Nacionales / Violencia

Delivery Service

El dentista le devuelve la cajita de tarjetas y cuando se ha alejado, el Snow me llama: 'Se-ve-que-le-gusssstaron-las-tarjetas', y se tira una carcajada ronca. Dentro de la cajita se ha esfumado la bolsita plástica y está un billete de 20 dólares.


Domingo, 16 de enero de 2011
Carlos Martínez

Voz en off:

En 1858, el doctor alemán Carl von Scherzer se embarcó en un viaje alrededor del mundo a bordo de la fragata Novara, con el propósito de recolectar especímenes extraños. Luego de un año de innumerables andanzas, Von Scherzer regresó a su laboratorio llevando consigo un buen bulto de hojas exóticas, entre ellas unas que solían masticar los nativos de una tierra fría y arisca. Aquellos indios conseguían soportar las heladas y el cansancio y vencer el mal de altura al extraerle a dentelladas el jugo a esas hojas.

Por el laboratorio del doctor se paseaba su asistente, un joven de 25 años llamado Albert Niemann. Albert miraba de reojo los tesoros de su mentor y en la cabeza le merodeaba una de esas preguntas que terminan desparramándolo todo: ¿Qué tienen esas hojitas que alebrestan tanto a los indios? Y otra peor: ¿Eso se puede aislar? Alistó sus instrumentos, puso a fuego esto, le dio mucho calor a aquello, filtró el resultado... al alcaloide cristalino que quedó luego de maltratar aquellas hojitas salvajes, el muchacho aprendiz de científico lo llamó cocaína.

Cómo iba a saber el joven Albert que años después su alcaloide causaría tanto ajetreo. En nuestra historia, por ejemplo, su descubrimiento se pasea con chofer.

                                                                  * * *

Cada vez que el Snow pisa el acelerador, el escape del carro simula una turbina de avión grande. ¡Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrr, aquí vamos, bufando a toda máquina a traerla! Urge recogerla para llevársela al varón que va a gozarla la noche entera. Entramos a un laberinto de callejuelas, hasta llegar a una plazoleta oscura y solitaria. Los diseñadores de las grandes urbes nunca olvidan construir lugares como este: espacios abiertos en el centro de un hormiguero de callejones. Si hay alguna farola, su luz debe ser mortecina, amarillenta. En estos lugares siempre hay cosas que esconder. ¡Brrrrrrrrrrrrrrrrrrrr!... irrumpimos en la plazoleta con este cacharro del demonio que no sabe ser discreto y el Snow apaga las luces para no matar el ambiente. Nos estacionamos y esperamos.

El Snow se acomoda en el asiento y prende un cigarrillo. Me ofrece uno sin voltear a verme y sin dejar los ojos quietos, paseándolos por la plazoleta oscura. “Vos calmado, ya vas a ver cómo es el bisne...” Unos minutos después, de uno de los callejones salen chorros de luz azulosa, como si del fondo emergiera una fotocopiadora gigante. Y del callejón sale Batman, o al menos alguien que conduce su tradicional vehículo: negro reluciente con neones que lo anuncian y un chasis a ras de piso. Tiene farolas de esas que despiertan y que se esconden. Se estaciona justo al lado de la puerta del Snow y me mira de reojo. Lleva una gorra y es joven. La transacción dura un minuto: chocan manos. En la palma de Batman queda un billete de 10 dólares y en la del Snow una bolsita de plástico cerrada con cinta adhesiva. Como la bolsita es transparente, deja ver su contenido: un polvillo blanco inmaculado, del tamaño de la última falange del pulgar; con pequeñísimos terrones sólidos, que recuerdan que algo de este producto no ha sido mezclado con raspadura barata. El Snow huele la bolsita cerrada, haciendo gestos de aprobación y me la pasa. “Si nos paran me la regresás rápido que yo sé dónde esconderla”. ¡Brrrrrrrrrrrrrrr! Salimos disparados por un lugar distinto a donde entramos. El cacharro tronante y el Batimóvil salen de la plazoleta que vuelve a quedar oscuras y en silencio.  

*  *  *

-Toc, toc... -llama alguien a la puerta de una casa, quedito, como tocando musiquita.

-¿Quién? –pregunta alguien por joder, porque ya saben quién es.

-Delivery service.  

