salanegra / Violencia

Diario de campo 4

De enero a agosto del año pasado, el joven antropólogo salvadoreño Juan Martínez convivió en el día a día de una colonia dominada por la Mara Salvatrucha en el Área Metropolitana de San Salvador. Durante su insistente investigación de campo escribió, en código de realismo etnográfico, este diario de campo que La Sala Negra presenta a manera de miniserie escrita, de pequeños retratos que forman un panorama. Cada lunes y jueves, con extensión variable, los lectores encontrarán los diarios que se escribieron allá en La última comunidad de la colina.


Jueves, 27 de enero de 2011
Juan Martínez

Son las dos de la tarde y el calor ha vuelto a  imponer su toque de queda. Nada se mueve en la colina. Las llantas de mi pequeña moto luchan por no atascarse en la tierra suelta y el polvo forma un carnaval a mis espaldas. Todo en la colina tiene ahora el mismo color amarillento, desde las hojas de los árboles hasta la gente. De pronto, en medio de este desierto, aparece un soldado. Es como una visión. Camina solo, lleva el ritmo de la marcha militar y el dedo puesto en el gatillo de su M-16. Mira para todos lados y señala discretamente con su rifle a cada persona que se encuentra. Seguramente quedó rezagado de algún convoy de los que suben todos los días a la colina. Va en dirección contraria a la mía y cuando nos cruzamos puedo ver en su cara la expresión de pánico. Nos saludamos con un gesto y se pierde en la polvareda.

En la última comunidad de la colina es lo mismo, todo duerme y el silencio es pesado y pegajoso. El sol se ensaña contra los techos de lata y hace que el agua podrida de las canaletas destile un olor tan denso que casi puede verse.  Adentro del centro juvenil me encuentro a Gustavo. Habla con dos novicios que su congregación ha enviado a trabajar aquí.

En el patio trasero, la oficina de El Camino, hay una reunión. Han llegado dos visitantes  que discuten algo con los más viejos de la clica. En la reunión, además de El Camino, están también el Dark, el pandillero que me presentaron el primer día, Little Man, el sicario, y El Maniaco, quien golpeaba a la niña con el palo de escoba hace unos días. Los dos hombres han llegado a vender algo y regatean el precio con los Bravos Locos Salvatrucha. Ambos pasan de los 30 años. Uno es gordo y de bigote ranchero, y tortura con su panza una playera de futbol que se  estira casi hasta romperse. Parece una albóndiga humana. El otro va bien vestido,  lleva camisa de botones hasta las muñecas y botas de charro. De pronto aparecen dos niños cargando dos platos de comida. Los han comprado en el comedor que está en las faldas de la colina, justo en el lindero del territorio controlado por la Mara Salvatrucha. Cada plato vale $3.50, un verdadero lujo por estas latitudes. Los dos hombres cogen sus platos y los devoran ante las miradas golosas de los demás. De cuando en cuando, El Maniaco abre la boca, como un pez fuera del agua, como si fuera él quien estuviera comiendo. Los visitantes terminan su almuerzo, tiran la basura al suelo y  piden cigarros. Todos los bravos se esmeran en cumplir los caprichos de estos hombres, solo Little Man se queda quieto. Está desparramado sobre una silla plástica y los mira fijamente con una sonrisa desafiante, mientras acaricia sus amuletos.

En la calle, el sol comienza a compadecerse de nosotros y cesa en su lucha por derretirnos. La gente empieza a salir de sus casas, los niños inician su jaleo y hasta los perros, que hace unas horas eran alfombras de pelo tiradas en la acera, vuelven a la vida.  Solo me acompaña Hugo, el niño apadrinado por El Camino. Se sienta a mi lado y quiebra el silencio cada cinco minutos para preguntarme cosas.

-¿Y esa moto es suya? ¿Y como se maneja? ¿La puedo tocar?

Me cuenta que su madre se llama Jazmín y que vende frescos frente a la casa comunal. Su hermana es Karla, la niña a la que los pandilleros torturaban el otro día con un palo de escoba. El delito que casi le cuesta la vida a Karla consistió en haber llevado a su casa a una amiga. Así, sin más. El problema es que su amiga vive en el centro del municipio, en las laderas de la colina, allá donde gobierna el Barrio 18. A Karla le perdonaron la vida luego de interrogarla. Sin embargo, la clica decidió que ya no le permitirán seguir estudiando. La escuela a la que asistía también queda en territorio enemigo.

En la esquina, una mujer prepara un canasto de pan y una romería de gente comienza a llegar como atraída por un gran imán. Las primeras lucen se prenden, y en medio de ese claroscuro del final de la tarde se escuchan los primeros cánticos de las iglesias evangélicas. Hay varias, y todas luchan entre sí para ver cual eleva más alto sus alabanzas a Dios. Una batalla de decibeles.

Gustavo cierra el centro juvenil y Los Bravos Locos Salvatrucha salen casi a la vez que los dos visitantes. Seguro han hecho buenos negocios. Los extraños señores se montan a un carro y bajan a toda velocidad por la colina.

Ha caído la noche, y El Camino y sus pandilleros se apoderan de una esquina, a fumar marihuana y flirtear con el puñado de admiradoras que los rodea.

En el fondo de la calle, la comunidad católica se prepara para hacer frente a la ofensiva sonora de los evangélicos. Son una tropa de ancianas que rezan el rosario y cantan salmos. Pero por más que se esfuerzan, doy fe de que lo hacen, no logran competir con los alaridos iracundos de los pastores que con cada gritada parecen querer espantar a todos los demonios del infierno y al mismísimo Lucifer.

Es tarde y es hora de irme.

En la bajada, casi al principio de la colina, una patrulla de la Policía ha detenido a una buseta que sube taponeada de gente. Los policías alumbran los rostros desde la cama del pick up, y uno de ellos grita algo al motorista. Adentro, la gente se ve tranquila, se apretujan  unos con otros y miran la escena con resignación,  desde el fondo de su lata de sardinas.

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