendo conciencia sobre el calentamiento global.

Marinero pronosticó que el movimiento cultural roquero, a pesar del cambio de gobierno, no tendrá mayor apoyo, puesto que las autoridades todavía no han reconocido la trascendencia de esta organización.

Vehemente y agitando las manos, hizo la distinción entre el sector duro del Rockers Club, supuestamente caracterizado por la organización y la solidaridad, así como por su mayor grado de socialización, y “los otros metaleros” más interesados en coleccionar discos, escuchar música a solas y leer sobre ocultismo. Estos últimos supuestamente más ermitaños que los primeros.

-La verdad es que de los dos tipos hay, pero del que más se habla es del “culto”, porque el que está tirado al perro es el que casi no tiene vida social, está encerrado en su propio mundo, pasa solo escuchando música y cuando sale, sale como que es chucho loco.

-¿Qué se necesita para ser un Rockers Club?

-No necesariamente tendría que ser un roquero empedernido. Las cualidades fundamentales serían, primero, que tenga una convicción sobre la vida, que le guste la solidaridad y que la quiera expresar junto con nosotros, que si trabaja no esté con la esperanza de que va a ser por un pago, aunque lo haya, pero que no esté aquí por eso.

No solo para Marinero el Rockers Club es su clan, su familia, su motor vital, también lo es para Julia Díaz, de 28 años, estudiante de Historia y maestra de primaria. Roquera empedernida, suele asistir a varios conciertos nacionales y encontrarse con sus compañeros a las afueras de la Plaza del Artista.

Estudia en la Universidad de El Salvador desde hace 10 años, y para una de sus clases de Historia relató su propia experiencia en el movimiento, junto con sus amigos “Los metaleros del pasaje seis”. Aparece frente a la Minerva, a la entrada de la U. Emocionada, cuenta que ahora, con las nuevas tecnologías, tiene todas las carpetas de su música favorita en su celular.

Hace sonar, en el pequeño parlante de su celular, la música de la banda “Lujuria” y explica que una de sus canciones narra cómo un hombre mayor sufre un ataque cardíaco porque descubre que la prostituta a la que llamó para contratar sus servicios era su hija.

Luego, un poco sonrojada ante mi falta de emoción, dice que siempre le pasa eso, que intenta trasmitir su amor por el metal pero que no siempre lo logra.

Comenta sobre el nivel musical de las bandas nacionales, el cual cree que es muy bueno, y subraya que le gusta el metal, en parte, porque no habla de tonterías, aduce que las letras son hondas, critican a la iglesia y a la sociedad con su status quo.

Camina hasta la fotocopiadora donde me deja con una copia de su trabajo sobre “Los metaleros del pasaje seis”. Recuerda la primera vez que asistió a un concierto de metal, al que llegó sola, y nadie se propasó con ella. Añora a sus amigos del pasaje, porque ya no salen juntos, entre otras cosas porque uno se fue a Estados Unidos y el otro sufre una profunda depresión clínica.

Los alumnos de Julia le preguntan por qué anda con los satánicos. Una de sus principales frustraciones vitales es no haber asistido a un reciente concierto de la banda británica Iron Maiden en Costa Rica. Pero sueña con que un día toquen en El Salvador.

Julia tiene nueve años en el movimiento y dice que no lo cambiaría por nada: “Ha sido parte de mi vida, es una filosofía que se vive, no es solo escuchar música. Es vivir sin complicaciones, sin lo que digan los demás, pero también es vivir tranquilamente”.

Julia orienta amablemente a una chica de nuevo ingreso que no encuentra un salón y se despide, porque tiene que ir a inscribir materias.

Adentro del folder donde dejó su trabajo universitario, unas fotos antiguas sobresalen en los anexos. Esa fue la historia de doce chicos que se reunían en el pasaje seis del Bulevar del Ejército antes de salir a los conciertos. Durante 10 años.

La adolescencia es ya una lápida. En una foto, Julia, años más joven, hace la señal clásica del rock (larga vida al rock), con el dedo meñique, el pulgar y el índice levantados, simulando unos cuernos.

En su reporte, escribió: “Características del grupo: unión, ejemplo de ello es cuando asisten a un concierto o salen juntos, no debe faltar nadie, a la salida del concierto esperan hasta que llegue el último. Cooperación: si a uno le falta dinero para el boleto alguien colabora, o si quieren comprar comida y alguien no tiene, comparten. Protección: un miembro puede estar indispuesto, alguien lo cuida, si hay una mujer y alguien la molesta, los hombres la protegen pidiéndole al impertinente que se retire. Fidelidad al grupo y, en la medida de lo posible, evitar la agresión”.

