Opinión /

Negaciones del capitalismo


Miércoles, 10 de noviembre de 2010
Álvaro Rivera Larios

Aunque algunos intelectuales marxistas bien formados supongan lo contrario, definirse por medio de la negación del capitalismo es menos fácil de lo que parece. Voy a sustentar mi opinión en cuatro ejemplos sacados de la historia, pero sólo me detendré en las negaciones (utilizo adrede el plural) que proceden del pensamiento marxista.

En la Francia del siglo XVIII, muchos aristócratas y partidarios del Antiguo Régimen opinaban que el individualismo burgués conduciría a la anarquía política y social. Los monárquicos señores de la tierra defendían que “la sociedad” (feudal, por supuesto) estaba por encima de los intereses y opiniones del individuo. A los aristócratas conservadores se les puede considerar sin ninguna duda como los primeros enemigos del liberalismo. Hasta cierto punto, también con ellos se vio inaugurada la compleja y heterogénea tradición de la resistencia anticapitalista.

Una corriente del romanticismo le opuso el sentimiento y la trascendencia al cálculo materialista que convertía a las personas en piezas aisladas de un frío engranaje. Schiller (en sus trabajos sobre estética)  estimó que la moderna división del trabajo y la cultura de la especialización fragmentaban las capacidades del hombre haciéndole perder la perspectiva general y alejándolo del sentido de la unidad (los marxistas “bien formados” cuando se refieren a las influencias de Marx rara vez mencionan la del romanticismo). Pero incluso entre los románticos acabó gestándose un anticapitalismo de izquierdas (que ponía los ojos en proyectos sociales venideros) y otro de derechas (que frente a los peores aspectos de la cultura individualista burguesa, deseaba el retorno a una especie de comunidad cristiana medieval).    

Si pegamos un salto y caemos en la tercera década del siglo XX, descubriremos a dos personajes muy opuestos (Stalin y Trotsky) que sin embargo compartían el mismo rechazo. Ellos sirven como ejemplo palmario de que ciertos anticapitalistas no son capaces de vivir juntos en el mismo cuarto. El asesinato de Trotsky ratifica una  verdad incómoda: con harta frecuencia quienes niegan al capital se devoran entre ellos a causa de sus hondas discrepancias sobre la auténtica forma de ser anticapitalistas.

A quienes creen que el pensamiento político liberal  camina siempre agarradito de la mano con la búsqueda de la plusvalía, les recuerdo que Hitler tiró a la basura la democracia representativa, el pluralismo ideológico y el individualismo político. Hitler albergaba en su corazoncito genocida el sueño prometeico de unir a empresarios y obreros en torno a un solo partido político, el nazi, y dentro de “una gran comunidad”… de sangre aria.

El aristócrata, el romántico y el marxista le oponen al individualismo chato de la burguesía distintas formas de concebir la unidad colectiva: el estamento, la nación y la comunidad sin clases. El estamento y el gremio preceden al individuo en la sociedad feudal, otorgándole de forma explícita un lugar estable, con obligaciones y derechos, dentro de sus jerarquías; la cultura y la raza son los vínculos específicos de pertenencia y sentido que ofrece la sociología romántica (tanto el origen como el futuro de cada hombre están marcados por su pertenencia orgánica a un gran pueblo: el alemán, el español, el salvadoreño, etcétera); según Marx, el destino de los asalariados como “clase” era el de llevar a cabo una revolución profunda que instauraría la sociedad igualitaria, la gran comunidad sin clases sociales. Todos ellos (aristócratas, románticos y marxistas) frente al avance del desarrollo industrial capitalista, añoraban un viejo sentido de la unidad grupal o proponían nuevas formas de ligazón comunitaria.

Como valor o realidad (que se opone a la estructura social gobernada por el interés egoísta del individuo) lo colectivo no es una dimensión indiscutible y valiosa en sí misma dado que puede articularse a partir de criterios distintos y a veces enfrentados. Para el nazi, que llegó al extremo de pervertir los ideales románticos, el pueblo alemán como entidad racial y cultural estaba muy por encima de los individuos atomizados de la sociedad civil burguesa. Hitler movilizó a “las masas”, hizo de los mítines y las manifestaciones auténticas ceremonias colectivas con un peso simbólico mayor que el de la vida parlamentaria. Un individuo que no se diluyera en aquella muchedumbre militarizada no era funcional y había que negarlo.   Y ya que hablamos de negaciones, conviene recordar que los líderes nazis, utilizando un punto de vista grupal y biológico – el de la raza- también le restaron validez a la declaración universal de los derechos humanos.

Abandonar el universo del cálculo económico egoísta que atomiza y enfrenta a las personas ha sido el sueño de muchos hombres que, sin embargo, discrepaban en su forma de “reconstruir” la relación comunitaria disuelta por el modo de producción capitalista. Definirse por el mero rechazo al actual sistema es insuficiente y supone nada más que la mitad de una respuesta. Si personajes tan distintos como Burke, Stalin y Hitler fueron adversarios del liberalismo político, ser antiliberal no es algo que posea un significado univoco y simple. El mero rechazo a una ideología o a un sistema económico no es un criterio suficiente para dar identidad.  Una auténtica definición política se consuma, más allá de la antítesis, en el campo de las afirmaciones. Por medio de una propuesta constructiva definimos hasta qué punto el anticapitalismo de Stalin nada tiene que ver con el nuestro. Es así de simple o así de complejo, según se mire, y uno se pregunta por qué una idea tan básica remueve en sus académicos asientos  a los intelectuales marxistas bien formados. No basta con estipular el “qué” se niega, si no se aclara “cómo” se hace. En el reino de los enemigos del sistema, y para evitar confusiones, es necesario decir aquello de “Dime cómo niegas el capitalismo y te diré quién eres”.

