Opinión /

Un cuento chino


Lunes, 13 de septiembre de 2010
Ricardo Ribera

 

El Maestro Kong lo tenía claro: cada cosa tiene su lugar y su función en el cosmos. Al universo lo preside el orden y la racionalidad. Imitar la armonía celestial es el deber del gobernante. “Así en la tierra como en el cielo” – solía decir Kong a sus discípulos, que se preparaban a fin de ser los futuros funcionarios del emperador. También él acudía a privadas sesiones filosóficas con el sabio, quien le insistía: “el rey, que reine y el súbdito, que obedezca”. Que el estudiante estudie, que el constructor construya, que el sembrador siembre, que el vendedor venda, que el comprador compre, que el contador cuente. Es simple. Que los hijos sean educados por los padres. Que los padres manden y los hijos obedezcan. Es simple: si hay orden y respeto en la familia, también los habrá en la sociedad. Ladrillos rectos y dispuestos con rectitud, formarán una recta pared. Si se permite que algo se tuerza y no se endereza, nada irá a derechas y todo empezará a torcerse.

Es simple. Lo más difícil y complejo, como gobernar un gran reino, se reduce en realidad a lo más obvio y simple. El tao que todo lo gobierna también dirigirá el orden social, siempre que los dirigentes se dejen dirigir por el tao. Éste se descompone en el yin y en el yang, dos principios contrapuestos. Pueden generar la contradicción y la lucha, y de ellas surgirá el caos. Pero también se complementan, se buscan y se atraen. Si se sabe facilitar su reencuentro podrá recuperar el tao la unidad perdida y brotará armonía donde había desorden. En el respeto a la jerarquía de las cosas y de los hombres está siempre el secreto del orden. Lo vertical dará paso a lo horizontal. La autoridad complementa la solidaridad, la obediencia promueve la fraternidad, el respeto inspira la verdadera amistad. Para que imperen la amistad,  la fraternidad y la solidaridad deben ocupar su lugar y su función social la autoridad, la obediencia y el respeto. Si faltan, las cosas invierten su natural posición y todo puede ir del revés. Como cuando el río se sale de su cauce y todo lo invade y destruye, como cuando el leñador no se preocupa por resembrar lo que cortó, como si el campesino no guardara de su cosecha algunos granos para la futura siembra. La policía perseguirá a los buenos y se dejará sobornar por los malos. Los delincuentes mandarán a las autoridades y los reos gobernarán los presidios. Los súbditos clamarán entonces: ¿dónde está nuestro emperador?, ¿quién nos protege?, ¿quién cuida de que impere el tao?

El Maestro Kong enseñaba formulando preguntas a sus alumnos, y les decía: más importante que saber dar con las respuestas es el saber formular correctamente las preguntas. ¿De qué sirve la Gran Muralla si no hay atrás y sobre ella un ejército disciplinado y eficaz, capaz de defenderla? Los enemigos que nos acechan del otro lado, bárbaros y salvajes capaces de todo, hallarán la forma de escalar nuestro muro, o de hacer túneles por debajo, o de sobornar y corromper a nuestros soldados. ¿De qué sirve la Gran Muralla si nuestros campesinos ya no soportan la incertidumbre y el hambre, si aldeas enteras quieren huir de la anarquía de nuestro reino. También ellos hallarán la forma de sobornar y corromper a los vigías, de excavar túneles y de acercar escalas para saltar sobre nuestra Gran Muralla, ineficaz ahora para contener a los malos de fuera que quieren entrar y de contener a los buenos de dentro que ansían salir.

Kong insistía al alumnado: no le pidan a su Maestro que les dé las respuestas, exijan más bien que el sabio les muestre las preguntas. Si están bien formuladas, si brotan del tao eterno, las respuestas han de aparecer por sí mismas, han de brillar como la estrella polar en la noche oscura en un cielo sin nubes, mostrando el rumbo a marinos y navegantes. Sin tierra a la vista, la marinería mira al cielo para guiarse en el mar. Así hemos de ver al cielo para conducir nuestros pasos en la tierra y que éstos nos conduzcan rectamente a la armonía del tao. Si el pueblo no puede aprender del emperador y sus funcionarios, éstos deben entonces mirar a su pueblo y aprender de él. Son su cielo y su norte. Hasta que las cosas puedan ser invertidas y vuelva la tierra a estar abajo y lo que está arriba refleje las virtudes de lo celeste. Así, nunca hay pura luz, nos cegaría; pero tampoco hay pura oscuridad. Sólo con la luz la sombra se aprecia. Todo es mezcla de luz y sombra

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