salanegra / Violencia

Diario de campo 5

De enero a agosto del año pasado, el joven antropólogo salvadoreño Juan Martínez convivió en el día a día de una colonia dominada por la Mara Salvatrucha en el Área Metropolitana de San Salvador. Durante su insistente investigación de campo escribió, en código de realismo etnográfico, este diario de campo que La Sala Negra presenta a manera de miniserie escrita, de pequeños retratos que forman un panorama.  Cada lunes y jueves, con extensión variable, los lectores encontrarán los diarios que se escribieron allá en La última comunidad de la colina.


Domingo, 30 de enero de 2011
Juan Martínez

Son las 12 del mediodía y el aroma del almuerzo hace procesión por la comunidad.  Es un olor producto de la mezcla entre sopa instantánea, huevos, frijoles y tortilla, mucha tortilla recién hecha. A esta hora, la comunidad se divide en dos grandes grupos. Los que tienen y los que no. Lo que determina quienes estarán en estos grupos es una débil economía de ciclos diarios, sin espacio para mucha previsión. Si se ganó algo por la mañana, se almuerza; si no, habrá que esperar hasta la cena, a ver si la tarde fue más fructífera. Si llegada la noche no hay nada que echarle a la olla de agua hirviendo… Pues eso, nada. Quizá mañana sea un mejor día.

Los primeros se refugian en sus casas a cocinar lo que han conseguido, multiplican con agua si es muy poco y se aperan de tortillas para complementar. El segundo grupo, los que no tienen, lo conforman los borrachos y los vagabundos de la comunidad, algunos niños que husmean desde lejos las ventanas y aquellos a los que la mañana no les dejó más que la esperanza de una tarde mejor.

En el patio del centro juvenil, El Camino ha dejado su plato a medio comer y habla con los dos misteriosos hombres que también vinieron ayer. Al parecer estos han venido a entregar lo que El Camino regateaba con tanta insistencia.  El que  parece charro mexicano está nervioso, taconea con sus botas en el suelo y hace bailar su cigarro entre los dedos.

- Camino, que posteyen. Tenés a los perritos postiando, ¿va?

Se dirige a El Camino señalando hacia el cerro y hacia la calle que baja de la colina. Y lo del verbo, pues ya es de uso coloquial. Postear, hacer de poste, vigilar fijamente, como un poste con ojos.

-¡Simón!

Responde, con tono de haberse ofendido por la pregunta.

Efectivamente, los Bravos Locos Salvatrucha están regados por todos lados. Llevan patrullando la comunidad y los cerros que la rodean desde la mañana. Van en grupos. A lo lejos veo al Maniaco. Está apostado en la entrada de la comunidad con la mano metida bajo la camisa. A su lado está Bernardo, uno de los aspirantes a pandillero. Lleva ya algunos meses tratando de entrar a la clica, pero hasta el momento solo ha conseguido que le asignen tareas de menor relevancia. Es alto y flacucho, tendrá unos 15 años, y con su cara invadida de acné es la viva imagen de la adolescencia. Ahora se para a la vera del Maniaco y estira el cuello husmeando hacia abajo la calle principal.

El Noche, el pandillero que envió al borracho, cuesta abajo, a traerme cigarros, camina seguido de una pequeña patrulla de jovencitos.  Lleva una camisa polo hasta los codos que deja ver sus brazos llenos de tatuajes. Pasa a mi lado y, a forma de saludo, construye con sus dedos la garra salvatrucha. El último de su patrulla es Moxy, otro aspirante a pandillero. Se separa de su grupo para tocar mi moto.

- Hey, esta moto está algo maniaca. Tipo yo puedo manejar de estas y de unas todavía más grandes. Pregúntele a Little Man, si a él lo he llevado hasta allá, ¿va?

El Noche le hecha una mirada leonina y Moxy regresa a la tropa que se pierde en dirección a los cerros.

Little Man no patrulla. Acompaña a El Camino en su negociación con el visitante con pinta de charro. De pronto, los dos hombres sacan del baúl de un carro una bolsa negra y se la pasan de mano en mano. Adentro hay algo ovalado y pesado, como un enorme mango.  Cuando llega el turno de Little Man de acariciar lo comprado, sonríe de buena gana. Parece un niño con juguete nuevo.

-Hey, perros, vengan a traer el clavo, pues.

Grita El Camino, y una jauría de pandilleros llega, coge la bolsa y desaparece por los pasajes de la comunidad, como si esta se los hubiese tragado. Todo vuelve a la calma.

Son casi las tres, y la comunidad comienza a sacudirse del  letargo. El sol hace brillar los techos de lata y alarga las sombras hasta deformarlas. El sonido del reguetón lucha por borrar los últimos rastrojos de la abulia de la tarde y se funde  con una sinfonía de gritos. Es el anciano de la esquina, a quien según cuentan una bruja le robó el juicio y lo hace luchar todas las tardes con un puñado de demonios que lo atormentan.

En el centro juvenil,  El Camino, los visitantes y otros pandilleros están sentados en las gradas y observan divertidos un pequeño espectáculo. Hugo, quien ha estado desaparecido toda la tarde, atormenta a golpes a Moxy. Está ansioso por seguir robándose el show, y cada carcajada de El Camino le da nuevo aliento. En la cara de Moxy se ha alojado una sonrisa nerviosa que se tuerce cada vez que el niño le asesta un nuevo golpe en las costillas. El jovencito mira a los demás con cara de ya estuvo, suplicando que le permitan defenderse, pero los Bravos Locos Salvatrucha se están divirtiendo y Hugo no da señales de querer parar. 

La clica de El Camino se prepara para algo. Nuevos integrantes están siendo admitidos y se abastecen de lo necesario para iniciar su aventura. Hace unos pocos días, en el Centro de San Salvador, una granada industrial M-67 hizo volar en pedazos a cuatro miembros del Barrio 18, y otras más han detonado en diferentes partes del país. La gente de la comunidad, y de toda la colina, sabe cómo leer estas señales, y se prepara para la guerra. Las tiendas cierran más temprano, la gente camina con más prisa, las miradas son más esquivas, las casas se cierran como pequeños búnker cuando llega la noche. En general, se respira un aire lúgubre con olor a muerte por toda la comunidad. La carroza de combate de la Mara Salvatrucha comienza lentamente a moverse.

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