Escrito por una roquera que tiene nueve años en el movimiento, estas características pueden traslaparse y referirse a todas las tribus urbanas que ahora existen en El Salvador. Para algunas más que otras, la palabra agresión está entre comillas.
Sigue: “Rituales: dentro de los rituales fueron evidentes el saludo, que se realiza a cada encuentro con el grupo, y que consiste en un apretón de manos doble, reunir dinero para comprar cerveza, eso se hace los fines de semana por lo general. Alcanzada la cantidad deseada se procede a comprar el licor o cerveza, si es licor se guarda en la cama de un pick up que siempre permanece parqueado en el pasaje, si se va a los video juegos, la chica del grupo guarda la botella en la mochila o bien Álex. Al local de vídeo juegos se pueden llevar discos de música. La despedida se realiza con un apretón de manos doble”.

Cada tribu urbana posee parecidos rituales, distintos según el género, pero que confluyen precisamente en esa aceptada fraternidad con “el otro”, parte del grupo, al que consideran su igual, su par, su cómplice.

Si bien algunos se reúnen alrededor del alcohol, como los emos o los punks, los metaleros también lo hacen en pos de esa deidad en la que se convierte la música.

Los antiguos

Sobre el pasado, Marinero habla con nostalgia. Evoca el surgimiento de la escena nacional, de aquel tiempo cuando no era tan fácil tener el pelo largo y andar de negro sin ser tachado por la Guardia Nacional de guerrillero. Si los soldados encontraban a un greñudo en la calle, le cortaban el pelo a la fuerza.

Algunos integrantes históricos de este club son ex combatientes de la guerrilla, como el vocalista de la banda “En Memoria”, Mauricio Quijano, pero la paradoja surge del hecho de que el Rockers Club ha tenido más apoyo de los medios de comunicación de la derecha y de la empresa privada, dice Marinero, que de la izquierda representada en el FMLN o en sus radios.

La mayoría de los metaleros se reconocen como de izquierda, aunque no están afiliados como colectividad a un partido, pues les interesa mantener la imagen de que sus eventos los organizan por y para ellos y no gracias a un grupo político.
“Siempre hemos mantenido esa ideología con respecto a la comunidad, no tan extrema, no tan comunista ni anarquista, pero la onda social siempre ha estado bien marcada”, completa el líder de la tribu.

Existe además una clara conciencia de clase, puesto que son muy diferentes los roqueros de la Arena El Salvador que los que se reúnen en La Luna Casa y Arte. Estos últimos forman parte de las clases medias altas y altas de la capital.

El baterista repite la idea de que del Bulevar de los Héroes para arriba es otro mundo, otra escala social. “Hasta donde llega la ruta 29, hasta ahí llegamos nosotros”, sonríe.

Se enorgullece de que las bandas de otros países al llegar a El Salvador se sientan bien recibidas por un público que se precia de ser culto y entregado, y se sorprenden de tener una amplia cobertura de medios y de que haya una estación de radio que trasmita 24 horas de rock.

Para ser un país pequeño como El Salvador, el Rockers Club se precia de tener el movimiento de metal más organizado y grande de Centroamérica, sin mucho que envidiarle a México. Han logrado juntar hasta mil 300 personas en la Arena El Salvador y existen unas 50 bandas nacionales trabajando en serio, aunque son 10 las de peso.

Pero ahora, dice el líder de la tribu, están en números rojos y esperan un concierto próximo para ver si levantan cabeza y vuelven a tener los suficientes fondos para mantener el Rockers Club en marcha. “Es un movimiento que se debe de mantener a costa de lo que sea”, comenta.

La ceremonia

Uno puede reconocer a un metalero cuando lo ve. Casi siempre está vestido de negro. Como Abigaíl y Tania, ambas de 17 años, y David de 21, todos residentes en el barrio San Jacinto, de San Salvador. Abigaíl es metalera, David está en retirada. Tania es gótica.

Abigaíl, encendida, dice que se identifica totalmente con el movimiento, que su atención fue captada como un imán alrededor de todo lo que se generaba alrededor de la Arena El Salvador. Se enorgullece de parte del núcleo duro de las al menos 50 chicas que forman parte del Rockers Club. “Tiene mi edad”, se ríe, al referirse al club.

