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Siete horas de tortura para ganar mi derecho a existir

¿Qué pasa cuando alguien se juega la existencia y alguien más se interpone entre esa persona y su objetivo? Cuadrillas insultantes y vigilantes, sangre y arrestos condimentan los últimos días hábiles para renovar el dui. La desesperación es la madre de la violencia, aprendí el martes, cuando también reaprendí que no hay peor cosa que dejar todo para última hora.


Jueves, 23 de diciembre de 2010
Edith Portillo

En la fila, vista desde la esquina por la que me acerqué, había unas 60 personas. Y no eran muchas, pero igual maldije a esos madrugadores que sí sabían lo que yo no sabía: que por la alta demanda en estos días postreros no abrían a las 8, ¡sino a las 7 de la mañana! Mi intención no era escribir sobre esto. Ya hace unos meses un compañero de la redacción había relatado muy bien las peripecias para sacar su dui y lograr que en él constara su profesión. Sin embargo, cuando me vi siendo parte de las tantas cuadrillas de seguridad para cuidar el puesto en la fila hacia la entrada del Duicentro, me di cuenta de que aquello no era tan normal y supe que eso era para contarlo. Y más cuando hasta atestigüé el arresto de una mujer que, desesperada, al final se fue sin su dui en una patrulla policial por recurrir a la violencia.

Como buena salvadoreña, dejé el trámite de renovación de mi documento único de identidad (dui) para última hora. Las razones –llamémoslas así en lugar de pretextos- sobraron para no ir en los primeros días del mes y me decidí a ir hasta el 21 de diciembre, 10 días antes de que mi documento venciera y solo dos antes de que Docusal, la empresa encargada de emitirlos, se fuera de vacaciones.

Llegué al Duicentro del centro comercial Galerías Escalón a las 7:15 de la mañana, convencida de que era un buen horario para tramitar mi documento sin tener que perder mi día. El lugar abría hasta las 8, según yo, así que confiaba en que 45 minutos antes de la hora de apertura era un buen momento.

Pero claro, ya estaban ahí esos sabihondos. Ese fue el segundo error en mi cuenta, porque la verdad es que del primero me había enterado el fin de semana, cuando traté de hacer una cita por internet y me di cuenta de que ya no se podía. Este segundo error me sacó un suspiro de resignación. Ni modo, a hacer la bendita cola porque nadie quiere dejar de existir, como dice la campaña de renovación del dui.

La fila comenzaba en la acera del centro comercial, pegada a la pared frontal del Duicentro, y luego de pasar por un nudo de gente que desordenaba la cola, esta doblaba en U, con unas 15 personas más sobre la calle. “No es tanta gente”, pensé, “a lo mucho un par de horas y ya estoy afuera”.

Me coloqué, luego de una rápida caminata porque me dio pena correr, detrás de un chico de jeans ajustados y peinado emo al que no logré ganarle el puesto. ¡Maldito, me ganó! En seguida se puso detrás mío una señora de unos 30 años, con una inquieta niña de 5 que pedía “chineame” cada dos minutos y preguntaba a su madre a qué habían ido ahí. “¡Érica, por favor estate quieta, al llegar a la casa me las vas a pagar!”

La verdad es que yo también terminé deseando advertirle a Érica que me las iba a pagar. Es que una cosa es encontrarse unos segundos con una persona desconocida y aunque sea buena para hacerte pasar un momento desagradable, es una cosa muy distinta convivir siete horas con esa persona. Érica se pasó horas molestando a su mamá, moviéndose a cada rato y eso, poco a poco, sumado a una creciente desesperación, me comenzó a fastidiar. Con cada movimiento, la niña me pateaba la espalda y las nalgas. Suava pero molestosamente. Y yo, cierto es que estaba dispuesta a hacer la fila, pero no aguantándome el berrinche de Érica. Tratando de contenerme el regaño, porque al fin y al cabo no era mi hija, opté por dirigirle a su madre una sonrisa fingida, pero combinada con mirada asesina. Creo que entendió bien, porque de inmediato vino una nueva amenaza, esta vez acompañada de soborno, para Érica. “¡Erica, ya te dije que te estés quieta, si no, no te voy a comprar nada cuando terminemos!”