Aclararlo no es una simple cuestión de voluntad ni de buenas intenciones, no es suficiente con decir: “prometo que no voy a parecerme a Stalin”. Y es que en el universo de los avatares de la lucha de clases, una cosa es lo que el hombre propone y otra lo que la traicionera historia dispone. De modo análogo a las mercancías, Stalin, como figura política, fue el producto de unas relaciones sociales determinadas. El triunfo del estalinismo como estilo de pensamiento y de hacer política no fue únicamente la obra de un individuo astuto y tiránico, su éxito lo explica  el atraso social, la tradición centralista y autoritaria del Estado ruso, la renuncia a la libertad como autogestión y su transferencia a una “vanguardia” atrapada  en una concepción fetichista del Partido. En sociedades donde no hay la más mínima experiencia de la libertad, ni siquiera la burguesa; en sociedades donde los sindicatos de la clase trabajadora carecen de autonomía o no han asimilado con fuerza los valores de la democracia directa, es posible que los sujetos del cambio acaben tutelados y suplantados por una elite burocrática revolucionaria.

Los proyectos positivos, en la complejidad de su arquitectura económica y política, deben analizarse con la poderosa lupa del materialismo histórico, deben acercarse al terreno concreto, real, donde serán edificados para examinar sus riesgos y su grado de viabilidad. En esta empresa, perteneciente al reino de las aplicaciones y de los procesos sociales objetivos y de larga duración, Marx ofrece diagnósticos generales (orienta), pero no da reglas precisas sobre cómo construir ahora, valga el caso, “la comunidad” socialista en El Salvador.

Aquí es donde aparece la importancia dialéctica del qué se niega y cómo se hace. El “cómo” se asienta sobre el horizonte de contradicciones y posibilidades de una realidad social determinada. Está condicionado por ella pero es un acto de creatividad política que busca las formas institucionales adecuadas para resolver el problema de la libertad y del bienestar de las clases explotadas. Como acto creativo el cómo puede inspirarse en otros modelos, pero su éxito depende de que las nuevas formas políticas que introduce sean las más adecuadas a los objetivos que se buscan y a la realidad donde se instalan. En este sentido, y hablando de nosotros, sólo podemos apoyarnos en otras experiencias hasta cierto punto y por eso el cómo negamos el capitalismo en nuestro país se refiere a nuestra particular vía hacia el socialismo.  Dicha vía no podrán encontrarla quienes se aferran ciegamente a los marcos conceptuales del pasado, la encontrarán quienes sepan dialogar con la tradición sin perder de vista la singularidad del presente y la búsqueda de nuevas soluciones ahí donde las viejas fórmulas han fallado.  

Marx hizo un diagnóstico bastante acertado de ciertos aspectos de la enfermedad y aventuró una filosofía general sobre las estrategias de la cura: todo tratamiento debía partir de un análisis dialectico de las circunstancias objetivas y subjetivas.  Lamentablemente, sus herederos no han mejorado las insuficiencias del diagnóstico ni han encontrado las formas concretas de superar el mal. El individualismo económico burgués, y las desigualdades que genera, de acuerdo con Marx debían superarse recurriendo a formas racionales y realistas de autocontrol comunitario. Tales formas, hasta ahora, ahí donde se han puesto en práctica han generado nuevas contradicciones e injusticias. En la izquierda salvadoreña todavía se niegan o silencian los fenómenos negativos de la historia del socialismo, pero ya va siendo hora de que reflexione profundamente sobre las causas que los propiciaron. Una crítica de la crítica, por lo tanto, se hace necesaria.

A estas alturas, con el material histórico disponible, ya podemos negar también ciertos modos, ciertas formas de planificar el socialismo. Para desarrollar ésta crítica, que sería el capítulo de una discusión sobre el socialismo y la democracia, hay que reconocer que algo no funciona en los aspectos positivos de la teoría política marxista.

Las profesiones de fe anticapitalistas son legítimas y mucho más si tienen fundamento  empírico, pero a estas alturas hay que reconocer que eso ya no es suficiente. La negación del individualismo liberal y sus secuelas culturales y económicas ha sido la meta de aristócratas, románticos y marxistas, pero, más allá de sus fracasos o aciertos, resulta obvio que ningún pensamiento posee ahora todas las claves que harían factible la construcción de un modelo de comunidad libre, igualitaria y eficiente (yo le suplicaría a quienes se consideran marxistas “bien formados” un poquito más de humildad socrática, de modestia epistemológica, es mucho lo que aún no saben y mucho lo que les queda todavía por admitir y asimilar teóricamente). La izquierda de hoy tiene que seguir investigando sobre las grietas, sobre las fallas, que atraviesan su pensamiento político y su ingeniería social. Cerrar los ojos ante sus limitaciones doctrinales la puede llevar a cometer errores semejantes a los que ya cometió la izquierda histórica en sus fallidos intentos de construir la comunidad perdida: esa comunidad del futuro.

 

 

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