Se queja de la discriminación que todavía cierne sobre ellos la sociedad salvadoreña: “Sí, nos dicen emos, como la gente no sabe, nos tiran besos los hombres en la calle, en nuestras casas nos dicen que por qué somos así, que somos satánicas, que esto nos va a llevar al infierno. Mi papá, mi mamá y mis hermanos son bien cerrados, todavía hay bastante conservadurismo”.

Ella quiere ser metalera hasta que se muera. “Dicen que por la adolescencia lo voy a dejar rápido, pero no, hay unos chavos que lo dejan por las chavas, pero yo creo que si uno va a ser metalero es para quedarse”, completa.

En esto coincide con la mayoría de los roqueros con los que El Faro habló, quienes asumen que el metal es para toda la vida.

“Es más que vestirse de negro, es un pensamiento, un sentimiento”, la completa Tania, miembro de una comunidad gótica, de unos 25 miembros, subgénero del metal muy cercano a la literatura, la poesía, el teatro y el dibujo.

Su hermano fue quien la introdujo al género, lo cual recuerda conmovida: “Fue maravilloso saber qué era esto, porque todo lo que representaba lo gótico yo lo sentía, todo coincidía conmigo, desde ese momento supe que era gótica”. Tania dibuja, escribe poesía, hace manualidades y diseña. Un gótico se diferencia de un metalero por expresarse, en mayor medida, a través de este tipo de artes.

David, quien va pasando por casualidad por el lugar, al principio hosco, cuenta el motivo de sus preocupaciones:

-Ahora no estoy estudiando, busco trabajo.

-¿En qué te gustaría encontrar trabajo?

-En cualquier cosa que me sienta bien.

-¿Se te ha hecho difícil por la situación de la crisis y todo eso?

-Sí, porque solo trabajo basura donde no pagan nada consigo, y a uno lo reprimen.

-¿Has trabajado antes?

-Sí, en construcción y mecánica. En fotografía, pero ahí más que todo estaba aprendiendo, no me quería pagar el señor, a lo mucho dos dólares al día, ¿Qué voy a hacer con dos dólares? Con la excusa de que yo estaba aprendiendo... Me gustó y todo eso, pero...

-¿Tenés familia?

-No tengo hijos, ni compañera.

-¿Te considerás del movimiento?

-A medida que va pasando el tiempo y uno va creciendo, no es que uno se aburra sino que simplemente va aprendiendo que tiene que cambiar, que no es el mismo niño de antes. Este país no tiene la cultura para aceptarnos, se basan solo en la imagen, y muchas veces, lo mezclan a uno con delincuentes, con drogadictos, solo porque lo ven a uno con un cigarro dicen ‘ahí está el marihuano’”.

-¿En tu caso estuviste cerca de las drogas o lo viviste?

-Estuve en eso y aún quizás.

-¿Hasta el crack?

-Hasta el fondo no llegué, quizás solo marihuana, pega, cíner y pasta, solo esas cosas, y alcohol, lo más comercial. Pero gracias a Dios me alejé de eso.

-¿A pesar de que ahora buscás trabajo, todavía te sentís metalero?

-Yo creo que sí, he adquirido nuevos gustos con el paso del tiempo, pero el gusto por el metal siempre va a estar presente en mí.

David sigue buscando trabajo. Días después, a pesar de haber dicho que estaba en retirada, el pelo largo del muchacho se confunde en un mar de chamarras negras en la Plaza del Artista, en plena ceremonia metalera. Lugar donde confluyen todas estas vidas, y se celebra un ritual en honor al dios del rock.

Son las 2 de la tarde de un domingo y por la alameda Roosevelt desfilan decenas de jóvenes con ropa oscura.

El lugar está colmado, afuera desplegadas las ventas de cervezas, adentro también, dulces (sobre todo de menta), frituras y panes, y un rótulo infantil que dice “Diviértete”.

Marinero cobra en la puerta. Han pasado varias semanas después del éxodo desde San Jacinto.

El Sheriff, enfundado en su chaleco negro es el encargado de poner orden. Nadie se propasa con las mujeres. No hay manoseos ni abusos. Las chicas metaleras reconocen el respeto que existe hacia ellas. Y cómo “las cuidan”. Los metaleros se enorgullecen de ver en ellas a pares y amigas y no solo objetos de ligue.

A la fiesta del rock nacional, la encabezan las bandas Bimetal, Galahad, Gaia Metal, Angelus, En Memoria y Legacy. El público tararea sobre todo las canciones de Gaia Metal, músicos virtuosos que claman con voces agudas por el respeto al medio ambiente.

