Opinión /

Wikileaks


Lunes, 6 de diciembre de 2010
Ricardo Ribera

Wikileaks ha vuelto a hacerlo. De nuevo ha puesto en evidencia y en serias dificultades al imperio. Si antes fue filtrando documentos secretos norteamericanos de las dos guerras imperiales, la de Irak y la de Afganistán, ahora ha sido la filtración de decenas de miles de cables diplomáticos de las Embajadas de Estados Unidos en el mundo, que afectan a otros gobiernos además del estadounidense. Por varios días han estado colgados en internet, a disposición de cualquiera que quisiera verlos. Numerosos medios de prensa han escarbado entre ellos y han difundido parte de sus contenidos. El escándalo es mayúsculo y las consecuencias políticas todavía son impredecibles.

Posiblemente la verdadera naturaleza de la diplomacia imperialista no había sido evidenciada de tal modo desde 1917, cuando tras la victoria de la revolución rusa Lenin y Trotsky decidieron publicar todos los acuerdos secretos y documentos comprometedores que los bolcheviques encontraron en los archivos de la cancillería del zar tras la toma del poder. Al hacer eso, la intención de los líderes de la revolución era aleccionar a las masas proletarias de cómo los sectores de poder habían empujado a la guerra mundial: pactando entre ellos, traicionando a sus aliados, calculando sus ganancias con total menosprecio por las vidas y destrucción que ocasionaría la contienda bélica. Mientras se manipulaba a la opinión pública con discursos patrióticos y llamados a salvar a la civilización, la verdadera política se jugaba en la oscuridad de la diplomacia y de pactos secretos, a menudo contrarios a los acuerdos públicos y oficiales. El golpe propinado por los comunistas rusos a este modo de hacer política fue tal, que por mucho tiempo primó el consenso de nunca más volver a utilizar la modalidad de diplomacia secreta en las relaciones internacionales, considerada una causa principal de que la guerra se hubiese vuelto inevitable.

Mucho ha llovido desde entonces y estamos mucho más curtidos que hace un siglo respecto la crudeza de la política internacional, más acostumbrados al cinismo con que se hace “la alta política”. No obstante, las revelaciones actuales son impactantes.

Seguramente tiene razón un editorialista español quien sugiere distinguir en los cables lo que son sólo opiniones y apreciaciones subjetivas, de lo que son hechos. La recomendación de averiguar el estado de salud mental de Cristina Fernández de Kirchner, la actual mandataria argentina, es chocante y escandalosa, pero no es más que una valoración subjetiva. Un cable tilda al presidente de Italia, Silvio Berlusconi, “el portavoz de Putin” en Europa, pero eso no pasa de ser una opinión. Sin embargo cuando se afirma que el monarca de Arabia Saudita pidió a Estados Unidos “córtenle la cabeza a la serpiente” refiriéndose a Sadam Hussein, estamos ante un hecho. Igualmente se refieren a algo fáctico las revelaciones sobre las maniobras del Fiscal General de España y de autoridades del gobierno español para entorpecer e impedir las investigaciones de la Audiencia Nacional sobre crímenes de guerra cometidos por soldados norteamericanos o por los vuelos ilegales de la CIA con presos sospechosos de terrorismo sobre la península ibérica.

Los medios han desviado la polémica a la parte más anecdótica del escándalo, soslayando la lógica exigencia de investigar con seriedad donde aparecen indicios de delito. Se ha introducido un debate sobre las necesidades de la diplomacia, aduciendo que ésta sería imposible sin el ingrediente de confidencialidad. Se subraya la necesidad de la diplomacia, como sustituto y alternativa a la guerra, obviando que en muchas ocasiones es al revés, aquélla se pone al servicio de ésta.

De hecho, las relaciones internacionales contemporáneas están bien lejos de las aspiraciones filosóficas de Kant, el teórico de la paz perpetua. Cada vez más alejadas también de las ideas de los liberales, que se inspiraban en un horizonte utópico de ganancias para todos. El mundo actual ha puesto más bien de actualidad las ideas de Maquiavelo y los planteamientos del absolutista Hobbes.

El espíritu de Maquiavelo se hace presente cuando el Secretario de Defensa estadounidense Robert Gates dice, refiriéndose a su país: “los gobiernos en el mundo quieren tratar con nosotros, no porque les gustemos, o confíen en nosotros, o crean que somos capaces de guardar un secreto; unos lo hacen porque nos temen, otros porque nos respetan, la mayoría porque nos necesitan”. También Hobbes parece ratificado en la escena internacional: la relación entre los Estados es similar a la que el filósofo de Oxford describía para los individuos en estado de naturaleza, dominada por la desconfianza, el recelo, la ambición, el engaño y la violencia. Impera la ley del más fuerte y nadie está seguro ni a salvo.

Reflejo de la burguesía transnacionalizada de la actualidad, ésta se revela imperialista por esencia y por necesidad. La política de la hiperpotencia no es sino su fiel reflejo. No es algo que Obama pueda ni quiera cambiar.

Mientras, el fundador y cara visible de Wikileaks, el australiano Julian  Assange, anda escondiéndose, prófugo de la justicia, con una orden de captura internacional emitida por la justicia sueca por presuntos delitos sexuales, que él desmiente. Todo apunta que se trata de un pretexto y que la verdadera motivación es política. En Estados Unidos se ha presionado para cerrar definitivamente la página web del medio “filtrador” de la información confidencial y hay voces que se alzan para acusar formalmente a su responsable de atentar contra la seguridad nacional de la gran potencia. Incluso hay quien clama, abiertamente, para que se “liquide” físicamente a Assange. Éste denuncia que recibe a diario amenazas de muerte. Se le ha llegado a comparar con bin Laden, diciendo que Assange es todavía más peligroso.

Assange se ha dejado entrevistar por el británico The Guardian y cuando le cuestionan si es consciente de que él no va a ganarle a la superpotencia, que no puede ganar, afirma: “la historia ganará, el mundo será un lugar mejor”. En todo caso, no va a depender sólo de él. Mucho dependerá de las poblaciones, que la ciudadanía en los países en democracia sea capaz de defender su derecho a estar informada debidamente. Un derecho a la información que internet en gran medida ha ampliado y hecho posible, pero que es limitado por el poder imperial cuando sus intereses son tocados, mostrando que la red tiene dueño y que éste es capaz de quitarse su careta democrática para imponer el pensamiento único y la verdad oficial que fabrica a diario.

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