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Diario de campo 13

De enero a agosto del año pasado, el joven antropólogo salvadoreño Juan Martínez convivió en el día a día de una colonia dominada por la Mara Salvatrucha en el Área Metropolitana de San Salvador. Durante su insistente investigación de campo escribió, en código de realismo etnográfico, este diario de campo que La Sala Negra presenta a manera de miniserie escrita, de pequeños retratos que forman un panorama. Cada lunes y jueves, con extensión variable, los lectores encontrarán los diarios que se escribieron allá en La última comunidad de la colina.

Lunes, 28 de febrero de 2011
Juan Martínez

En la última comunidad de la colina, hace varios años, en una tarde cualquiera, Little Man caminaba tranquilo con su camisa negra hasta las muñecas, sus amuletos colgando del cuello y su pistola al cinto. Desde un balcón asomó un viejo. Ese al que, según dicen, una bruja le hizo un maleficio y lo dejó loco. El hombre comenzó a gritar al pandillero, le dijo que se regresara a donde Lucifer, a su cueva, a vivir nuevamente con las siguanabas. Eso le gritó una y otra. Little Man, sin inmutarse, saco su revólver, cerró un ojo y le disparó a centímetros de la cabeza. El viejo corrió dando alaridos hacia adentro de sus casa a refugiarse en un rincón.

-Ven que no está tan loco el viejo…

Reflexionó el pandillero sobre su experimento, y volvió a guardar la pistola

Hoy, en la comunidad el calor es excesivo, no se mueve ni una hoja. El sol hace brillar todo y nos vuelve húmedos al menor movimiento. A lo lejos, en un de las colinas que rodean la comunidad, se puede ver un incendio. Quema con lentitud el monte seco y las llamas amenazan con comerse una champita de lámina. La única de esa colina.

En la casa comunal hay un rotulo: “hoy no habrá refuerzo escolar”.  Así, sin más. Es la letra de Gustavo. Algunos niños llegan, leen el rótulo, esperan unos minutos y luego se van corriendo en cualquier dirección. Nunca deja de impresionarme esa capacidad de los niños de ser tragados por la comunidad. En pocos segundos no hay rastros de ellos. Solo se escuchan sus risas, que bajan en dirección a la cancha.

 Frente a la casa comunal está Jazmín con su puesto de frescos. Está cabizbaja. Me saluda y clava los ojos en el suelo. Se nota que ha llorado y parece que volverá a hacerlo en un momento. Me cuenta que la clica ha recibido una nueva baja. Anoche entró un operativo de la Policía. Subieron por la colina, silenciosos, encapuchados. Tomaron a los Bravos Locos Salvatrucha de sorpresa. Los pandilleros conocen bien su terreno y lograron escabullirse por las barrancas u ocultarse en los pasajes. Sin embargo, El Noche no logró escapar y, después de una larga golpiza pública, le arrancaron la camisa,  lo subieron a la cama de un pick up y se lo llevaron colina abajo. No saldrá en un buen tiempo. Me contó hace algunos días que tenía orden de captura por haber incumplido sus medidas sustitutivas.

Jazmín no disimula su malestar al contarme la noticia. Ya otras mujeres de la comunidad me habían hablado de una relación antigua entre ella y El Noche, un par de años después del asesinato de su esposo, el padre de Hugo.

-Yo por eso le digo a Hugo: ¡mirá, mirá el ejemplo! Bichos tontos, cómo se andan metiendo en líos, hoy que no se quejen. Ahí se va a estar guardado a saber cuantos años.

Dice Jazmín más para ella que para mí.

La Policía es el tercer elemento en juego en esta guerra. Es un enemigo común para ambas pandillas. Los obliga  a mantenerse en  un eterno estado de semi clandestinidad, y les dificulta sus acciones.  El Camino asegura que existe una antigua alianza entre el Barrio 18 de las faldas de la colina y el puesto policial de ahí. No se qué tanto esto sea verdad, lo que sí es cierto es que de diez operativos de la Policía al menos ocho son en esta comunidad.

Adentro del centro juvenil, Little Man se pasea sin camisa en medio de sus discípulos. Al verme entrar, levanta los antebrazos y exhibe orgulloso sus nuevos tatuajes. Son una M y una S en tinta negra que le cubren toda la parte externa de los antebrazos. Están frescos, la tinta aun tiene ese color encendido y húmedo, y la parte baja de la S todavía sangra. Los demás jovencitos le toman fotos con sus celulares y él bailotea frente a un pequeño espejo al ritmo de un reggaetón. Está feliz, lleno de una euforia extraña.