Sin saberlo, y aunque nuestras primeras impresiones –o al menos las mías, pues– no fueron las mejores, la mamá de Érica y el chico con peinado emo se estaban convirtiendo en mis compañeros de cuadrilla. Así lo empecé a intuir cuando, luego de avanzar un par de metros, vi que la fila no era tan corta como parecía. Todo lo contrario. El nudo de gente que había visto al llegar disimulaba mucho más que una curva en U en la fila, en realidad escondía que esta se introducía al parqueo del centro comercial y que dentro de él dibujaba más Ues. Momento, es que ni siquiera era una U: ¡era una W! Y una W tiene más gente que una simple U.

Era una gigantesca fila que daba la vuelta cuatro veces adentro del estacionamiento, con unas 500 personas que –entonces lo supe– habían ido llegando desde antes de las 5 de la mañana. “¡Iiiiijjjj, si esto está largo, usté! Y yo que me vine desde Sonsonate a sacarlo acá porque mi esposo me dijo que aquí seguro estaba más vacío”, me dijo la mamá de Érica cuando también vivió esa mala sorpresa de la fila que palpitaba oculta en el estacionamiento.

Con el hielo roto atrás suyo, el chico emo también quiso socializar. “Mire, ¿y usted sabe si tenía que traer partida (de nacimiento)? Porque yo no la traje”. Para suerte suya, no era necesario, así que se resignó a seguir en la cola y, como yo minutos antes, hizo su estimación de tiempos, aunque por supuesto ya menos optimistas que los míos. “Ya como a las 11 tal vez vamos saliendo, ¿va?”

La fila avanzó a buen ritmo durante la primera media hora. A ese paso, las predicciones del chico emo sonaban a acierto. Pero luego, la paralización. Ya empezaba a llegar la gente sabia y organizada que sí había hecho cita por internet con anticipación, además de las señoras y señores de la tercera edad, discapacitados y embarazadas que tenían prioridad en la atención.

Afortunadamente así era para ellos, porque ciertamente habría sido inhumano que pasaran en las condiciones de las que el resto nos iríamos quejando pronto. Para mis adentros, un autoreclamo más: “Por dunda, por dunda te pasa, Edith. ¡Si hubieras hecho antes la cita!”

A las 9:30, la mamá de Érica no podía más con ella. Y yo tampoco. Habíamos avanzado apenas hasta el primer punto en que la fila hacía una curva, en medio del barullo de gente, con ese repelente olor a sudor colectivo, y con la sola ventilación de la lejana entrada del parqueo. Las dos jóvenes que le seguían en la cola a la mamá angustiada evidentemente tenían más paciencia que yo, porque hasta le hacían de niñeras asistentes tratando de sacarle plática a Érica. Pero Érica tampoco quería más, así que su madre marcó desde su teléfono celular: “Mirá, venite a traer a la niña, por favor, que no hallo ya cómo hacer con ella y me falta un montóóóón”. Otro pensamiento para mí misma: “Sí, ¡que se la lleven, por favor!” 15 minutos después, el padre de Érica, que trabaja cerca del centro comercial, llegó al rescate. Al rescate de la madre, al de Érica y al mío.

Quien no era rescatada todavía era otra niña de unos ocho años que venía en la fila, pero en la dirección contraria, en otras de las líneas de la W, varios puestos atrás. Su madre la había dejado guardando el puesto mientras iba al banco a pagar el documento, pero su tardanza la impacientó y estalló en llanto. Todos los que estábamos cerca, por supuesto, no dudamos en juzgar a la desalmada madre que dejaba abandonada a su hija. “Pobreciiiiiiita”, decía la mamá de Érica, que de inmediato se puso en los pies de la otra madre y rectificó por todos: “Aunque la verdad es que está yuca esto. Si no la dejaba, a saber hasta qué hora empezaba a hacer la cola”.

Una joven detrás de la niña la consolaba y la abrazaba, y un señor delante de ella le prestó su teléfono celular para que llamara a la madre. La fila avanzó un poco y dejamos atrás a la niña abandonada, que se quedó llorando aún más por no poder recordar el número de teléfono de su mamá.

Las siguientes dos curvas las alcanzamos entre las 10:30 y las 11:30. Era casi la hora del almuerzo y, para entonces, calculábamos que todavía nos faltaba una hora. Una de las niñeras repartió entre cinco de nosotros tres panes que no se comió en el desayuno y yo me encargué de ofrecer dulces. Para entonces, al coro de quejas ya se nos habían unido también otros tres hombres: el que estaba detrás de las asistentes niñeras, que junto a ellas renegaba de la pérdida de su día de trabajo, y los dos delante del chico emo.

