salanegra / Violencia

Diario de campo 2

De enero a agosto del año pasado, el joven antropólogo salvadoreño Juan Martínez convivió en el día a día de una colonia dominada por la Mara Salvatrucha en el Área Metropolitana de San Salvador. Durante su insistente investigación de campo escribió, en código de realismo etnográfico, este diario de campo que La Sala Negra presenta a manera de miniserie escrita, de pequeños retratos que forman un panorama. Cada lunes y jueves, con extensión variable, los lectores encontrarán los diarios que se escribieron allá en La última comunidad de la colina.


Jueves, 20 de enero de 2011
Juan Martínez

Son las diez de la mañana y en el patio trasero del centro juvenil cuatro pandilleros hacen media luna frente a una niña de unos 15 años. Está sentada en una silla plástica y uno de ellos se pasea frente a ella con la mitad de un palo de escoba entre sus manos.

-¡No, no, nooo! Si yo ni los conozco. Si ni me llevo con ellos.

Dice la niña llorando e inmediatamente se escucha un golpe seco.

-¡Nooooo! Si ni los conozco, si apenitas me llevo con ellos.

La fórmula se repite. Cada golpe va acompañado de una especie de gruñido, y luego más de lo mismo:

-¡Nooooo! No les he dicho nada, no les he dicho nada, si ni me llevo con ellos.

El que tiene el palo de escoba es un adolescente. Es moreno y lleva un enorme arete dorado en cada oreja, tiene un bigotillo ralo que ha atrapado un montón de gotitas de sudor. Se ha quitado la camisa y se pasea frente a la niña meneando el palo. Cuando me mira ladea la cabeza y levanta el labio superior, como un perro mostrando los colmillos. No me dice nada, solo me clava la mirada en los ojos. Los otros tres rodean a la niña y le preguntan cosas. Lo hacen rápido, sin esperar sus respuestas y de cuando en cuando solicitan el concurso del cuarto pandillero quien sin chistar se acerca blandiendo su herramienta.

Gustavo sale de su oficina y se acerca a mirar el juicio de la niña. Disimula cogiendo cualquier cosa y me hace señas con los ojos para que lo siga de nuevo hacia la oficina. Una vez ahí me recomienda tener cuidado con lo que miro. Me dice que el anterior encargado de este lugar tuvo que dejar el trabajo, pues la pandilla lo amenazó. Al parecer no entendió la frase que se a vuelto norma por estos lados: “Ver, oír y callar”.

Hoy subimos por la colina temprano. Gustavo me recogió en el carro de la institución en el centro de este municipio. El trayecto fue mucho más tranquilo que la vez anterior. No vimos a ningún pandillero a esas horas y las miradas fueron menos pegajosas. El centro juvenil es una casa grande con tres cuartos, un gigantesco espacio de cocina y un patio trasero. No es el lugar más acogedor y a pesar de que Gustavo lo ha decorado con viñetas de colores y carteles llamativos con información sobre el SIDA, aun guarda un aire lúgubre y un tanto desolador. El piso esta cubierto por una especie de hollín negro que al mediodía se vuelve pegajoso. Las paredes están cubiertas con las marcas de zapatos en su parte baja y siluetas de manos en el medio. Pareciera que cada joven que ha entrado ha dejado su marca. Corazones con nombres entrelazados, firmas, pequeños grafitis de la MS, se pueden ver casi en todas las superficies de esta casa.

En el patio, el pandillero rubio al que me presentaron la vez pasada recoge las hojas con una escoba y las apila en una esquina. Salió de prisión hace algunos meses y cuando no se queda en casa de otro pandillero, duerme en el centro juvenil. Tomo una escoba y le ayudo. No escucha bien y casi tengo que gritar para hacerme entender. Se ve tranquilo, cada cierto tiempo deja la escoba y esculca los cerros con la mirada. Hablamos de cualquier cosa. Me cuenta de su mascota, un perro pit bull de pelea, del frío que hace por las noches en esta colina, de lo molesto que es escabullirse todo el tiempo de las patrullas de la PNC. Llena sus palabras de gracias, de por favores y dios mediantes, como haciendo un esfuerzo por verse educado. Termina de arrear las hojas, las mete en una bolsa negra y se sienta en una silla plástica a dibujar en un papel el boceto de un tatuaje. Su nombre en la pandilla es El Camino y según me cuentan es uno de los fundadores de esta clica y su actual líder.

A medida va avanzando la mañana, una procesión de pandilleros comienza a llegar al centro juvenil. Apenas saludan con un gesto brusco y se dirigen al patio en donde El Camino los espera sentado en una silla plástica. Se le acercan, le dicen cosas al oído y luego salen de prisa. Poco a poco el patio va convirtiéndose en una especie de oficina. Los dos celulares del pandillero no dejan ni un segundo de sonar. Así, sentado en su trono plástico al mejor estilo de Al Pacino en “El Padrino”, se pasa toda la mañana. Solo se levantó para dejar lugar a los cuatro pandilleros que llevaban un palo de escoba partido por la mitad y a rastras del brazo a la niña asustada.

Es hora del almuerzo y mientras comemos unas sopas instantáneas con El Camino, aparece uno de los jóvenes que torturaban a la niña. Como todos, se acerca a mi anfitrión con respeto, con cierta sumisión; y, en lo que creo es un acto para congraciarse con él, me pone un dólar en la silla.

-Vaya, para que te comprés una soda

Obedezco. En menos de 5 minutos estoy sirviendo varios vasos de espumeante Salva-Cola. Este pandillero es un tipo bajito, moreno y de ojos vivos. Lleva un jersey negro ajustado y zapatillas Nike negras con un cheque blanco a los costados. Se mueve rápido y siempre mira para todos lados como un sensor humano de movimiento. Luego me entero de que es el sicario de la clica Bravos Locos Salvatrucha, y que hace unos días asesinó a balazos a dos jóvenes en las faldas de esta colina, que le llaman Little Man y que la niña que torturaban era una de sus novias.

Otros pandilleros van llegando al patio y comienzan a hablar en una jerga de la que apenas extraigo unas pocas palabras. Algunos me miran con desconfianza, a otros les doy igual, de todas maneras creo que es mejor retirarme y dejarlos hablar tranquilos. Voy en busca de cigarros.

La calle principal, la única que sube hasta aquí, está tranquila y serena a estas horas. Desde aquí se puede ver cómo serpea en dirección a las faldas de la colina. La gente camina con pasos pausados. Algunas mujeres balancean cántaros y canastos en su cabeza. Una verdadera proeza en esta pendiente.

De pronto me cruzo con un pandillero. Lleva un jersey verde hasta las muñecas del que asoman por el cuello un montón de tatuajes negros. Al verme camina más despacio y me clava los ojos. Yo no nunca lo he visto, pero él parece reconocerme. Le pregunto si tiene un cigarro que me regale o si sabe donde hay una tienda.

- Ha, cigarros querés. Simón. Yo no fumo, pero permitime, ya voy a mandar a algún bolo a buscarte uno.

Busca con la mirada y de pronto se dirige a un hombre desarrapado que sube despacio por la enorme cuesta, forzando unos pulmones viejos que de cuando en cuando lo obligan a detenerse.

- ¡Hey, vos, bolo! Andá a traerle al muchacho unos cigarros.

Le dice a gritos. El hombre mira hacia atrás, hacia la cuesta que acaba de subir y con tono de infinita resignación me pregunta:

-¿Con mentol o sin mentol?

 

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