Se hace una pausa en la fiestecilla y todos miran a la entrada. Abren la puerta y él está ahí. Es imposible decir si el Snow está quieto o bailoteando. Como a esos perritos que se pegan en los tableros de los carros, al Snow pareciera que un resorte lo mantiene en un discreto movimiento constante. Entrecierra los ojos y echa la cabeza para atrás, con las manos en los bolsillos. Lleva unos zapatos negros de punta aplanada, tan lustrados que son superficies reflejantes, unos pantalones de vestir café claros y una guayabera blanca a la medida. Tiene el cuello grueso como el de una rana toro; lleva el pelo repeinado hacia atrás y un arete dorado en la oreja izquierda. Desde que entró, el salón se inundó del olor de su perfume. Sigue mirando con los ojos entrecerrados y la cabeza echada para atrás.

-¿Aquí necesitaban apoyo?

Habla sin abrir del todo la boca, arrastrando las eses y por eso las frases parecen una sola palabra, mascullada callejeramente, con la voz gastada de Vito Corleone: “¿aquinecessssssitabanapoyo?” Saca una mano y se la pasa por el pelo, para asegurarse de que está todo ordenado. Podría decirse que es una réplica de El Padrino, solo que en versión Umpa Lumpa. El Snow mide quizá un metro sesenta y por ello siempre está viendo hacia arriba, con actitud desfachatada.

-¡Díganme-sssssssi-aqui-necesssssssitaban-apoyo-o-me-voy-a-lamierrrrda!

Silencio. Mira alrededor esperando una respuesta, con cara de gangster. Hasta que alguien se anima.

-¡Váyase a la mierda, aquí pizza habíamos pedido!

-Heeeeeey-no-me-trate-asssssssi-que-yo-sssssoy-delicado.

Entonces se arrancan a carcajadas, que condimentan con improperios mutuos. En un segundo el Snow se ha acomodado en una silla haragana de pititas blancas, con un largo trago de ron en las manos. No consigue que los pies le lleguen al suelo, así que tiene que decidir si se recuesta o si hace polo a tierra. El Snow siempre ha tenido que ver con lo blanco y con la coca, aunque en el pasado ambas cosas estaban separadas.

Es un hincha furibundo del Alianza F.C. y un miembro distinguido de la barra Ultra Blanca. Siempre ha sido un seguidor del equipo blanco y es posible que tenga todas las casacas aliancistas. Si el equipo juega en el Estadio Cuscatlán, el Snow estará aupando desde las graderías de sol, acompañado de alguno de sus hijos.

“Ssssiempre-he-trabajado-en-la-coca”, dice y se ríe. Cuando comenzó este siglo, el Snow tenía algunos años trabajando para la Coca Cola, haciendo un poco de todo: en el embotellado, en el llenado, en el estibado de cajas... Un buen empleo si no has terminado el bachillerato. Buenas prestaciones. Hasta que llegó 2001 y trasladaron la fábrica para Nejapa y ahí no había cabida para todos. Un día el jefe reunió al equipo de 34 trabajadores y fue leyendo la lista de los que iban a quedar cesantes. Solo siete se salvaron.

“Es-que-en-la nueva-fábrica-iban-a-poner-un-montón-de-mierdassss-tecnológicasss”. Le dieron una jugosa indemnización y lo dejaron sin empleo. La despilfarró a manos rotas, no guardó un solo centavo. Juergueó y pagó cada juerga con el dinero de la Coca Cola. Hasta quedar en las lonas. Entonces recurrió al verbo de los sobrevivientes: se rebuscó. Sacó un carro a plazos y se fue a merodear la zona bohemia, siempre llena de vidilla, de gente necesitando cosas... o sea, por ejemplo, un taxista. Como no tiene óvalo (ni permiso de taxi, claro) poco a poco se tuvo que hacer de su propia lista de clientes. Hasta que un día un tipo le pidió que lo llevara de compras. Quería algo... estimulante. El Snow aceptó con la siguiente condición: el cliente debería esperar en el bar y él iría solo al “Barrio Chino” a ver qué hallaba. Halló, por supuesto. Aunque el “Barrio Chino” queda muy cerca de la zona bohemia, el Snow cobró lo que quiso y cayó en la cuenta de que ser chofer de la blanca era un negocio muy rentable. Como la práctica hace al maestro, ahora sólo va al peligroso “Barrio Chino” cuando Batman o alguno de sus distribuidores mayoristas se toman vacaciones y la clientela le atormenta el teléfono.

Le croa el celular –le ha puesto sonido de rana- y habla brevemente. “Deme-diezzz-minutitossss-que-estoy-ahorita-en-un-veinte (lugar)-un-poco-retirado-y-le-caigo-por-ahí”. Da dos sorbos grandes a su copa de ron y la siembra, vacía, en la mesa. “Bueno, voy a dejarles pizza a unos señores”.