Ellos fueron los que luego agregaron también al grupo a una señora cincuentona que estaba delante suyo, y que me ganó el papel de reportera de la cuadrilla, pues asumió la tarea de ir, con cierta frecuencia, a curiosear a la entrada del Duicentro y reportarnos lo que pasaba. Fue ella la que, cerca del mediodía, nos llegó con el notición del “deschongue” que había en la puerta.

-¡Golpearon a un muchacho de los que atienden, casi le sacan el ojo! ¡Una señora fue, y dicen que va a tener que venir la Policía y que a saber entonces si van a seguir atendiendo!

-¡Ay, no! ¿Y por qué lo golpearon? -le preguntó una de las niñeras.

-A saber, ella ahí `tá diciendo que él fue el que la golpeó primero, pero es paja, es que ella como que se quería meter así no más a la fila.

-¿Y ya no nos van a atender, pues?

-Pues si eso están diciendo allí, que a saber si ya no, que hay que esperar a la Policía.

-¡Ahhhh, no! ¡A esa mujer la tenemos que linchar entre todos! -sugirió la otra niñera. ¡Yo no vine a estar cinco horas aquí para que por esa maitra no me atiendan!

En medio de tal escándalo, me uní a mi compañera reportera hacia la entrada del Duicentro. ¿Cómo era eso de que siendo yo periodista ella me estuviera ganando el mandado y no supiera yo, de primera mano, de ese desmadre? Me acerqué a la entrada, aunque preferí hacerlo sin revelar mi oficio, y verifiqué solo en calidad de metida. Eso de que casi le sacaron el ojo al empleado de Docusal no era a tal nivel, pero sí tenía dos arañazos bien dados, con la piel sangrando e inflamada, sobre el lado izquierdo del rostro. A la agresora, una mujer de unos 40 años, el mismo nudo de gente en la entrada la tenía retenida, esperando que llegara la Policía.

Afortunadamente, lo que más nos importaba en la cuadrilla no era cierto: la atención no se había cancelado, así que podíamos seguir en la fila para renovar nuestro dui.

Unos cinco minutos después llegó una patrulla con cuatro agentes de la Policía Nacional Civil. Una agente fue la que se acercó a la entrada del lugar, preguntó lo que había pasado y la señora, siempre retenida por la misma gente, se adelantó a responder.

-¡Él me golpeó! ¡Él me golpeó y yo lo aruñé para defenderme! -dijo, mientras señalaba al empleado con la cara sangrante.

El hombre agredido no tuvo necesidad de dar su versión, porque de inmediato el ejército de la entrada la contradijo. “¡Él no le hizo nada!', aseguró una voz. Y de inmediato se entremezclaro otras, que fueron construyendo la versión generalizada de lo que había ocurrido. '¡Ella es la abusiva que se quiso meter sin hacer la cola!'... '¡Sáquenla, sáquenla, sáquenla!'... '¡Vieja abusiva, mire cómo dejó al pobre muchacho!”...

La mujer rezongó a gritos durante un par de minutos más, hasta que la agente decidió arrestarla por la agresión física contra el empleado de Docusal.

Con su retiro en la patrulla de la Policía, había terminado el incidente violento de la jornada. Mi compañera reportera y yo regresamos a la fila y, luego de informar a nuestra cuadrilla sobre lo sucedido, acordamos estar todos vigilantes de que nadie más, en nuestro campo visual, se aprovechara del desorden y se colara antes que nosotros.

Me causó un poco de gracia que llegáramos a eso. Parecíamos ese primer grupo que, en la novela Ensayo sobre la Ceguera, de Saramago, llegó al lugar de la cuarentena y se organizó para cuidar sus cosas y cuidarse a sí mismos. Nosotros no estábamos ciegos, pero si nos descuidábamos se nos podían meter a la cola y nadie quiere que alguien más se aproveche de sus cansadas seis horas de espera. La vigilancia en cuadrilla era necesaria para cuidar el lugar, así que terminó por valerme el nivel de locura.