Un joven vestido de militar se tira desde la tarima, los demás lo toman en brazos y le dan vuelta en helicóptero. La señal del rock se multiplica en las manos.

Los roqueros lucen camisetas de sus bandas preferidas: Halloween, ACDC, Nirvana, Iron Maiden, Anthrax, Judas Priest y Tierra Santa.

Frederick, el fotoperiodista, se mete al mosh. El mosh es el orgasmo de la tribu. Un ritual de iniciación, pues los metaleros mayores ya no participan en él. Cuando la música alcanza el ritmo más intenso, poco a poco, los metaleros o metaleras (hay mosh especial para las mujeres) se lanzan al ruedo, torciendo el rosto con rabia y empiezan a golpearse hombro con hombro. Al principio suavemente, para luego subir la intensidad de la fuerza y llegar hasta las patadas o puñetazos. Cae el sudor en gotas, los cuerpos se vuelven pegajosos. No es una pelea, sino un saludo a la colectividad. Nadie se muestra ofendido.

Llega el momento en que algún valiente sube al escenario y desde ahí se avienta de espaldas.Pero la masa de figuras negras no lo deja caer y lo eleva como un cuerpo en sacrificio, para luego suavemente ponerlo en el piso. Los cuerpos entran y salen del todo grupal, toman aire y se preparan nuevamente para el choque. Descansan a las orillas del ruedo y vuelven a arremeter. Los que están en la periferia levantan las piernas y a zancadas dan vueltas en círculo.

Esta tarde, algunos de los participantes del mosh, borrachos, empiezan a pegarle a Frederick detrás de las rodillas. Lo empujan, tambalea y al chocar con su cámara, le rompen la boca. La sangre le chorrea a borbotones. Uno de los organizadores le alcanza un poco de hielo, con la mirada confiada de que no es nada grave.

El mosh sigue imparable. Dos hombres fornidos de la seguridad jalonean a un joven flaco que está causando caos en el ruedo por estar borrachísimo. Casi no puede pararse. Pero al ser capturado, el chico tensa todo su cuerpo para volverse más pesado y  no ser arrastrado fuera del local. Sus amigos acuden en su auxilio, dialogan con los guardias, después de varios minutos de negociación, se quedan a cargo del cuerpo tambaleante.

Más allá, un grupo juguetea y exhibe la calavera de un carnero.El alcohol y la cerveza fluyen como agua entre los sedientos. La venta de cerveza de barril reparte su espuma.

La Plaza del Artista poco a poco se ha ido llenando hasta estar colmada, los jóvenes de camisetas negras corean las canciones nacionales a gritos, se abrazan, repiten incesantemente la señal del rock, toman más, con emoción y gozo, hasta embrumar la mirada y tropezar.

Bimetal toca “La tierra de los sueños”, en referencia a los que dejan la vida en el camino hacia Estados Unidos.
La música para. Uno de los organizadores sube al escenario y denuncia el asesinato de Daniel, 23 años, en el parque Centenario, debido a la vorágine de violencia que tiene secuestrado al país.

“¡Que Lucifer te socorra!”, grita uno de los asistentes.

Una lata de cerveza pasa rozando una oreja. La aventó un bolo. Un hombre alto, de pelo crespo y claro, hace flamear una y otra vez la punta de un cigarrillo de marihuana bastante ancho. Los participantes en el mosh simulan que están tocando una guitarra. Los integrantes de Gaia Metal chocan puños con sus seguidores que los aplauden desde abajo de la tarima.

El orgasmo continúa. El olor a marihuana crece. Se calientan los ánimos. El maestro de ceremonias dice que el metal no es una moda y alguien grita al fondo: “¡Esta es una puta manera de vivir!”. Otro de los organizadores da un consejo: “Todavía quedan panes allá atrás, por si quieren comprar para el bajón”.

Tommy, de bermudas, es un lunar colorido entre camisetas negras. Asegura que son una hermandad y reitera lo observado por Julia, que si uno de ellos está borracho lo levantan y le preguntan a dónde va y qué bus tiene que tomar, no como los de allá afuera, los que no son metaleros. Aquí hay solidaridad, afirma.

La ceremonia va en declive y algunos empiezan a retirarse. Tres carros de policía están aparcados a la salida de la Plaza del Artista.

-¿Algún problema? -pregunto.

-Siempre los rockeros -responde el agente, asegurando que son comunes las trifulcas después de una de estas ceremonias.