                                           *  *  *

Acabamos de salir de aquel rellano oscuro y vamos de regreso, en el cacharro tronador del Snow, cuando cae la llamada de otro cliente que requiere un saquito de polvo en un lugar cercano a donde aguarda el primero. No vale la pena bajar a la zona bohemia sin el segundo encargo. Snow es muy cuidadoso con sus procedimientos: solo acepta clientes que vengan recomendados por otros y solo lleva en el vehículo los encargos puntuales que acaba de recibir. Nunca porta un stock amplio de producto. Es menos rentable, pero te evita problemas si la Policía te pilla.

Vuelve a marcarle a Batman y acuerdan verse sobre la 75a. Avenida Norte. Batman es el mayorista y surte a los pequeños vendedores. El carro negro está estacionado junto a otro taxista y Snow espera su turno dentro del vehículo. Con el murciélago es mejor hacer tratos de uno en uno. No le gustan los tumultos. La misma rutina: la palmada, el billete y el saquito blanco. Salimos tronando a atender a los clientes. A las pocas cuadras nos detienen adelante las luces intermitentes de un radio patrulla. No hay vías alternas y dar vuelta en U nos termina de delatar. ¡Shit!

Le paso al Snow los dos saquitos de coca y él los aprieta en el puño. Bajamos la velocidad frente al carro de Policía cuyas luces nos ciegan. Es un espacio muy estrecho, al lado de un paso a desnivel. Hay dos carros de Policía y un uniformado nos hace señas con las manos. ¿Quiere que nos detengamos, o...? “Al-suaaaaaaaaave-no-es-con-nosotros-la-onda”. Pasamos despacio a la par de una cinta policial, donde unos investigadores toman fotografías. En el fondo de un pasaje hay un hombre tirado en el suelo, del que nace un charco de sangre que aún fluye. Acaban de matarlo.

El Snow tiene sentido de gremio y le marca a Batman:

-Mire, maestro, abuzado porque hay un 7-4 (peligro) por el paso a desnivel.

-...

-Negativo, hay una figurita tendida en el suelo, se ve que se lo acaban de dar.

-...

-Simón, simón, ya sabe.

Enfilamos hacia la zona bohemia. El ronquido del carro alerta a una sombra que fuma afuera de un bar. “Essssta-figurita-es-colega-tuyo”, me dice y se ríe, porque sabe que lo conozco. Casi lo mismo: chocan palmas, en la mano del colega va un saquito blanco y en la de Snow queda un billete de 20 dólares. Seguimos el reparto. “Con-essste-otro-tenemos-un-truquito”. El nuevo cliente es un dentista. Snow agarra una cajita llena de tarjetas de presentación –de taxista, desde luego- que él ha mandado hacer y mete la bolsita dentro. Se estaciona y me pide que me baje del carro, pero que me quede cerca. En breve sale un tipo joven y fornido. Yo me hago el disimulado y me apoyo en un carro cercano.

-Estas son las tarjetas que le dije- y le entrega la cajita al dentista.

-Aaaah, sí, están chivas, plastificaditas, le voy a robar unas para repartirlas- replica el cliente, bien metido en su papel e introduce los dedos, goloso, en la cajita.

-Agarre, agarre, que para eso son.  

El dentista le devuelve la cajita de tarjetas y cuando se ha alejado, el Snow me llama: “Se-ve-que-le-gusssstaron-las-tarjetas”, y se tira una carcajada ronca. Dentro de la cajita se ha esfumado la bolsita plástica y está un billete de 20 dólares.

Seguimos el recorrido. La siguiente misión es en calidad de taxista, hay que ir a un sitio a traer a una persona y llevarla a otro sitio. Bien, no está mal algo legal para esta noche. Pero Snow me mira con cara de que voy a quedarme con las ganas.

No hay nada que anuncie que este lugar es un bar, de hecho está cerrado. Snow le pega con las llaves al enrejado y de la puerta sale, bailarina, una chica descalza en minifalda, rebosante de felicidad. Ella anuncia con un grito a sus compañeros de juerga: “¡Es el Snowcito!” y le quita llave a un candado. Él me hace señas para que me acerque y me presenta: “Un-amigo”. Parece que a este “bar” hay que estar invitado para poder entrar.