Pero la locura no era solo nuestra. Los ánimos, luego de seis horas de pie haciendo la fila, ya estaban demasiado encendidos en toda la gente, y otra impaciente señora de entre 55 y 60 años fue la siguiente protagonista -casi víctima- de todos los grupos que ya estábamos decididos a proteger nuestro lugar. Tratando de disimular, se puso unos diez puestos atrás de donde terminaba mi cuadrilla, y en ese grupo, que aparentemente estaba tan organizado como el nuestro, no tardaron en denunciarla. “¡Hey, esta señora se ha metido aquí y no ha hecho la fila!”, gritó un hombre atrás de ella.

Nosotros ya estábamos a unas 50 personas de entrar al Duicentro y, evidentemente, a los otros cientos de personas que nos seguían no les hizo ninguna gracia la astucia de la aprovechada. “¡Vieja sinvergüenza, haga cola!', le gritó alguien. Y, como con la arrestada antes por la PNC, a esta también comenzaron a lloverle improperios de todo color. '¡Vieja abusiva, sinvergüenza!'... '¡Sáquenla, sáquenlaaaaaaa!'... '¡Venga temprano y haga la cola, vieja puta!'... '¡Sáquenla, sáquenla”...

En mi cuadrilla no le gritamos. Nosotros estábamos delante de ella y para entonces nuestra solidaridad para pelear no alcanzaba más que para evitar que alguien se colara delante de nosotros. Lo que sucediera después era un interés por el que otros tenían que preocuparse.

La señora no se inmutó ante los gritos, insultos y chiflidos de más de 300 personas. Como estatua, se quedó en el puesto que se había tomado y no le dirigía a nadie la mirada. Por el episodio anterior en la entrada, un par de policías se habían quedado cerca, aunque fuera del parqueo, sin alcanzar a escuchar todo lo que pasaba fila adentro. Pero como el rumor de la colada se corrió rápido hacia afuera, un nuevo coro inició entonces de afuera hacia adentro: '¡Policíaaaa! ¡Policíaaaa! ¡Policíaaaa!”

El nuevo cántico, organizado tal cual una hinchada futbolera en el estadio, sí logró disuadirla, y siempre sin mirar a nadie, se retiró de la fila y caminó hacia afuera, en medio de los aplausos, gritos y chiflidos de victoria de toda esa barra brava. Ahí sí, para celebrar sí nos alcanzó energía y mi cuadrilla y yo también aplaudimos. Y ahí, además, fue donde no aguanté la risa ante lo absurdo de aquella escena de la que estaba participando. Era un caos, un gran “deschongue”, como decía mi compañera reportera, pero nosotros, al menos, ya estábamos más cerca de salir de él.

20 minutos antes de las 2 p.m., toda mi cuadrilla estaba ya en la puerta del Duicentro. Y ya terminando de sufrir la espera, veíamos cómo otros, desesperados y frustrados, llegaban desde lo último de la fila a pedir información al empleado en la entrada.

-Mire, ¿es cierto que solo a los que les han puesto un sello van a atender ya? -preguntó un señor regordete y sudado.

-Sí, hasta donde llega el sello se atiende hoy. Si no tiene sellito mejor venga hasta mañana.

-¡Aaaaa la puyaaa! -se dijo el regordete a sí mismo, con resignación.

-Mire –preguntó otra señora que acababa de llegar– ¿y usted a qué hora me recomienda venir mañana para ser más o menos...?

-... ¿De las primeras, je, je?

-Sí, más o menos de la primeras.

-Por lo menos a las 5 de la mañana, por lo menos.

-Ah, bueno, gracias -se despidió la señora, con los ojos bien abiertos del asombro... o del susto.

No sé si alguien más tuvo que aguantarse otros cánticos de la barra brava que quedaba todavía afuera cuando yo por fin entré al Duicentro. 40 minutos después, a las 2:20 de la tarde, ya con mi dui renovado, no quería saber nada más de lo que ahí pasaba. Tampoco tenía ninguna gana de discutir, como mi compañero de redacción hace unos meses, sobre mi profesión. “Póngame empleada nada más”.

Me fui, como mis demás compañeros de cuadrilla, sin despedirme de la mayoría. Ya adentro cada quien velaba por lo suyo. Tampoco supe el nombre de ninguno. No hacía falta para empatizar y hacer guardia en una fila de siete horas para poder existir.

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