El Ágora /

Los artes de rodar, fluir y caricaturizarse

Hay quienes hacen girar su vida alrededor de las patinetas, del plástico arte del parkeur y del amor al anime. Muchos de sus fanáticos se dejan tiranizar por los ritos de saberse pertenecientes a una tribu urbana


Viernes, 27 de agosto de 2010
Lauri García Dueñas

A rodar mi vida

El sol está vertical sobre el asfalto. A la sombra; Pipi, 27 años, y Gabriela, 19, preparan sus patinetas para dejar la ciclovía y continuar el domingo en el Parque Balboa en los Planes de Renderos. Avanzan rodando la calle. Son de Soyapango. Él se siente mayor, quizás para ella. Ella está perdidamente enamorada de él.

Gabriela tiene tres años y medio de patinar y Pipi, 11. El chico dice: “Ella compite no solo con otras chavas, sino también se le para a los novatos”. Orgulloso, la mira a unos pocos metros mientras conversa. Se acercan. A dos voces, cuentan una de sus principales tragedias, cuando unos abusivos le robaron la patineta a Gaby, mientras ella subía al podio a recibir un premio. “Nos descuidamos”, se queja Pipi.

Flaca, pequeña, pelo claro, Gaby tiene puesta ropa deportiva muy limpia y de moda, como su novio.

Ella es la reina que se cierne sobre unos 50 patinadores que se reúnen en el Bulevar Constitución todos los domingos, y que forman parte de este grupo que comparte su pasión por el “skate”, una forma de vestir, un ritual de iniciación, el cual consiste en entender que la patineta no es un juguete. Es todo lo demás.

La tabla es la extensión del propio cuerpo del patinador, una herramienta para romper la gravedad, amiga inseparable, tirana, que les chupará el dinero y las horas, amante intrusa, a quien pasarán meses y años intentando dominar y la que los llevará a los lugares donde conocerán a sus verdaderos amigos.

Una patineta cuesta alrededor de 120 dólares, una tabla de repuesto 60. Esto, sin contar lo que se gasta en rodos, accesorios y ropa.

Nelson, de 24 años, del grupo de Gaby y Pipi, lo explica con sus propias palabras: “Hay muchas personas que creen que se trata de vagancia, que la patineta es un juguete y por lo tanto creen que la persona es inmadura, tengo muchos amigos que son muy responsables, trabajan, estudian, igual que yo. Para mí no es un juego, sino algo que me identifica”.

La mayoría de patinadores al principio ha encontrado oposición o crítica en su familia, pero luego, persistentes, logra que si bien no los apoyen, por lo menos no les impidan dedicarse a esta vida que se basa en atravesar las calles de la ciudad sobre una tabla. Y huir, muchas veces, cuando vigilantes privados los expulsan de parqueos o centros comerciales. Su queja es que no hay suficientes espacios públicos para ellos.

Gaby estudia ingeniería biomédica en la universidad Don Bosco y es capaz de pegar su patineta al cuerpo y girar. Ante la pregunta de si va a dejar la patineta por su carrera, ella hace un gesto de total asombro, como si la hubieran acusado de ser extraterrestre. “Yo no lo pienso dejar porque es mi estilo de vida, aunque tenga responsabilidades en la U o con mi familia”, asegura. Pero, ¿qué tipo de estilo de vida? “Mi estilo de música, me gusta el ska, es lo que amo, mi estilo de vida diferente a las demás personas porque no me gusta ser igual que las demás, lo que me diferencia es que patino, ese es mi estilo de vida: estudiar, patinar y escuchar música”.

Están cerrando la ciclovía, Gaby busca a Pipi con la mirada, él la ayuda con la mochila. Se van para los Planes de Renderos.

Horas más tarde, en el parque Balboa, cerca de las rampas para bicicletas y patinetas, descansan unos 40 patinadores. Pero estos son muy diferentes a los adolescentes de la ciclovía. Nos sentamos entre ellos, esperando a Gaby y Pipi, y un silencio sepulcral nos recibe. Están fumando marihuana y nadie está patinando, simplemente están reunidos, platicando en voz baja, con las patinetas en la mano.

