Opinión / Cultura y sociedad

Memorias de Samuel Ruiz


Lunes, 31 de enero de 2011
Blanche Petrich

El levantamiento armado de los indígenas chiapanecos ocurrió un sábado, el primer día de 1994.  Una semana después, el domingo 9 de enero, durante la misa en la Catedral de San Cristóbal de las Casas, el obispo que había cultivado la conciencia de la dignidad en el corazón de los más pobres de su diócesis, en su mayoría mayas, era un hombre noticia.  La homilía de monseñor Samuel Ruiz sería el hecho noticioso del día.  Ahí estaba el tumulto de periodistas, los reflectores y los micrófonos, en apretado y agitado círculo.

Yo me ubiqué a un costado del altar, lejos de los empujones.  “Como en El Salvador hace años”, pensé. Como en la catedral de San Salvador, que a inicios de los ochenta era una edificación inconclusa, sin la fachada de mosaicos de Fernando Llort, sino apenas el aplanado de cemento y las mantas del movimiento popular que hacía hervir la ciudad en un clima de revolución.

Los periodistas de esa época, muchos de nosotros muy descuidados en las obligaciones religiosas, no faltábamos a misa los domingos, siguiendo al obispo Oscar Arnulfo Romero primero. Sus homilías resultaron ser palabras con tanta carga histórica –no sé si éramos plenamente conscientes de ello en aquellos años-- que hoy, tres décadas después, son ineludibles para explicar el significado de esa época en Centroamérica.

El ciclo de los conflictos armados en la región se había cerrado. Uno nuevo, singular, aparecía cuando menos se pensaba, donde menos se podía sospechar, Chiapas.

Terminó la misa. Samuel Ruiz había reiterado el llamado para buscar de inmediato una salida política y había vuelto a ofrecer su capacidad de mediador, como lo hizo desde el primer instante después de la declaración de guerra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Avanzaba lentamente, entre el nudo mediático, hacia la puerta de la sacristía. Cruzamos miradas y me hizo un guiño que nunca olvidé: ese gesto tan mexicano, pícaro, que agita la mano como diciendo:  “¡Híjole!”.

Todo se resumió en ese gesto. Él sabía.  Había ocurrido lo que tenía que ocurrir. El obispo que llevaba más de tres décadas de relación con la espiritualidad del pueblo indígena y llevaba tiempo advirtiendo:  “Estas estructuras injustas ya están chirriando”.

La rancia derecha chiapaneca, formada por finqueros de mentalidad feudal y caciques con instintos homicidas, libraba desde hacía años una nada encubierta guerra contra el obispo que, según ellos, incitaba a la indiada a la rebelión. Llamar a los indios a ser sujeto de su propia historia era la acción más subversiva que podía concebirse. Las críticas y ataques a su prédica no excluían el germen de la violencia. Más de una conspiración para atentar en su contra fue puesta al descubierto y desmontada en años anteriores.  Esos sectores eran el esqueleto del PRI que todavía detentaba el poder casi hegemónico en el país. 

La bola de periodistas entramos atropelladamente al reducido recinto dispuesto para la conferencia de prensa. El obispo era viejo lobo de mar en la política. También tratándose de enfrentar a la prensa, agresiva y poco dada a ver más allá del posible encabezado.  Para ello elegía un rostro inexpresivo, una actitud distante. Nadie lo sacaba de sus casillas.

Yo había tratado con él y sabía que para una reportera o reportero no era hueso fácil.  Años antes, a principios de los ochenta, por la frontera sur de México empezaron a llegar ríos de indígenas guatemaltecos, huyendo de las cacerías humanas del general Efraín Ríos Montt y sus kaibiles. Eran miles.  De golpe había una crisis humanitaria. El obispo puso de inmediato todos los mecanismos de solidaridad de su diócesis para atender a los refugiados. Yo solía ir a Chiapas a cubrir los campamentos.

Una noche llamé a la casa obispal intentando hablar con don Samuel.  El gobierno empezaba a aplicar una estrategia de hostigamiento contra los refugiados para reubicarlos en otras zonas lejos de la línea fronteriza y había expulsado a uno de sus párrocos extranjeros.  Me respondió un hombre que me dijo que el obispo no estaba, que qué se me ofrecía. Reconocí la voz de don Sam.  Hice mi pregunta. La respondió, me ofreció un valioso contexto y nuevos datos. Agradecí y nos despedimos. “Me saluda a don Sam”, dije disimulando mi risa.  “Así lo haré”, respondió en el mismo tono.

