Opinión /

Mártires del FDR


Lunes, 6 de diciembre de 2010
Mauricio Silva

Hace 30 años se cometieron en El Salvador dos horribles asesinatos, el de los cinco miembros de la directiva del Frente Democrático Revolucionario (FDR) y el de las cuatro religiosas americanas. Ambos crímenes fueron cometidos con el aval e involucramiento de los poderes del estado y las fuerzas armadas, ambos quedaron sin investigar y por tanto sus verdaderos culpables quedaron sin condena, ambos se llevaron a cabo con lujo de barbarie, en pleno día y en lugares transitados y de  libre acceso. Ambos fueron cometidos contra personas simbólicas de las fuerzas democráticas de los poderes involucrados en el conflicto armado. Ambos fueron condenados por el gobierno de El Salvador y el gobierno Americano, quienes siguieron como si nada su alianza con las mismas fuerzas autoras de esos asesinatos.

Los muertos fueron víctimas fáciles pues ninguno de ellos consideraba que se pudiera llegar a tales extremos de abuso,  violación de las leyes y los derechos humanos, ambos grupos creían - en mayor o menor medida - en el orden constitucional y jurídico. En el caso de los líderes del FDR, el cual tenía una conexión directa con una de las fuerzas en conflicto, el FMLN, la exposición fue demasiado alta y peligrosa, pero algunos la aprobaron porque el fin la justificaba. Ambos casos fueron piezas claves para escalonar la guerra. Los nueve mártires fortalecieron así las posiciones extremas de los poderes que representaban, posiciones que ellos no compartían. Lo que siguió fue una guerra cruel que tuvo costos muy altos para todos los involucrados, en la cual ninguna de las partes logro las metas que entonces se planteaban. En ese momento, y en varias otras ocasiones durante el conflicto, ambas partes rechazaron posiciones más conciliatorias, pero con costos mucho menores, buscando lograr sus posiciones maximalistas.

Este artículo reflexiona, una vez más, sobre esos hechos para trasmitir el espíritu de los mártires, reconocer su sacrificio por un El Salvador más justo, mantener vivo ese pedazo de historia del cual yo  fui parte; pero también para que esa represión, falta total de apertura y dialogo, uso inadecuado de los poderes del estado, impunidad, falta de visión de nación, y radicalización, no se repita.

Esa historia nos debería hacer reflexionar que los extremos no son buenos, pero que ellos se dan ante la falta de diálogo y el cierre de los canales democráticos. Que el fin no justifica los medios, que no se debe ocupar los poderes del estado de manera arbitraria y fuera de las leyes, no importa cuál sea el objetivo. Que la democracia y la lucha contra la pobreza, causas por las cuales los mártires murieron, siguen siendo la causa de los conflictos internos, y por tanto, deberían ser la base de nuestro acuerdo de nación. Lograr la democracia plena y reducir la pobreza es tarea indispensable que, aunque de largo plazo, hay que comenzar de inmediato para que los costos no sean mayores para todos.

 Esa historia también nos enseña que las alianzas con fuerzas que no comparten nuestros valores básicos, por mas coyunturales que esas alianzas sean, no son buenas, y a la larga son contraproducentes.  Por ello, los partidos políticos deberían medir sus alianzas. Lo mismo debería haber aprendido el gobierno Americano, aunque la historia de sus guerras recientes indica lo contrario.

La impunidad de los crímenes solo sirvió para agudizar el conflicto y fortalecer las posiciones de los adversarios de los que trataron de ocultar la verdad. La falta de respeto al orden jurídico les fue contraproducente a los que cometieron esa falta. Los asesinatos nos dejan la lección de que es mejor acordar reglas del juego claras y respetarlas, aunque ello nos obligue a cambiar y perder algunos privilegios, que pagar un alto precio en un futuro no muy distante.

Es importante, pero quizás lo más difícil, proyectar las lecciones de los dos casos a este aquí y ahora; para ello debemos reconocer la necesidad de evolucionar y adecuar nuestras posiciones políticas, manteniendo constante solo lo fundamental. Como nación nuestros valores básicos se reflejan en la constitución, ello debería ser lo permanente. Nuestras posiciones ideológicas políticas deberían evolucionar, lo que fue valido durante la guerra ya no lo es ahora. Para varios actores claves de nuestro quehacer político no es fácil recordar el ardor político con que se defendían argumentos y posiciones contrarios a los que ahora les pueden parecer validos. Pero esa maduración es necesaria en los líderes y sus fuerzas políticas. El creyente se limita a cambiar de rebaño, repetir el mismo eslogan varias veces, defender con la misma fuerza las posiciones dogmaticas, encontrando siempre un argumento para justificarlas y un competidor a quien culpar. El pensador aprende de la historia, en nuestro  caso, de la historia que nos dejaron los mártires del FDR y las religiosas americanas; hacer eso es el mayor reconocimiento que les podemos brindar.

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