Sus tablas están viejas y bastante maltratadas. La mayoría luce pantalones rotos y camisetas desteñidas, oscilan entre los 20 y los 30 años. Nos vamos. No es el grupo de Gaby y Pipi, quienes poseen unas patinetas más cuidadas y se visten diferente. Impecables.

Luego de dar algunas vueltas por el parque, encontramos a la pareja, sentada en una banca de cemento, tomando gaseosa. De repente, dos policías atraviesan corriendo el cafetín, atrás los sigue un niño que les indica con la mano por dónde se ha ido el atacante.

Al principio, nadie entiende qué pasa, pero a los 10 minutos, los dos agentes regresan con una patineta recuperada en las manos, la que el ladrón había arrebatado al niño y que en plena persecución dejó caer para poder huir.

El grupo de Pipi y Gaby arma su versión de lo sucedido y sospechan que el atacante es uno de los miembros del grupo de los otros 40 chavos que fuman marihuana en la pista de abajo. “Siempre hay malillas”, dice Gaby. Y explica que el otro grupo es capaz de robar patinetas y atacar a quien se deje, por lo que ellos siempre se mueven con sus amigos.

“¡Hey, con cuidado, cuidá tu patineta!”, le grita Gaby al niño que va corriendo hacia su familia, asustado, sosteniendo una tabla nueva.

Después del susto, Gaby y los demás dan algunas vueltas en las tablas. “Yo ya no voy a patinar hoy”, dice Pipi, quien descansa al lado de la pista y platica.

¿Qué se necesita para ser un patinador? Dice Pipi: “Práctica más que todo, no toda esta época ha sido color de rosa. Porque en estos 11 años gracias a Dios no me he quebrado, pero me he pegado unos golpes que no cualquiera puede soportar, hay unos momentos en que estás en tu cama y de repente te pasa esta idea de ‘no, ya no quiero patinar’, pero eso es cuando uno está deprimido”. Pipi puede saltar con su patineta hasta 20 escalones.

La tarde va cayendo, es hora de tomar uno de los últimos microbuses que van para el centro y regresar a casa.

Pipi reflexiona un poco más sobre lo que hacen: “Esto es muy ajeno a lo que son los golpes de Estado y las guerras, vos como patinador la dificultad que atravesás es conseguir una patineta, avanzar. Es algo que nosotros hemos adoptado, para bien, porque en realidad con tu patineta no le hacés daño a nadie, más que vos con tu cuerpo, a la patineta y ya, no así de dañarte, que venís y te cortás como los emos”.

Se despiden, saludan a otra patinadora que también se va. Jackeline, de 20 años, quien carga su patineta en la mochila y a Kevin de un año y medio, en un bolso sostenedor para bebé.

El papá del niño los espera a unos metros y también sostiene una patineta. Como Gaby, Jackeline está orgullosa de ser una mujer y formar parte de este grupo mayormente de hombres. Contenta de que Kevin ya camina, se acuerda del día que por primera vez patinó junto a sus padres.

El parque va quedando solo. Huele a pupusas. Gaby y Pipi se toman de las manos, y se trepan al microbús que los deja en el centro de San Salvador.

Parkeur y el deseo de fluir

Es domingo y a las afueras del centro deportivo El Cafetalón, en Santa Tecla, los borrachos escuchan reguetón y se empinan jarras de cerveza espumosa. Adentro, la gente juega fútbol o básquetbol y pasea a sus perros. Al fondo, un grupo de cuatro chicos y un hombre adulto se estiran.

Todo empezó cuando Elvis, de 37 años, vio la película “Casino Royal”. Buscó en internet y descubrió algo que no conocía y que nunca había imaginado. A pesar de su edad empezó a practicarlo en solitario hasta que adolescentes de Mejicanos y Zaragoza lo contactaron por medio de la web, mientras hacían búsquedas sobre los ninjas. Y ahora forman parte del Sv Teampk.

