Se respira un aire tenso en la última comunidad de la colina. Anoche, un comando de la Policía entró a hacer redada y se llevó a uno de los pandilleros de la clica de El Camino. Los Bravos Locos Salvatrucha entran y salen del centro juvenil sin saludarnos ni a mi ni a Gustavo, quien lleva ya un par de horas ensimismado ante un enorme rompecabezas, del cual solo despega la vista para verificar que no haya en el suelo ninguna pieza fugitiva.
En medio del caos que hay dentro de la casa aparece Hugo. Es un niño, tiene 12 años y unos ojos enormes que achina al reírse. Orbita alrededor de los pandilleros como un satélite y es una especie de protegido del El Camino.
- ¿Ajá, cerotas, quieren que me las pise?
Dice el niño a los pandilleros, y El Camino estalla en carcajadas. Segundos después, los demás pandilleros lo imitan. La broma de Hugo fue un éxito. El único que no ríe es Little Man. Está sentado en su silla, serio como una estatua. Enreda los dedos en los amuletos que le cuelgan del cuello y de pronto se levanta y se sienta a mi lado. Hablamos un rato y, luego de contarme algunas anécdotas y de intercambiar los números telefónicos, sale de la casa. Igual que ayer, viste de negro, y cuando camina por la calle principal la gente baja la mirada y apresuran el paso. Little Man camina con pasos nerviosos, balanceando el racimo de amuletos que lo anuncian con un sonido tintineante.
Mientras tanto, en la puerta del centro juvenil, dos mujeres dos se recuestan en el dintel. Me piden que llame a El Camino, y este de mala gana se levanta de su trono. Hablan un rato, como regateando. Una es joven y delgada, y dos niñas se aferran a su falda mientras una tercera camina con convicción de zombi hacia el rompecabezas de Gustavo. Sin embargo, Gustavo se resiste a compartir su tesoro y pone cara de pocos amigos. La otra mujer es gorda y varios años mayor que la primera. Luego de un rato, el monarca pandillero saca un puñado de billetes y se los da. Gustavo levanta unos segundos la vista de su juguete y me explica que son las mujeres de otros pandilleros que están ahora presos y que vienen todos los meses a pedirle dinero a El Camino. Las mujeres no se van, siguen regateando y al cabo de un momento reciben otro puñado de billetes. Ambas lo abrazan, lo besan en las mejillas y se van satisfechas con su botín. Gustavo ha terminado de armar el rompecabezas, me lo muestra orgulloso y se apresura a guardarlo en la oficina. En su cara, la sonrisa inconfundible que deja a su paso un trabajo bien hecho.
El Camino se ha quedado en la puerta. Ve a las dos mujeres alejarse con su dinero. Mete la mano a su bolsillo, mira fijamente cada una de las monedas que le quedan y se queja.
-Puta, y dicen que a los pandilleros nadie nos rentea.