Lástima que el Marqués de Sade no está aquí, para corroborar que se le quedó corta la imaginación. Dentro hay una juerga furiosa. En una esquina hay una mesa sobre la que yace una chica desparramada, a la que se le ha escapado una teta del escote y tiene la otra a punto de fugarse. Junto a ella hay dos tipos elegantes que conversan con absoluta naturalidad. Una gorda inmensa baila a gritos sobre una mesa, embutida en un trajecito de cachiporrista, al que seguramente le pasará lo mismo que le ocurre a la ropa de Hulk cuando se enoja. Otras chicas celebran sus ocurrencias y bailan alrededor de esa mesa. Cerca, unos tipos aplauden, rabiosos, y brindan con cervezas. Aparece la chica que nos abrió la puerta llevando un pastel de chocolate. Más que ofrecer huye con él. Los alegres se abalanzan sobre el pastel, le dan zarpazos, todos comen con las manos. Uno de los tipos elegantes alcanza a pellizcar un trozo; come un poco y le ofrece a la chica desparramada, que sorprendentemente vuelve a la vida para lamer la mano de su amigo llena de pastel. Al parecer la golosina ha sido dotada de poderes mágicos que la hacen muy codiciada. 

Hay que esperar al pasajero y el Snow se me acerca con dos copas de ron. Nos quedamos junto a la barra disfrutando el ambiente. Prefiero no probar el pastel, pero el Snow se hace de una buena porción y lo devora en seguida. El cliente de esta noche es el Pucksy, un pandillero que hace negocios con otros en un cuarto apartado. Una especie de salón VIP. El Pucksy hace las veces de guardaespaldas de otro tipo que lleva la voz cantante en el negocio de venta de drogas que opera desde este sitio. Finalmente aparece y luce como se supone que tiene que lucir: tenis blancos, pantalón holgado y camiseta ancha. Tiene en la cara un pequeño bigotito y conserva el acento chicano de quien ha mezclado toda la vida el inglés con el español. Suscita en los festejantes una especie de respeto visible. Mira al Snow y le hace una seña. Empujamos los tragos y salimos del lugar siguiéndole. Chocan palmas y Snow me guiña un ojo para resaltar que debo poner atención a la plática venidera:

-Hey, ¿no anda nada ahora, verdad Pucksy? Es que hay un vergo de retenes.

-No, la dejé. No ando nada- replica el Pucksy y se levanta la camisa. Si voy saliendo a esta hora porque no conviene dejar solo mucho tiempo a aquel y hasta ahorita viene llegando el Twister.

En el camino Pucksy despotrica contra un homeboy que intentó abusar de una amante del jefe. Claro que el jefe le rajó la cabeza con la cacha de la pistola y hubo que convencerlo para que no le encajara un balazo. “Pero es que si le hace eso a mi hermana o a mi novia, fácil: lo mato”, explica el Pucksy. Al menos yo le creo. Al pasar al lado del Monumento al Hermano Lejano, vemos cómo tres tipos asaltan a una pareja que cometió la imprudencia de caminar por San Salvador de madrugada. “¡Puta, si hubiera andado el cuete, me bajo!”, se retuerce Pucksy. De nuevo yo le creo.

Estamos yendo hacia Santa Elena, nos detenemos frente a un portón y el Pucksy hace señas al vigilante que guarda la entrada. Estos días violentos conviene apostarle a la seguridad. Lo dejamos en su casa y se despide del Snow. Le pagan el servicio de transporte puntuales cada fin de mes, así que en este transe no aparecen los billetes.

¡Brrrrrrrrrrrrrr! Salimos rumbando de la colonia de gente rica de vuelta hacia los arrabales. Esta noche no aparecerán más misiones.

*  *  *

-Toc toc. Suena la puerta de una casa.

-¿Quién?

-Deliveryssservice…

Es un viernes y está a media jornada. Ha decidido hacer una pausa para tomarse un traguito. Se pone cómodo, se sirve un ron con Coca Cola y hace tintinear los hielos en la mano. Le ha gustado eso de tener a un periodista de copiloto y va por ahí recopilando historias impresionantes para contarlas luego: “Puta-la-otra-vezzzz-me-tocó-ir-al-BarrioChhhino-con-una-figura-y-estaba-lleno-de-juras. Me-tocó-darme-a-la-R (retirada)...” Croa el teléfono: “Vaya-passso-a-la-farmacccia-por-su-medicccina. ¿Solo-mentol-va-a-querer?...” Era un cliente que quería cinco piedras de crack en el puerto de La Libertad. Snow sigue hablando de los pronósticos del Alianza. Vuelve a croar el aparato: “Ok-ok-tres. En-un-ratito”, este es un cliente frecuente, que al parecer tiene una fiesta grande. Lame su copita y fuma mientras entorna los ojos. Croa de nuevo la rana: “Ssssimón-claro-ahorita-le-llevamos-el-respaldo”. Este último tiene ya ratos esperando. Parece que la noche va a estar buena. Planta el vaso vacío en la mesa y se despide chocando palmas y puños. “El-deber-me-llama” y tose su risa. Se escucha a la distancia cómo se aleja el rugido de su carro internándose en la ciudad.

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