Elvis dice que está orgulloso de lo que hace y asegura que su hijo de 15 años ahora le tiene más respeto, porque físicamente lo reconoce como a un igual. “Recuperé mi juventud”, agrega y dice que no quiere ser como esos bolos panzones que a esta hora toman cerveza afuera de El Cafetalón y pasan pendientes de los resultados de los equipos de fútbol Real Madrid y Barcelona.

Lo que Elvis y sus jóvenes amigos hacen en cambio no es ningún deporte popular u olímpico. Es algo que nació en Francia en los años 80s y se llama parkeur, o arte del desplazamiento, que consiste en avanzar de un punto a otro, de la manera más fluida posible, utilizando las habilidades físicas del cuerpo humano.

Elvis explica que el parkeur consiste en saltar y fluir con eficiencia a través de una distancia más larga que el free running que incluye acrobacias pero que solo salta tres obstáculos máximo, o el tricking, que emula los saltos de la gimnasia olímpica pero fuera de una pista o gimnasio.

“El parkeur es como un orgasmo más largo”, asegura.

A su alrededor están calentando los músculos William, de 23 años; Melvin, de 22; Josué, de 21, y Erick, de 16.

El papá de Erick los observa a unos metros porque no quería dejar solo a su hijo por el tipo de actividad que realiza. Además, es su primera reunión con el team, que se reúne cada 15 días.

Elvis es el más entusiasta del grupo, pero los demás son más ágiles. Aplaude cada dos por tres y da indicaciones con aplomo.

El líder subraya sobre sus compañeros que a pesar de ser de zonas populosas y a veces no tener para comprarse equipo como ropa o muñequeras, superan cualquier carencia material con el empeño físico y el nivel que han alcanzado.

Asegura que de niños, todos los seres humanos fuimos parkeurs porque fluíamos libremente, saltábamos y escalábamos obstáculos, pero a medida que la sociedad nos fue educando, también nos robó la inquietud del movimiento. Hay que recuperarla, propone.

La exhibición comienza, y cerca de un enrejado, en la punta de un muro de unos cuatro metros, tres de los chicos empiezan a escalar, saltar de cabeza al vacío y hacer saltos mortales. Elvis y Erick están abajo, en alerta, por cualquier caída de sus compañeros.

Además, en menos de 20 segundos, los miembros del equipo son capaces de subir y bajar el enrejado de seis metros. Melvin y Josué aseguran que a veces los policías los han detenido al verlos entrenar, y sus amigos de la colonia en broma les dicen que están practicando para ladrones.

William es capaz de atravesar con un solo movimiento un carro cuatro por cuatro, o bien pararse arriba de él, saltar girando en el aire, y caer clavando sus piernas en el suelo. Lo hace, y sus compañeros aplauden.

Un grupo de niños descalzos de la comunidad cercana han estado viendo con la boca abierta y las manos en la quijada el entrenamiento del team, pero Elvis les advierte que no se les vaya a ocurrir hacer lo mismo, porque pueden salir descalabrados. Ellos insisten en hacer lo propio y Elvis los detiene cuando tratan de escalar el enrejado.

Melvin y Josué son de Zaragoza, y aseguran que es un orgullo para ellos que el parkeur tenga a dos de sus fundadores salvadoreños en esa zona populosa, violenta y olvidada. Sueñan con aparecer en la secuencia de una película, esa es su meta, han acordado.

Elvis quiere que esta actividad siga siendo privada, y no parte de una federación deportiva, pues cree que ello arruinaría la libertad y autonomía, principio de esta filosofía del fluir urbano. Cae la tarde, el team sigue tirándose de cabeza desde arriba del muro.

Quisieran ser japoneses

Por lo menos una vez al año, cientos de adolescentes y jóvenes salvadoreños a quienes les encantaría ser japoneses o convertirse en una caricatura animada, se reúnen en el edificio ICAS, de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, para la feria de animé organizada por el grupo Yume no Tsubasa, “Alas de un sueño”.

