Opinión / Política

De la paz... a la dicha suprema


Domingo, 16 de enero de 2011
El Faro

Es mentira que El Salvador soñó siempre noble en la paz. La historia nuestra está marcada, desde su fundación como república, por otros sueños, los de quienes han dominado la economía nacional: los sueños de mayores ganancias, mayor rentabilidad, mayor control sobre los obreros y mejor posicionamiento en el mercado internacional, a costa de una enorme desigualdad, una vergonzosa pobreza y una ignorancia generalizada.

Esta historia, escrita también por el empoderamiento del ejército como herramienta de control a favor de los grandes terratenientes a cambio del control político y la administración arbitraria de los recursos del Estado, estuvo apenas interrumpida esporádicamente por golpes de Estado e intentonas reformistas que fracasaron en su mayoría una y otra vez.  

El fin de esta estructura de poder llegó con los Acuerdos de Paz, final de una cruenta guerra de más de una década que dejó unos cien mil muertos y desaparecidos. Fue una guerra fundada en la falta de espacios para la participación política o el impulso de transformaciones sociales; reforzada por la pobreza y la injusticia.

Los acuerdos de paz sin duda solucionaron muchos de estos problemas, al punto que hoy, 19 años despúés, el partido que entonces era fuerza beligerante, la guerrilla FMLN, mantiene el control del poder Ejecutivo y en unos días también la presidencia del legislativo.

Pero de ahí a la dicha suprema hay un largo trecho. Los acuerdos de paz cumplieron con excelencia su propósito de terminar la guerra, y por ello los salvadoreños debemos estar orgullosos. Pero era necesario consolidar las instituciones del Estado para pasar de la paz a la dicha; del fin de la guerra al inicio de una etapa de progreso y bienestar social; del rencor enconado a la solidaridad; de las armas a los libros.

Hace 19 años, la corrupción era aún monopolio del ejército. Hoy es un cáncer incrustado en el sistema político, transversal, que afecta a todos los partidos políticos y que amenaza con convertirse en un sistema penetrado por el crimen organizado.

En vez de solidaridad, el debate nacional es ahora entre empresarios que acusan al gobierno de querer pasarles la factura de la crisis y funcionarios que acusan a los empresarios de seguir acostumbrados a buscar exhorbitantes ganancias a costa del bienestar social.

Las instituciones encargadas de la contraloría del Estado están al servicio de un partido político y son incapaces de cumplir una función primordial para el desarrollo democrático, porque a pesar de haber sido diseñadas para ello han sido pervertidas por la ganguería politiquera.

Hoy El Salvador sufre una violencia de otra naturaleza, pero casi tan sangrienta como aquella de nuestra guerra civil. De los 22 muertos diarios que en promedio dejó la guerra, a los 11 o 12 de ahora, con un sistema político aparentemente estable y sin los problemas de antaño. No hicieron falta ni dos décadas para que El Salvador perdiera la paz, y la dicha. Pero esta vez terminar con las causas de esta violencia, y con los violentos, no se logra con acuerdos de paz, porque los perpetradores no son fuerzas ni legítimas ni reivindicadoras de otra cosa que no sea el crimen y la violencia per se.

La impunidad ahora es similar a la de los años de la guerra. El sistema judicial no funciona y muchas de sus partes han sido penetradas también por el crimen organizado.

Es cierto que el panorama no es alentador, pero en un balance justo habría también que mencionar los enormes éxitos heredados de los acuerdos de paz; Comenzando por la libertad de expresión, que nos coloca al frente en todos los registros centroamericanos. El Faro es prueba fehaciente de que ahora se puede ejercer la crítica independientemente de quién administre el poder.

En materia política, a pesar de las tercas discusiones a las que nos tiene acostumbrada la Asamblea, hoy las diferencias se resuelven a mano alzada o con intercambios verbales, no con las armas. El EJército se mantiene fuera del control político. El hecho de que hoy la izquierda gobierne por primera vez en la historia no solo habla de un mayor grado de madurez de la población y del proceso democrático; sino que el que lo haga sin los dramatismos anunciados habla también de un importante paso en materia institucional y de normalización de los procesos políticos

Hemos avanzado en el combate a la pobreza, aunque de manera insuficiente. Seguimos siendo una sociedad tremendamente desigual, y con una pobreza indignante.

Hemos convertido la luna de miel de los acuerdos en el reino de los desentendimientos. No hemos podido ponernos de acuerdo sobre la mejor forma de emprender el camino al progreso y al desarrollo; de generar riqueza pero sobre todo de distribuirla; de combatir la violencia y la delincuencia con justicia pronta y oportuna; de encontrar mecanismos institucionales que obstaculicen la penetración del crimen organizado y combatan de manera ejemplar la corrupción. De construir una sociedad mejor para todos, capaz de inspirar mayores sacrificios e imaginar un futuro feliz como nación. De alcanzar la dicha suprema. En paz.

 

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