-Estas placas me las acabo de hacer. Son de una gran matada que le fui a dar a una maje. Ja, ja, ja.

Me dice Little Man medio poseído. Parece que tiene ganas de seguirme contando sobre su crimen, me persigue mientras voy dejando mis cosas por el cuarto, e intenta darme detalles sobre su hazaña. Pero yo ya no quiero escuchar. Sé por sus discípulos que él había jurado hacerse un tatuaje por cada pandillero del Barrio 18 que asesinara, sin contar a los civiles, una practica muy común entre los pandilleros. Con este ya son cinco marcas en el cuerpo de Little Man.

De repente, aparece El Camino. Ha estado escuchando desde el otro cuarto en donde preparaba un formidable revoltijo de masa con miel de piña. La deja sobre la mesa y se quita la camisa mientras lanza una mirada preñada de orgullo a Little Man y su pequeña tropa de niños. Cuesta encontrar en su cuerpo un pedazo de piel sin tinta. Little Man suelta una risita de desprecio y sin hacer mucho alboroto se va poniendo su camisa y se lleva a su tropa hacia el patio.

En el patio hay unos ocho pandilleros. Están eufóricos, los ánimos están altos. Parece que la hazaña de Little Man ha opacado la captura de El Noche. Entre ellos está El Guapo, el pandillero que me llevó a jugar fútbol hace un mes. Está anonadado escuchando la historia de otro pandillero que le cuenta cómo, en una comunidad de Soyapango, su clica asesinó a un Barrio 18 al destriparle la cabeza con una piedra. Otra práctica común entre los pandilleros. Le llaman la muerte del sapo. El Guapo vive la historia como si estuviese viendo una película, y quien la cuenta le incorpora sonidos y dramatizaciones para culminar con un sonoro: ¡plash!

Todos ríen y celebran. Levantan la mano en forma de garra. Parecen niños celebrando una travesura. Otros van sumando anécdotas, cada una más grotesca que la anterior. Los escenarios son siempre comunidades con nombres de fechas o de santos, y los actos son siempre la barbarie extrema, de esa que al escucharla da mareo, como ganas de vomitar.

Cuando las arcadas están a punto de llegar veo mi salvación. El Guapo pone sobre la mesa un juego de ajedrez y me hace una paradójica invitación.

-Hey, Juan, ¿no quiere jugar damas?

Le explico que el juego se llama ajedrez, el juego que te vuelve más listo. Parece que le llama la atención en cuanto le explico que es un juego de guerra, de estrategia.

- O sea, que estos locos solo pueden darle (moverse) para adelante. Tipo vale verga que me los coma.

Me dice El Guapo cuando le explico el movimiento de los peones. Y continúa:

 -Ah, ¿o sea que para darle bajito (comer) al rey hay que darle primero a la jaina (reina)  de él?

–No, al rey nunca se le come, la cosa es ponerlo en jaque mate, es decir que por donde se mueva haya alguna pieza esperándolo.

Le digo, y se queda pensando un buen rato.

- Ha, tipo posteando (vigilando) al loco, ¿va? ¿O sea, que la jaina sí se mueve por donde ella quiera y puede comer como ella quiera?

– Sí, Guapo, menos en L como el caballo

-¡Puta! Gran atentado full que se puede discutir esa loca.

Luego de entenderlo y de jugar un par de partidas conmigo, El Guapo dictaminó:

-Este juego está maniaco.

Está oscureciendo y más pandilleros van llegando. A la mayoría no los conozco. El Guapo me explica que son de clicas vecinas. Aliadas de los Bravos Locos Salvatrucha. Tomo mis cosas y dejo a los pandilleros en su reunión, fumando marihuana y jugando ajedrez.

Little Man sigue con su cara de héroe y los que van llegando se le acercan y lo abrazan. Temo la respuesta del Barrio 18 ante el atentado.

Mientras me voy,  una ráfaga de viento atraviesa la comunidad y es como si todas las hojas de los árboles quisieran atraparla. El polvo del suelo se levanta, haciendo a todo el mundo cerrar los ojos. Se siente como un gran respiro, pero no dura mucho. En un segundo el calor vuelve a ahogarnos.

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