salanegra / Violencia

Diario de campo 8

De enero a agosto del año pasado, el joven antropólogo salvadoreño Juan Martínez convivió en el día a día de una colonia dominada por la Mara Salvatrucha en el Área Metropolitana de San Salvador. Durante su insistente investigación de campo escribió, en código de realismo etnográfico, este diario de campo que La Sala Negra presenta a manera de miniserie escrita, de pequeños retratos que forman un panorama. Cada lunes y jueves, con extensión variable, los lectores encontrarán los diarios que se escribieron allá en La última comunidad de la colina.


Jueves, 10 de febrero de 2011
Juan Martínez

El Camino se acomoda en su silla plástica y hecha una mirada a la pequeña tribu que se reúne a su alrededor. Son todos adolescentes. Algunos ya han sido iniciados en la pandilla, otros están a la espera de ganarse la entrada a la clica de los Bravos Locos Salvatrucha. Entre ellos está Bernardo, el Chele y Hugo, el más pequeño de todos los aspirantes. Esto no es un meeting, o reunión formal de la pandilla, es simplemente El Camino contándoles leyendas a los novatos.

-Miren, puta, allá en mi antigua clica, había un homeboy, El Demonio se llamaba. Ese loco era pactado, tenía pacto con el diablo, pues.

Dice El Camino e inmediatamente suelta un gran escupitajo, se quita la camisa para exhibir sus tatuajes y carraspea. Los ojos de los muchachos se abren como lunas llenas y reina el silencio.

-Ese bato, cuando nosotros nos reuníamos, preguntaba: “¿ya están todos?”. Para los mirin, va. “Sí”, le decíamos, y entonces movía los brazos y todos los palos empezaban a moverse, men, gran miedo que nos daba, todos temblando. Cuando llegaba la jura, todos salíamos corriendo, y el nada, men: “¿hey, y ustedes porque se esconden?”, nos decía, y él pasaba con dos pistolas, una en cada mano, y pasaba a la par de la patrulla: “¿hey, qué ondas, a mí me andan buscando”, les decía. “No, no, Demonio, rutina nomás”. Y se iban bien timados los culeros.

En el tabo (cárcel), ese homeboy se hizo cristiano, y los demonios lo llegaban a atormentar en la noche, simón. Había otros homeboy que no creían. Yo, porque lo había visto desde antes. Decía él que no lo dejaban en paz, que llegaban en la noche a andar saltando en las camas. Yo una vez estuve ahí y los escuche, andaban saltando: ¡hii, hii, hii! Así le hacían.

A veces, a la celda de él, llegaba el cachudo a reclamar el alma del homeboy, y dicen que desde abajo solo se miraban una patas así, tipo de oso, y un gran tufo. Simón, era el diablo que quería el alma de ese bato.

Los muchachos han quedado impresionados con la historia, y El Camino se recuesta satisfecho sobre el respaldo de la silla.

En la guerra de pandillas no solo hay momentos de caos y de muerte, también hay pequeños remansos de calma. Hoy, por ejemplo, no ha sucedido nada y la comunidad parece tranquila. Los pandilleros están replegados en el centro juvenil, su cuartel general, y no parecen estar planeando nada. Yo, por mi parte, me limito a estar ahí y a escucharlos. Algunos me preguntan cosas, nada muy profundo, quieren saber si hay muchachas guapas en la Universidad Nacional, si no me aburro de pasar cinco años estudiando, quieren saber por dónde vivo y si hay muchachas guapas ahí.

-Mire, Juan, en la mara uno se puede morir por tres cosas. Por matar a otro homeboy, aunque sea sin querer, aunque sea accidente, no importa, el que derrama sangre de homeboy es peseta, así les decimos porque no valen nada, pues. A esos pendejos se los lleva putas porque los quiere matar la mara, los chavalas y además los sigue la policía. Están hechos mierda por todos lados.

Uno se puede morir por sapo, por andar hablando con los juras y dando información de lo que hace la pandilla. Y uno se muere también por ¡culero!

Los aspirantes sueltan un coro de risas.

-¡Sí, por culero! Puta, si andás cogiendo culeros te bajás el plante y le bajás el plante a la pandilla. Vaya dice uno, no se pudo conseguir ni una gorda, ni tan siquiera una perra vieja, ni una así toda fea.

Termina el discurso y El Camino vuelve a ponerse su camisa, como indicando que la sesión culminó.

En la oficina está Gustavo y, aunque su cargo suena pomposo: director del centro juvenil, sus labores hasta ahora se han limitado a abrir la casa por las mañanas y cerrarla por las tardes. Hace unos días, Gustavo le llamó la atención a un pandillero por entrar armado y fumando un puro de marihuana. Al joven esto le pareció una ofensa terrible y solo El Camino pudo evitar que aquello acabara en tragedia. Desde ese día, Gustavo se limita a sancocharse en su oficina, frente a una computadora vieja.

- Hey, Juan, con vos quería hablar.

Me dice al verme pasar frente a su oficina. Me explica que se ha abierto un programa de refuerzo escolar con niños de la comunidad y que la junta directiva ha solicitado al personal del centro juvenil, es decir a Gustavo, apoyo en esta empresa. Concretamente me pide ser el maestro de los niños por las tardes. El refuerzo escolar se llevará a cabo en la casa comunal, un local grande y lúgubre. Ahí ya trabajan como profesores dos novicios que la congregación ha mandado. Sin embargo, no dan abasto. Accedo, creo que esto me permitirá estudiar desde otro ángulo la guerra que está empezando.

- Si querés, andá a darte una vuelta, ahí están ahorita.

Me dice y vuelve a ponerse los audífonos que lo conectan a la computadora.

En la casa comunal, los dos novicios lidian con una manada de niños que se suben por todas partes. Los dos muchachos están asustados. Será un trabajo complicado.

Es tarde y el sol dora la colina. Una ráfaga de viento ahuyenta por unos segundos el calor y se roba del suelo las hojas muertas. Los que se fueron por la mañana comienzan a regresar, suben la pendiente despacio, con calma. Los que han tenido suerte vuelven con sus canastos vacios. Otros aún llevan mercancía que no consiguieron vender. Para estos últimos, la cena, en caso de que haya, será más escueta.

Los Bravos Locos Salvatrucha han salido del centro juvenil y se apostan en una esquina a escuchar la música que sale del celular de Little Man. La divierta no les dura mucho. Desde lejos se ve una patrulla de la policía que sube, casi escala, la calle principal, y los pandilleros corren nuevamente a su refugio.

Adentro, El Noche se atraganta con un mango verde y El Camino escribe algo en una libreta. Hugo ha encontrado una pelota y practica su puntería con los demás pandilleros que soportan los pelotazos con resignación. Little Man está molesto, no le gusta tener que esconderse de la policía. Según me cuenta, prefiere espantarlos a balazos, pero la situación no está para ganarse más enemigos. Hecha una mirada de odio a Hugo, y este deja la pelota y se refugia a la vera de El Camino.

Cae la noche y los aires de guerra vuelven a sentirse en la última comunidad de la colina. Las casas comienzan a cerrarse, los que van llegando parecen rezagados de una gran maratón, apresuran sus pasos y se esconden en sus casas. Al bajar, me cruzo con varias patrullas de la policía que suben a todo motor por la colina, y una vez abajo, en el centro del municipio, varios ojos me miran huraños, como se mira a un enemigo.

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