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Diario de campo 12

De enero a agosto del año pasado, el joven antropólogo salvadoreño Juan Martínez convivió en el día a día de una colonia dominada por la Mara Salvatrucha en el Área Metropolitana de San Salvador. Durante su insistente investigación de campo escribió, en código de realismo etnográfico, este diario de campo que La Sala Negra presenta a manera de miniserie escrita, de pequeños retratos que forman un panorama. Cada lunes y jueves, con extensión variable, los lectores encontrarán los diarios que se escribieron allá en La última comunidad de la colina.

Jueves, 24 de febrero de 2011
Roberto Centeno

En la última comunidad de la colina había una perra vieja. De esos animales sin estirpe ni casta. Con el pelo entre grisáceo y café oscuro, color rata. Con la cola rizada, una oreja parada y la otra caída, la trompa larga, como diseñada especialmente para abrir las bolsas de basura. La perra cuidaba su casa y a sus amos. Cuando no estaba comiendo de algún basurero o bebiendo agua de las canaletas, se la pasaba frente a su casa, vigilando. Si uno se acercaba demasiado a la puerta, la perra se paraba desafiante y ladraba, avisando a sus amos la presencia de un extraño.

Cuando subían las patrullas de la PNC, los pandilleros corrían desaforados en dirección a las barrancas, y la perra se volvía loca. No le gustaba que corrieran cerca de su fortaleza, y a los bravos no les gustaba que la perra los mordiera cuando lo hacían. Los pandilleros se enojaban y, una vez había pasado la alerta policial, la pateaban y la apedreaban; y, en la siguiente ocasión, la perra los mordía más rabia.

El duelo entre la perra y la pandilla duró mucho tiempo, hasta que un día la encontraron muerta en una de las barrancas, con un palo de escoba atravesado en la garganta. Ganó la pandilla.

Hoy, el ambiente en la comunidad y en toda la colina es tenso. Los nervios están de punta. Ayer, un carro subió desde el centro del municipio, despacio, sospechoso. Al llegar frente a la escuela se detuvo, asomaron dos fusiles negros y soltaron varias ráfagas de plomo. Luego bajaron por la única calle de esta colina y no se supo más. En el suelo quedaron desparramados dos muchachos. Aun llevaban sus uniformes y sus mochilas, y ninguno llegaba a la mayoría de edad. Ninguno pertenecía a la Mara Salvatrucha, al menos no de manera formal. Los bravos están furiosos, consideran la incursión una afrenta a su clica. Un verdadero descaro ese de haber subido hasta el centro de sus dominios a matar.

Todo es miedo aquí arriba, incluso los niños en el refuerzo están tensos. Es imposible controlarlos. Es como si estuviesen poseídos por algo destructivo. Se atacan entre ellos, lloran, gritan y es imposible convencerlos de que la pelota es un juguete colectivo. Cristal me explica que muchos de esos niños, incluida ella, conocían a los asesinados. Algunos incluso tuvieron que lanzarse al suelo o meterse bajo los carros cuando las balas cayeron.

En la entrada del centro juvenil hay varios pandilleros. Está el Maniaco y Little Man. Están también los nuevos reclutas de la clica. Uno de ellos se llama Charlie, tendrá unos 18 años y lo han deportado, cosa rara, de un país de Suramérica. Vivió en esta comunidad cuando era pequeño y ahora, al regresar y encontrarse a sus antiguos amigos de infancia convertidos en  pandilleros, no vio otra opción que iniciar el proceso para ser también un miembro de la MS13. El otro es un niño como Hugo, que no pasará de los 12 años y al que, cuando mira a Little Man, los ojos le delatan una profunda veneración.

El centro juvenil poco a poco se va convirtiendo en una panadería, y El Camino en algo parecido a un consejero de la clica. Se pasa el día traveseando el horno y estudiando las recetas del pan. Poco a poco, este pandillero va perdiendo su poder. Lo hace adrede, de manera sutil. Sin embargo, aun guarda un poco, lo suficiente para no dejarse pisotear por los demás. Por su parte, la clica lo respeta a su manera. Hugo aun goza de los residuos de respeto de su mentor y se mantiene cerca de él. Sabe que es su único escudo. De lo contrario, tendría que sumarse a la cuadrilla de nuevos aspirantes que timonea Little Man. Regresar a la vida normal al lado de su madre ya no es opción para Hugo. Ya se metió en el laberinto de la mara.

El Camino ha trabajado toda la tarde tratando de domesticar la masa para que se convierta en pan. Al verme llegar, se quita su gorro de panadero, me ofrece una silla plástica y se sienta en otra.

-Hey, tomémonos una soda.

Me dice mientras me pone un vaso cargado de hielo en las manos y le ordena a Hugo:

-Perro, ahí está parado el camión de la Salva-Cola, andá a traer una botella de dos litros. Deciles a esos majes que digo yo.

El niño sale corriendo y a los dos minutos regresa abrazando una botella rechoncha que exhibe orgulloso con una enorme sonrisa. Le quita la tapa y se empina la botella para luego soltar un formidable eructo que revolotea en forma de eco por todo el cuarto.

-Bueno, y este hijueputa… ¡Perro! Ofrecele primero a Juan, no seas maleducado.

Le dice El Camino, y el niño deja caer en mi vaso un chorro grueso y espumeante de soda, que a esta hora es como beber maná.

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