Otra noche, trasladándome en taxi de una ciudad a otra, escuchaba entretenida la conversación de choferes y camioneros por la radio de banda ancha. El Doberman, Rasta y El Caminante intercambiaban información sobre el estado de las carreteras y noticias de las comunidades en una comunicación punteada por el clásico “cambio y fuera” y uno que otro chiste colorado.  Después me enteraría que El Caminante era el obispo, que adoraba manejar personalmente su vehículo de tracción.

Ante la crisis política que provocó la declaración de guerra del EZLN, el gobierno mexicano –primero con Carlos Salinas y después con Ernesto Zedillo--tuvo que ofrecerle al mundo una cara negociadora.  ¿Pero un diálogo dentro de una catedral?  ¿Con un obispo como mediador y con indígenas mal armados como parte beligerante? ¿Con una guerrilla que desde sus primeros pasos declaró su vocación de paz? Los sucesivos representantes del gobierno ante la mesa de negociaciones nunca pudieron digerir esta fórmula que, por otra parte, ejercía un encanto irresistible para los múltiples movimientos populares en el resto del país y para la sociedad en general.

Samuel congregó a un sólido grupo de personalidades en torno a su comisión negociadora.  El EZLN por su parte convocó a cientos de actores sociales.  No se alcanzó un acuerdo de paz ni mucho menos pero los debates de San Andrés Larrainzar, una comunidad tzotzil que fue sede de la mesa negociadora, aportaron luces definitivas sobre la identidad pluriétnica del país, las autonomías indígenas y las graves carencias del Estado y sus leyes en esa materia.  Asignatura pendiente, por cierto.

Samuel Ruiz fue obispo de San Cristóbal de las Casas durante 40 años.  Su gestión pastoral marcó el siglo 20.  Y el arranque del 21. No hay en el mundo otra diócesis como esa, que abarca zonas pobladas de etnias mayas en el norte, los altos, las llanuras y la selva. Para cubrir las tareas de la iglesia formada en  la teología india a todos los rincones, el equipo de pastoral de don Sam creó una red de diáconos y catequistas que representaron un verdadero movimiento de democratización de la institución menos democrática y vertical, la Iglesia.

El Vaticano no era feliz con ese invento de los indios que ejercían el diaconado –que es apenas un grado por debajo del sacerdocio, obligatoriamente célibe- en pareja, pues en la cosmovisión maya solo en pareja el hombre es pleno; solo es incompleto, inmaduro.  

Un reportaje mío le costó a don Sam un disgusto tremendo. El pastor había cumplido 75 años y se retiraba del obispado activo. Yo había viajado a la Lacandona, a Bachajón, a Tila y a los Altos intentando hacer un mural de pequeñas historias sobre la obra de este hombre que, en mi opinión, es uno de los grandes personajes de la historia contemporánea de México. Y descubrí el tema del diaconado. No sabía que para esas fechas los guardianes de la ortodoxia en el Vaticano querían desmontar esa estructura y habían prohibido más ordenaciones de diáconos. La institución del diaconado estaba bajo ataque desde Roma.

Pero había un centenar de catequistas que llevaban en algunos casos 15 años esperando ser ungidos y el obispo decidió no dejarlos colgados. La liturgia de ordenación en Huixtán me pareció tan esplendorosa, tan cargada de significado, que la describí ampliamente en una crónica. Ese trabajo periodístico fue usado alevosamente por el Nuncio en turno para castigar una vez más al obispo de San Cristóbal. Todavía me duele recordar que con una nota le hice daño a un personaje al que admiraba tanto.

Me encontré a Samuel Ruiz varias veces en los años posteriores, después de su retiro. Poco a poco su dureza cedió y finalmente logramos sentarnos a platicar cordialmente en un par de ocasiones. Ahora que se fue me quedo con esa mirada que intercambiamos en enero de 1994, en su catedral. Híjole, don Sam.

*Blanche Petrich, periodista mexicana, cubrió la guerra de El Salvador y fue la primera periodista en lograr una entrevista con el subcomandante Marcos. Trabaja en La Jornada. Escribió este texto a solicitud de El Faro. 

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