Opinión /

Seguridad y participación ciudadana


Domingo, 17 de octubre de 2010
Luis Enrique Amaya *

Identificar e impulsar estrategias de combate al crimen organizado en El Salvador se está volviendo una tarea imperiosa. En este sentido, la reciente entrevista de El Faro con Francisco Dall’Anese —director de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala— es ilustrativa, y las ideas que surgen de ella sin duda están puestas en la línea que ya he comentado en una columna anterior  (énfasis en la desmembración de redes delictivas, investigación y desmantelamiento patrimonial de bienes mal habidos, fiscalización de bienes públicos y privados sospechosos, desarticulación de la logística operativa de empresas criminales transnacionales, etc.). Sin embargo, ahora no iré a fondo en el análisis del crimen organizado; por el contrario, quiero referirme al otro extremo del espectro de la seguridad ciudadana, al de la violencia incidental. En otras palabras, en lugar de profundizar la realidad quisiera ampliarla.

Un completo análisis de la seguridad ciudadana supone el estudio de un extenso abanico de componentes que la integran. En términos sencillos, en primer lugar, debe examinarse el estado de la situación de seguridad, el cual incluye desde la violencia incidental hasta el crimen organizado, y todos los puntos intermedios que hay entre ambos extremos; y en segundo lugar, debe explorarse el estado de la situación institucional, que va desde las instituciones dedicadas a las distintas formas de prevención  hasta las que se encargan de impartir justicia, y toda la institucionalidad existente entre estas dos puntas.

La seguridad ciudadana, como cualquier otro bien público, puede ser garantizada con mayor eficacia si se visualiza en el marco de una “alianza público-privada” (por utilizar una expresión tan en boga en estos días), o con mayor exactitud una alianza Estado-sociedad civil, en virtud de lo cual conviene que se la conciba como resultado de la acción complementaria y sinérgica entre el Estado y la ciudadanía.

Como es típico de sociedades con altos índices de criminalidad violenta, en la nuestra se considera con gran facilidad que el único actor responsable de contribuir y garantizar la seguridad ciudadana es el Estado, y que la ciudadanía es, en esta área, su beneficiara pasiva y unidireccional. De esta manera, en el ámbito de la seguridad, la responsabilidad ciudadana suele quedar relegada o minimizada, a diferencia de lo que sucede con otros bienes públicos, probablemente debido al razonable temor a vincularse con un tema tan riesgoso. La acción ciudadana, en el mejor de los casos, se ha reducido a denunciar delitos, algo que, en mi opinión, es necesario pero insuficiente.

Resulta absolutamente ingenuo pensar que el Estado está en la capacidad física, técnica y financiera de intervenir en todos los modos y grados de conflictividad social y darles solución, más aún en un contexto como el que tenemos. Pensar de esta forma es equivalente a suponer que un padre de familia con veinte hijos, algunos de ellos violentos, es capaz de regular y resolver todos los desencuentros que suceden entre toda su prole. Un padre normal, en tales circunstancias, estaría al filo de la locura. Necesita, sin duda, de la colaboración de sus hijos, que se ayuden unos a otros, y le trasladen al padre solamente aquellos conflictos más graves (los delitos).

Esto implica que el Estado delegue inteligente y pedagógicamente ciertas responsabilidades a la ciudadanía, y que esta las asuma de forma consciente y decidida. En todo caso, gobernar significa conducir, dirigir, no necesariamente ejecutar. Para Platón, el arte de gobernar se asemeja al acto de conducción o dirección de un barco, no al de remar (aunque muchas veces haya que hacerlo). Esto guarda sintonía con la teoría de la gobernanza, que señala que la conducción de los asuntos públicos debe ser compartida, con base en redes de articulación y cooperación entre el Estado y el resto de la sociedad, en un esquema de corresponsabilidad.

En materia de seguridad ciudadana, como en cualquier otra, es indispensable “descentrar” del Estado los asuntos públicos, estimulando la subutilizada capacidad de la sociedad para resolver problemas, con arreglo a sus propias estrategias y recursos. Esto es indispensable para hacer eficiente la construcción de bienes de utilidad pública, sustituyendo el obsoleto enfoque unilateral por un enfoque interaccionista, bajo la consigna de “menos gobierno pero más gobernanza”, muy propia de la nueva gestión pública.