El viaje

Es domingo por la mañana y un grupo espera el microbús que llevará a algunos metaleros capitalinos rumbo a San Rafael Cedros, Cuscatlán. El punto de reunión: el ex local de Fenastras, ahora una iglesia evangélica.

El vocalista de Víbora, Antonio Morán, traba conversación y dice que el hecho de que la Arena El Salvador ya no sea el local del Rockers Club no se debe a que este se haya convertido en una iglesia evangélica, sino al atraso en el pago de las multas de la alcaldía. Contradice la versión de Marinero, e insinúa que este exagera.

Los feligreses, mujeres con pañuelo en la cabeza y hombres de pantalones de vestir y puños almidonados, caminan frente al punto de reunión, volteando a ver de reojo a los metaleros.

El vocalista de Víbora viste una camisa de Bart Simpson hecho diablillo, para la propaganda de un Metal Fest, que se realiza cada fin de año para recoger ropa y juguetes para los niños de Morazán. Los músicos prometeicos están recostados sobre un rótulo que dice “Iglesia del Cuerpo de Cristo, una voz que clama en el desierto”.

Una hora más tarde, aparece la figura de Marinero en la esquina silbando un “ya nos vamos” a bordo de un microbús de la 29 que en la esquina trasera izquierda tiene dibujado un Cristo rezando. Los símbolos cristianos los persiguen.

El inicio del viaje se prolonga, porque la comitiva espera a otros dos roqueros que han ido a comprar alcohol al supermercado.

Por fin, el microbús arranca, y aunque es de mañana, fluye la cerveza y el licor. Las bromas se dejan escapar en confianza. Dos bateristas se sientan a la par y los demás del microbús les preguntan para qué ocupan sus baquetas. Si para puyarse entre ellos o qué. Suenan las risas.

Más adelante, el transporte se detiene por un tráfico repentino de domingo. La comitiva ha ido recogiendo más gente en el camino.El embotellamiento repentino ha sido causado por las decenas de autobuses que están haciendo cola para entrar a la iglesia evangélica Elim. El microbús donde van los roqueros avanza en contra flujo de los creyentes.

Emocionados por ir en contra de la corriente, los roqueros le piden al motorista que module los sonidos bajos del aparato de sonido. El metal suena estridente y logra que más de algún cristiano los voltee a ver.

Si bien ninguno de los fieles les dice nada, los roqueros sienten orgullo de ser los peludos de negro que un domingo, en vez de ir a la iglesia, van a un concierto donde moverán las cabezas al son de la banda “Séptica” y canciones como “Putrefacción anal”.

El microbús para en “el motel del Gordo”, como le dicen a la casa de uno de los músicos, para recoger unos amplificadores, de la cual sale al encuentro un perro de pelo castaño que se enreda en las piernas de su dueño.En la fachada, sobresale el cráneo de una vaca.

La cerveza da sueño. El viaje se acorta. La comitiva llega a San Rafael Cedros, un pueblo de pocas calles, donde una feria de automóviles modificados se ha tomado la plaza y el reguetón suena a todo volumen.

Pero desde ya, los metaleros de la zona, uñas largas y cruces invertidas, están avanzando hacia el local donde se llevará cabo un concierto medianamente lleno, donde no falta el mosh y los aventones desde el escenario.

Cuando la tarde caliente motores, un hombre borracho con una camiseta de un concierto de 1991 moverá la lengua simulando la de una serpiente y hará la clásica señal de “larga vida al rock”, ritual que todo metalero hace para expresar júbilo, felicidad e identificación con el grupo. El hombre mirará hacia el escenario y a los participantes que le rodean con los ojos enrojecidos, como queriéndosele salir de las órbitas.

El Rockers Club saluda desde la tarima a El Gallo, del grupo “Renegado”, por su cumpleaños y sus veinte años de trayectoria en la escena metalera. El maestro de ceremonias se acerca a brindar con él.

Sorprenden en el concierto los Gaia Metal, con su música “profesional”, en opinión de Marinero, y sus letras de espíritu y tierra. Alfredo vende camisetas en una esquina de la galera que alberga el concierto y opina que la pareja joven que pasa frente a él no debería vestir a su hija de dos años con una camisa de la banda Helloween, pues ella no entiende todavía de qué se trata.

Alfredo Marinero recuerda que Gaia Metal grabó un disco que se distribuyó ampliamente entre los miembros del Rockers Club, por lo que la gente casi siempre corea sus canciones.

