salanegra / Violencia

Diario de campo 6

De enero a agosto del año pasado, el joven antropólogo salvadoreño Juan Martínez convivió en el día a día de una colonia dominada por la Mara Salvatrucha en el Área Metropolitana de San Salvador. Durante su insistente investigación de campo escribió, en código de realismo etnográfico, este diario de campo que La Sala Negra presenta a manera de miniserie escrita, de pequeños retratos que forman un panorama. Cada lunes y jueves, con extensión variable, los lectores encontrarán los diarios que se escribieron allá en La última comunidad de la colina.


Jueves, 3 de febrero de 2011
Juan Martínez

- Hey, ¿ya  comió, perro?

Pregunta El Camino a manera de saludo a cada pandillero luego de chocar las manos en forma de garra. A mi derecha, sentado en una silla está El Noche, que alardea con su nuevo celular y se burla de Tombo, un pandillero de otra clica que ha venido a reforzar a la Bravos Locos Salvatrucha. A mi izquierda están Hugo y Moxy, este último aun adolorido de la paliza que, a manera de juego, le propinó ayer Hugo. Atrás del grupo, Little Man regaña a alguien por teléfono. Frente a nosotros, El Camino destapa las bolsas que contienen nuestro almuerzo, y todos, tortilla en mano, caemos sobre los platos. Más que comer, atacamos el arroz con chorizo y el pollo encebollado, que en pocos minutos comienza a ser reducido por las pirañas humanas en que nos hemos convertido.

Little Man, a pesar de nuestra insistencia, se rehúsa a probar bocado. Nos mira con aire paternal, como con cierto desdén. De repente, se levanta y pone, casi lanza, en medio del círculo, un litro de Salva Cola que la jauría se empina golosa.  Ninguno del grupo ha desayunado.

La dinámica a esta hora es simple, los pandilleros van tirando billetes y monedas en el centro de un círculo hasta hacer un montoncito. Luego mandan a algunos de los novatos a traer la comida a las laderas de la colina. Es un trabajo arriesgado. Allá abajo viven los  Barrio 18 y hay que pasar frente al puesto policial. Los soldados deambulan también por eso lados. Es una empresa peligrosa la de ir a traer el almuerzo. Sobre todo porque los que van son los menores, los más inexpertos. Sin embargo, por ser novatos aun no son reconocidos, no tienen mucho bray, y ni la policía ni el Barrio 18 los relaciona con la MS.

Cuando la comida llega es una fiesta, cada quien coge una tortilla y come lo que puede. No importa la cantidad ni cuantos pandilleros haya. Todos comerán al menos un bocado.

Hugo me mira con la boca llena y sonríe. Los dos platos comienzan a quedar vacíos, y la Salva Cola se ha convertido en sonoros eructos. Los cigarros se prenden para la sobremesa.

-Mira, perro, puta, tipo que hace poco me tocó disfrazarme de payaso, maje, para la fiesta de un sobrinito mío.

Le dice Moxy a El Noche, y comienza a contar su anécdota. La pasada es buena y aunque exagerando, el jovencito la cuenta con gracia. Imita el caminado de los pingüinos y logra robarnos alguna risa. El momento es agradable, pero Little Man tenía una mejor historia que contar.

- Yo también me disfracé una vez de payasito, men. ¡Ja! Compadre, pero solo para ir a darle una gran matada a un maje. Así, bien pintadito me fui, y disfrazado bien cabal de payasito. Y el maje: haaa, miren el payasito, va de vacilarme el pendejo, me había agarrado de base. Cuando se volteó y me miró, cabal, mirá, solo le dije: feliz viaje, y ¡pam, pam, pam! Le metí como diez bombazos en la cara. Ahí quedo tirado el pendejo.

Así terminan las historias de payasitos en la Mara Salvatrucha.

- Hey, ¿ya  comió, perro?

Pregunta El Camino a manera de saludo a cada pandillero luego de chocar las manos en forma de garra. A mi derecha, sentado en una silla está El Noche, que alardea con su nuevo celular y se burla de Tombo, un pandillero de otra clica que ha venido a reforzar a la Bravos Locos Salvatrucha. A mi izquierda están Hugo y Moxy, este último aun adolorido de la paliza que, a manera de juego, le propinó ayer Hugo. Atrás del grupo, Little Man regaña a alguien por teléfono. Frente a nosotros, El Camino destapa las bolsas que contienen nuestro almuerzo, y todos, tortilla en mano, caemos sobre los platos. Más que comer, atacamos el arroz con chorizo y el pollo encebollado, que en pocos minutos comienza a ser reducido por las pirañas humanas en que nos hemos convertido.

Little Man, a pesar de nuestra insistencia, se rehúsa a probar bocado. Nos mira con aire paternal, como con cierto desdén. De repente, se levanta y pone, casi lanza, en medio del círculo, un litro de Salva Cola que la jauría se empina golosa.  Ninguno del grupo ha desayunado.

La dinámica a esta hora es simple, los pandilleros van tirando billetes y monedas en el centro de un círculo hasta hacer un montoncito. Luego mandan a algunos de los novatos a traer la comida a las laderas de la colina. Es un trabajo arriesgado. Allá abajo viven los  Barrio 18 y hay que pasar frente al puesto policial. Los soldados deambulan también por eso lados. Es una empresa peligrosa la de ir a traer el almuerzo. Sobre todo porque los que van son los menores, los más inexpertos. Sin embargo, por ser novatos aun no son reconocidos, no tienen mucho bray, y ni la policía ni el Barrio 18 los relaciona con la MS.

Cuando la comida llega es una fiesta, cada quien coge una tortilla y come lo que puede. No importa la cantidad ni cuantos pandilleros haya. Todos comerán al menos un bocado.

Hugo me mira con la boca llena y sonríe. Los dos platos comienzan a quedar vacíos, y la Salva Cola se ha convertido en sonoros eructos. Los cigarros se prenden para la sobremesa.

-Mira, perro, puta, tipo que hace poco me tocó disfrazarme de payaso, maje, para la fiesta de un sobrinito mío.

Le dice Moxy a El Noche, y comienza a contar su anécdota. La pasada es buena y aunque exagerando, el jovencito la cuenta con gracia. Imita el caminado de los pingüinos y logra robarnos alguna risa. El momento es agradable, pero Little Man tenía una mejor historia que contar.

-Yo también me disfracé una vez de payasito, men. ¡Ja! Compadre, pero solo para ir a darle una gran matada a un maje. Así, bien pintadito me fui, y disfrazado bien cabal de payasito. Y el maje: haaa, miren el payasito, va de vacilarme el pendejo, me había agarrado de base. Cuando se volteó y me miró, cabal, mirá, solo le dije: feliz viaje, y ¡pam, pam, pam! Le metí como diez bombazos en la cara. Ahí quedo tirado el pendejo.

Así terminan las historias de payasitos en la Mara Salvatrucha.

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