El Estado, como tal, ha enfrentado demasiadas limitaciones y no ha dado abasto al pretender “gobernar solo”, sobre todo en el área de la seguridad ciudadana, contando en alguna medida con la anuencia o pasividad de la ciudadanía. La experiencia regional confirma esto. El llamado desgobierno de la seguridad ciudadana ha sido objeto de estudio desde hace años en América Latina. El Estado, por ignorancia o por populismo, ha solido echarse encima la solución completa de la inseguridad; y la ciudadanía, por ignorancia, por temor o por comodidad, se ha ajustado a este planteamiento.

El Estado, sin ninguna duda, es el responsable en primer orden de garantizar la seguridad, pero no es el único. También es cierto que hay tareas que son exclusivas de este, en especial las relacionadas con impartir justicia, pero no puede decirse lo mismo en lo relativo a las actividades preventivas, en las cuales la ciudadanía tiene un rol relevante e inexcusable que desempeñar, en coordinación con el Estado.

La participación ciudadana en el campo de la seguridad debe estar normada por el criterio de que a medida que se avanza en el espectro que va de la violencia incidental al crimen organizado, así como de la prevención a la impartición de justicia, la responsabilidad de la ciudadanía disminuye y la del Estado aumenta. En tal sentido, en esta área, hablar de participación ciudadana supone situarse en el plano estrictamente preventivo, no punitivo (ni de persecución, ni de enjuiciamiento, ni de sanción de delitos).

Bajo esta lógica, el aporte ciudadano a la seguridad debe estar enfocado particularmente en la prevención de la violencia incidental, y nada más, pero nada menos. Esta contribución puede parecer pequeña, pero no lo es y nos está haciendo mucha falta. Debe tenerse en cuenta que cuando los conflictos sociales alcanzan esta magnitud “inicial” de violencia incidental, si no se resuelven a ese nivel, pueden escalar y agravarse. De hecho, una parte de los delitos que se comenten, de los cuales algunos incluso terminan en homicidios, comienzan con una riña entre vecinos, con una disputa comunitaria, con una discordia social (el sistema de Naciones Unidas identifica que un 8% de los homicidios ocurridos en San Salvador están asociados a conflictos vecinales o problemas de convivencia).

Este aporte de la ciudadanía, en término generales, se consigue impulsando estrategias de establecimiento y cumplimiento de normas de convivencia, sobre la base de una sólida organización comunitaria, gracias a lo cual es posible prevenir y dirimir pacíficamente conflictos sociales, reduciendo la tolerancia a la anomia que se vive en muchas comunidades. Para ello, hay que reconocer que el Estado solamente aporta parte de la regulación de las relaciones sociales, y que la ciudadanía debe aportar la otra parte. Así, la ciudadanía está en la obligación de definir y hacer cumplir normas de convivencia pacífica, las cuales —cae por su peso— jamás pueden ir en contra de la ley.

Un ejemplo paradigmático del escalamiento de un conflicto social, cuyo desenlace es en parte imputable a la ciudadanía, es el del joven militar que fue asesinado por su vecino, como resultado de una disputa por un parqueo. De haber contado con una eficaz organización comunitaria o vecinal, tal conflicto pudo haber sido prevenido o resuelto pacíficamente, de conformidad con los acuerdos y las normas de convivencia que, en concordancia con la ley, la misma comunidad estableciera y procurara cumplir. O bien, la comunidad organizada podría haber acudido preventivamente a las instancias estatales correspondientes, anticipándose al agravamiento de las tensiones en las relaciones comunitarias, llevando el abordaje del conflicto de lo social a lo legal.

Es evidente que no todas las comunidades atraviesan por las mismas realidades sociales, y que los mismos acuerdos de convivencia pueden servir en un lugar y no en otro, pero esto no es impedimento para aceptar que todas las comunidades, sin excepción, requieren establecer y cumplir sus propios entendidos mínimos de convivencia mutua, cuenten o no con apoyo, asesoría o subsidio de instancias estatales. Como sea, por igual, la sociedad debe poder generar la capacidad ciudadana de normar la vida comunitaria y poner los medios para orientar la convivencia pacífica, celebrando acuerdos y practicándolos, siempre en el marco de la legalidad.

Es preciso fortalecer la participación ciudadana, con propósitos de bien colectivo y con método organizativo. La experiencia deja claro que las comunidades mejor organizadas son comunidades más seguras. Es probable que esto se deba a que las comunidades organizadas se regulan más efectivamente a sí mismas y, por ende, se autoprotegen más eficientemente del delito, disminuyendo los índices delictivos y honrando, en definitiva, el imprescindible aporte ciudadano a la seguridad.

* Consultor salvadoreño en el área de seguridad pública.

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