salanegra / Violencia

Diario de campo 7

De enero a agosto del año pasado, el joven antropólogo salvadoreño Juan Martínez convivió en el día a día de una colonia dominada por la Mara Salvatrucha en el Área Metropolitana de San Salvador. Durante su insistente investigación de campo escribió, en código de realismo etnográfico, este diario de campo que La Sala Negra presenta a manera de miniserie escrita, de pequeños retratos que forman un panorama. Cada lunes y jueves, con extensión variable, los lectores encontrarán los diarios que se escribieron allá en La última comunidad de la colina.


Domingo, 6 de febrero de 2011
Juan Martínez

Es temprano y el día ha empezado húmedo y caliente. Hace apenas un par de horas que la última estrella dejó de titilar y el sol aun no apunta con fuerza. Las gotitas del roció de la noche bailan dudosas en los picos de las hojas y la gente que habita la última comunidad de la colina comienza su romería hacia las laderas, a las calles, a rascarle a la capital algo que poner sobre la mesa en unas horas.

A veinte metros del centro juvenil, un hombre yace sobre la acera con la cabeza reventada y con la mueca de pánico que le dejaron los cuatro tiros que recibió.  Lo mataron hace un rato y el cuerpo todavía sangra.

Estoy parado frente al cuerpo y conmigo están los primeros curiosos. Son, en su mayoría, mujeres y niños. Solo están ahí. Ni siquiera hablan del asesinato. Unas se cuentan chismes, otras hablan de lo que vendieron el día anterior, los niños corren y juegan alrededor de sus madres. La gente se va reuniendo  como en la entrada de un circo. Entre las mujeres está  Jazmín, la madre de Hugo, que ha puesto un enorme  huacal en el suelo y le hace caricias al bebe que una joven carga en brazos.

Los primeros en  llegar son los policías. Llegan despacio, sin prisa. Son cuatro hombres gordos que caminan aletargados hacia el cadáver, estirando de cuando en cuando con un bostezo los gorros pasamontañas  que esconden sus rostros. Llenan un formulario, ponen la cinta amarilla y se recuestan en la radio patrulla a esperar.

Los policías están esperando  al equipo de Medicina Legal y a los investigadores de la Fiscalía. Ambos se tardan un rato en aparecer. Cuando llegan se saludan e intercambian bromas, parecen conocerse de años. De repente, dando tumbos por la calle principal, aparece la camioneta de un canal de televisión. Ahora que están todos comienza una siniestra función.

-Empecemos, pues.

Dice uno de los investigadores y el cadáver comienza a ser fotografiado por los policías y los fiscales. Lo mueven de un lado a otro buscando casquillos de bala y le registran las bolsas.

-Mirale si anda drogas o si anda mecha.

Dice uno de ellos, el que llena el formulario. Nada, de las bolsas del hombre solo salen unas monedas, suficientes apenas para pagar dos buses.

-¡Tatuajes!

Pide con un grito. Dos tipos le levantan la camisa, le bajan los pantalones, le revisan las manos y el cuello, nada tampoco. La gente ha interrumpido el murmullo y miran la escena en silencio. A cada vuelta el cuerpo suelta un chorro de sangre que se escapa cuesta abajo y provoca un murmullo de emoción en los niños, los espectadores más atentos.

Al lado del cadáver hay una maleta que ya se ha empapado de sangre.

-Hey, revisá la maleta. Mirá sino hay armas ahí.

Dice nuevamente el policía, y al levantar el bulto un sonido metálico hace voltear las cabezas. Al abrirla, una a una van saliendo sus armas: un martillo, un serrucho, un desatornillador, un puñado de clavos…

El hombre era un carpintero de la comunidad. Estaba esperando el bus para ir a trabajar cuando uno de los Bravos Locos Salvatrucha le pego cuatro tiros en la cara. Nadie sabe muy bien quién fue ni por qué lo hizo. Nadie quiere saberlo y, por lo que veo, esto incluye a la policía.

La gente poco a poco va despejando el lugar mientras los policías esculcan el cuerpo como quien busca en la basura.  Los periodistas luchan por estacionar su camioneta en un espacio diminuto, en uno de los pasajes empinados de la comunidad. Del vehículo se baja  un hombre enorme cargando una cámara. Por cada movimiento, por leve que sea, bota un chorro de sudor y un rosario de maldiciones.  Detrás de él, baja una jovencita con un micrófono. Viste elegante  y apuñala el polvo con sus tacones. Desentona en este entorno como un pingüino en el desierto.

-¿Saben el motivo del homicidio?  ¿Ustedes conocían al muerto? 

Pregunta medio frenética a la gente.

Nada, silencio. De pronto, algo, lo más que tendrá:

- No, no sabemos nada, yo no había salido de la casa cuando lo mataron

La mujer baja el micrófono decepcionada mientras el gigante de la cámara  apunta el lente hacia el cadáver. Lo hace por largo rato, como esperando que haga algo.

La guerra ha comenzado. Los Bravos Locos Salvatrucha están replegados en el centro juvenil. Están nerviosos y sus celulares no paran de sonar. Este lugar se esta convirtiendo en su cuartel general. Los más jovencitos están callados, se les puede ver el miedo en los ojos. Otros, los que ya conocen estas guerras, bromean y hablan emocionados. El Camino habla con Little Man en la cocina. Al verme, corre a saludarme y me ofrece una silla con un gesto de exagerada amabilidad.  Veo a los jóvenes que me rodean ahora y pienso que cualquiera de ellos pudo haber matado hace algunas horas al carpintero. Escarbo en sus rostros con la mirada y no veo el menor rastro de culpa ni de remordimiento. Parecen acostumbrados a esto.  Esta no es la primera vez que pasan estas cosas. Hace menos de un mes, un carro subió por la colina y acribillo a balazos a dos jóvenes. Ambos sobrevivieron, uno con lesiones graves a la altura del abdomen. Al otro las balas lo castraron. Se rumora que fueron los del Barrio 18 del centro del municipio, y que los Bravos Locos Salvatrucha preparan su revancha.

Ha llegado la tarde y  en la escena del crimen ya no hay nadie. Una mujer lava la sangre de la acera y, a cinco metros, Jazmín ha puesto su venta de frescos y horchata. La comunidad ha regresado a esa calma ansiosa de todos los días. Solo una mujer llora sentada en la acera. Su llanto se ha convertido en un ronquido silbante y amargo que entra y sale de su pecho. Hace una máscara con sus manos de la que emana una hilera de gotitas. A su lado, una mujer más joven la consuela y le acaricia el pelo.

-Ya estuvo, ya está con Dios, ya está descansando.

Le dice entre sollozos mientras el carpintero huye colina abajo, embolsado, sobre la cama de un pick up.

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