Gaia anuncia su próximo disco, “Armonía del Fuego”, sus miembros hacen apología de su historia, destacando el reto musical que implicó haber surgido en Santa Ana, a veces no tener para el transporte y aún así seguir en la escena. Himmelson, su vocalista, cree que ser metalero es ser buena persona, más allá de la pinta de anacoreta.

El deseo de ser vistos

Antonio Morán, vocalista y guitarrista de la banda de metal “Víbora”, esta tarde en la Plaza del Artista, asegura que aunque ahora la sociedad salvadoreña es un poco más tolerante con los metaleros, ha caído en una invisibilización de estos pues no los toman en cuenta como organismo vivo dentro de la cultura del país.

Afina el concepto de lo que él considera ser roquero: “Una mezcla de inconformismo y rebeldía, a veces es contradictorio porque a uno lo ven con el pelo largo, cierta vestimenta negra, objetos decorativos que son fruto de la larga evolución de la cultura, no solo musical sino estética, pero una persona metalera es una persona real, no ficticia. Acá no se aceptan las poses, el que es pose siempre es marginado”.

Como Marinero, y los demás Rockers, pide que este movimiento sea tomado en cuenta, no solo por las nuevas autoridades de la cultura, sino por la sociedad civil, que a veces todavía los considera extraños. “El ser invisible no es que sea malo, también te dejan en paz. Cuando estás en el ojo del huracán, te están fregando toda la vida, pero lo que más ayudaría a la escena metalera sería que los medios y la sociedad en general reconociera que aquí estamos, que tenemos un aporte”.

Mauricio Quijano, ex guerrillero y voz del grupo “En Memoria”, cita a Roque Dalton para hacer referencia a los anhelos de las nuevas generaciones y de lo que constituye su aporte al rock actual como ex combatiente: “Las nuevas generaciones vienen con cuchillos afilados exigiéndonos qué hicimos en nuestro momento, no en el ayer, sino en el ahora, por eso estamos haciendo memoria, una recopilación de lo que fue la historia del país para que no se repita nunca la guerra”.

Tal vez una de las personas que más conozca a los Rockers Club es Norma Estrada, la señora que vende cervezas, dulces y muchas historias y viajes.

-¿Cómo se dio cuenta de la existencia de los metaleros?

-Tengo 17 años de estar con ellos, cuando los conciertos eran en Fenastras, como vendemos en los estadios, en los eventos religiosos, nos dimos cuenta por los afiches...

-¿Cómo se lleva con ellos?

-Bien.

-¿Qué piensa de ellos?

-Que son tranquilos, no se meten con la gente.

-Hay gente que piensa que son violentos...

-No, si los buscan, sí, pues tienen que defenderse, pero de lo contrario, desde que yo estoy, nunca he tenido problemas con ellos.

-¿La cuidan, son amables?

-Sí, sí, ellos me dicen “Colocha, vamos a tal parte” y vamos.

-¿Hasta donde ha ido con ellos?

-Hasta Costa Rica, cuando vino... ¿cómo se llama?... el que no ha venido acá y quieren que venga.

-Iron Maiden.

-Cabal.

-¿De tanto escuchar metal no le gusta?

-No, ja, ja, ja...

-¿Por qué?

-Porque no lo entiendo.

-¿Pero tampoco le molesta?

-No.

-¿Todas las semanas va con ellos?

-Si hay concierto, mejor falta un grupo y no yo.

-¿Tiene varios amigos de acá?

-Sí, y amigas.

-¿Qué es lo que más le gusta de ellos?

-Que son amables y cariñosos, a pesar de en lo que andan, aunque sean greñudos y locos, son cariñosos.

-¿Lo que no le gusta? ¿Alguna vez se le han ido sin pagar?

-Solo una vez me han dado billete falso, pero lo metí preso al cipote.

-¿Hasta cuándo los va a acompañar?

-Hasta que esté viejita, como mi mamá, que ahí anda y tiene 72 años.

Marinero observa a la Colocha desde la entrada de la Plaza del Artista. La saluda. Le pregunto por la familia TAMA. Todo bien, dice.

Sobre la responsabilidad de ser la cabeza de la tribu de metaleros salvadoreños y de su propia familia, la vida es dura, dice, la crisis económica, el tener que crecer y asumir responsabilidades para ser un buen padre y compañero. Pero hay que tomarlo con filosofía, opina, y me suelta la frase de una vieja canción: “El extraño de pelo largo sin preocupaciones va”.

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