- Hey, ¿ya comió, perro?
Pregunta El Camino a manera de saludo a cada pandillero luego de chocar las manos en forma de garra. A mi derecha, sentado en una silla está El Noche, que alardea con su nuevo celular y se burla de Tombo, un pandillero de otra clica que ha venido a reforzar a la Bravos Locos Salvatrucha. A mi izquierda están Hugo y Moxy, este último aun adolorido de la paliza que, a manera de juego, le propinó ayer Hugo. Atrás del grupo, Little Man regaña a alguien por teléfono. Frente a nosotros, El Camino destapa las bolsas que contienen nuestro almuerzo, y todos, tortilla en mano, caemos sobre los platos. Más que comer, atacamos el arroz con chorizo y el pollo encebollado, que en pocos minutos comienza a ser reducido por las pirañas humanas en que nos hemos convertido.
Little Man, a pesar de nuestra insistencia, se rehúsa a probar bocado. Nos mira con aire paternal, como con cierto desdén. De repente, se levanta y pone, casi lanza, en medio del círculo, un litro de Salva Cola que la jauría se empina golosa. Ninguno del grupo ha desayunado.
La dinámica a esta hora es simple, los pandilleros van tirando billetes y monedas en el centro de un círculo hasta hacer un montoncito. Luego mandan a algunos de los novatos a traer la comida a las laderas de la colina. Es un trabajo arriesgado. Allá abajo viven los Barrio 18 y hay que pasar frente al puesto policial. Los soldados deambulan también por eso lados. Es una empresa peligrosa la de ir a traer el almuerzo. Sobre todo porque los que van son los menores, los más inexpertos. Sin embargo, por ser novatos aun no son reconocidos, no tienen mucho bray, y ni la policía ni el Barrio 18 los relaciona con la MS.
Cuando la comida llega es una fiesta, cada quien coge una tortilla y come lo que puede. No importa la cantidad ni cuantos pandilleros haya. Todos comerán al menos un bocado.
Hugo me mira con la boca llena y sonríe. Los dos platos comienzan a quedar vacíos, y la Salva Cola se ha convertido en sonoros eructos. Los cigarros se prenden para la sobremesa.
-Mira, perro, puta, tipo que hace poco me tocó disfrazarme de payaso, maje, para la fiesta de un sobrinito mío.
Le dice Moxy a El Noche, y comienza a contar su anécdota. La pasada es buena y aunque exagerando, el jovencito la cuenta con gracia. Imita el caminado de los pingüinos y logra robarnos alguna risa. El momento es agradable, pero Little Man tenía una mejor historia que contar.
- Yo también me disfracé una vez de payasito, men. ¡Ja! Compadre, pero solo para ir a darle una gran matada a un maje. Así, bien pintadito me fui, y disfrazado bien cabal de payasito. Y el maje: haaa, miren el payasito, va de vacilarme el pendejo, me había agarrado de base. Cuando se volteó y me miró, cabal, mirá, solo le dije: feliz viaje, y ¡pam, pam, pam! Le metí como diez bombazos en la cara. Ahí quedo tirado el pendejo.
Así terminan las historias de payasitos en la Mara Salvatrucha.
- Hey, ¿ya comió, perro?
Pregunta El Camino a manera de saludo a cada pandillero luego de chocar las manos en forma de garra. A mi derecha, sentado en una silla está El Noche, que alardea con su nuevo celular y se burla de Tombo, un pandillero de otra clica que ha venido a reforzar a la Bravos Locos Salvatrucha. A mi izquierda están Hugo y Moxy, este último aun adolorido de la paliza que, a manera de juego, le propinó ayer Hugo. Atrás del grupo, Little Man regaña a alguien por teléfono. Frente a nosotros, El Camino destapa las bolsas que contienen nuestro almuerzo, y todos, tortilla en mano, caemos sobre los platos. Más que comer, atacamos el arroz con chorizo y el pollo encebollado, que en pocos minutos comienza a ser reducido por las pirañas humanas en que nos hemos convertido.
Little Man, a pesar de nuestra insistencia, se rehúsa a probar bocado. Nos mira con aire paternal, como con cierto desdén. De repente, se levanta y pone, casi lanza, en medio del círculo, un litro de Salva Cola que la jauría se empina golosa. Ninguno del grupo ha desayunado.
La dinámica a esta hora es simple, los pandilleros van tirando billetes y monedas en el centro de un círculo hasta hacer un montoncito. Luego mandan a algunos de los novatos a traer la comida a las laderas de la colina. Es un trabajo arriesgado. Allá abajo viven los Barrio 18 y hay que pasar frente al puesto policial. Los soldados deambulan también por eso lados. Es una empresa peligrosa la de ir a traer el almuerzo. Sobre todo porque los que van son los menores, los más inexpertos. Sin embargo, por ser novatos aun no son reconocidos, no tienen mucho bray, y ni la policía ni el Barrio 18 los relaciona con la MS.
Cuando la comida llega es una fiesta, cada quien coge una tortilla y come lo que puede. No importa la cantidad ni cuantos pandilleros haya. Todos comerán al menos un bocado.
Hugo me mira con la boca llena y sonríe. Los dos platos comienzan a quedar vacíos, y la Salva Cola se ha convertido en sonoros eructos. Los cigarros se prenden para la sobremesa.
-Mira, perro, puta, tipo que hace poco me tocó disfrazarme de payaso, maje, para la fiesta de un sobrinito mío.
Le dice Moxy a El Noche, y comienza a contar su anécdota. La pasada es buena y aunque exagerando, el jovencito la cuenta con gracia. Imita el caminado de los pingüinos y logra robarnos alguna risa. El momento es agradable, pero Little Man tenía una mejor historia que contar.
-Yo también me disfracé una vez de payasito, men. ¡Ja! Compadre, pero solo para ir a darle una gran matada a un maje. Así, bien pintadito me fui, y disfrazado bien cabal de payasito. Y el maje: haaa, miren el payasito, va de vacilarme el pendejo, me había agarrado de base. Cuando se volteó y me miró, cabal, mirá, solo le dije: feliz viaje, y ¡pam, pam, pam! Le metí como diez bombazos en la cara. Ahí quedo tirado el pendejo.
Así terminan las historias de payasitos en la Mara Salvatrucha.