Este tipo de personas son conocidas como “otakus”. En el mundo occidental, la palabra 'otaku' es empleada para calificar a aquel aficionado a la animación y cultura japonesas. Mientras que en Japón es una palabra utilizada para referirse simplemente a un aficionado de algo, algunos consideran el uso de esta palabra un insulto.

Al llegar enfrente del ICAS ese mediodía, cualquiera se da cuenta inmediatamente de que se trata de “otro mundo”, formado por adolescentes y adultos jóvenes que se sienten parte de una caricatura japonesa. Algunos han aprendido ya ese idioma, a punta de vídeos y de forma autodidacta.

Desfilan decenas de muñecos de fieltro rellenos con humanos, aparece una gigante bola de pelos blanca que camina y a quien todos abrazan. Ninjas, robots, espías, lolitas (muchachas vestidas de niña), entre otros muchos personajes animados. Dos chicas se están comiendo una pizza gigante en un concurso para poder ganarse un peluche.

Julio César, de 26 años, entra a la cafetería y todos dejan escapar una mirada o frase de admiración. Julio ha simulado a la perfección a Sonic, el muñeco azul de la vieja consola de Nintendo.

Luce una ajustada tela elástica en todo el cuerpo, unos zapatos de espuma gigantes y una cabeza de cartón cinco veces mayor que la suya. “Alguna gente cree que estoy loco”, dice este estudiante de economía quien antes cursó estudios en un colegio evangélico donde sus compañeros le hacían un llamado urgente a la conversión.

César nunca ha tenido novia, es obseso del animé y cree que los videos y productos de estas caricaturas “no deben de ser una mercancía” sino fluir de mano en mano, como un intercambio cultural.

Una lolita muy guapa, mesera del café Cosplay, se le acerca.

-Qué bonito tu traje. ¿Quieres una gelatina de colores?

-No tengo dinero -le responde con voz aguda el chico, bajando la mirada.

-No importa, te la regalo.

La chica se escurre al mostrador y Sonic la sigue con la mirada.

Tal vez para algunos, disfrazarse de manga sea una opción para el ligue, como confiesa Daniel, de 26 años, quien va disfrazado del anaranjado Patamon –personaje que según él tiene mucho éxito con las chicas- y quien asegura, convencido, que no teme al ridículo.

La feria está en su apogeo. En el baño, un grupo de chicas trabaja durante horas para terminar sus disfraces de robots. En el segundo nivel hay una biblioteca de pasquines, una sala de consolas donde los jóvenes permanecen absortos a las pantallas y otra donde se exhiben bonsáis.

Adentro del auditorio se proyecta una película en la que un grupo de rock –constituido por monstruos- toca una canción decadente mientras someten a una mujer desnuda con cara de cerdo, hasta que entra el héroe en escena. En la pared de uno de los pasillos, un cartel busca baterista y bajista para una banda de “Animé rock”.

Este ritual, esta feria, es esperada durante meses, dicen varios de los asistentes, hasta el punto que los subgrupos apartan rencillas para gozar del ritual.

En esta ocasión, los organizadores lanzaron una enorme convocatoria de concursos: dibujo mejor expresión, dibujo mejor personaje, manga tomo único o one shot (caricatura en serie), AMV (Anime Music Video), AMDV (Anime Music Drama Video), creación de rostro, karaoke, cosplay individual y grupal (disfraces), pintura sobre la serie “Saint Seiya: The Lost Canvas”, Animeparty (dados), Saint Seiya Sanctuary (juego para atravesar 12 templos), “Macross do you remember love”, el cual consiste en hacer cambiar de opinión a los enemigos (público) a través del canto, Animemica (mímica de personajes anime) y hasta sumo.

Mientras, los vendedores -muchos también vestidos como caricaturas- ofrecen camisetas, gorros de personajes, golosinas y frutas con chocolate.

Abundan las poses, el dejarse ver, el tomarse decenas de fotos con los amigos. Continúa el desfile de un montón de Peter Pans que no quieren crecer y preferirían vivir en un mundo de Nunca Jamás, pero japonés.

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