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Diario de campo 14

De enero a agosto del año pasado, el joven antropólogo salvadoreño Juan Martínez convivió en el día a día de una colonia dominada por la Mara Salvatrucha en el Área Metropolitana de San Salvador. Durante su insistente investigación de campo escribió, en código de realismo etnográfico, este diario de campo que La Sala Negra presenta a manera de miniserie escrita, de pequeños retratos que forman un panorama. Cada lunes y jueves, con extensión variable, los lectores encontrarán los diarios que se escribieron allá en La última comunidad de la colina.

Martes, 8 de marzo de 2011
Juan Martínez

Enfrente tengo a un hombre con un cigarro entre los dedos que da los últimos sorbos a una coca-cola. Es el Informante. Me ha pedido que así lo identifique. Nada más, ni su edad ni su descripción ni nada de nada. En zona de pandillas, así hablan los informantes. Este incluso ha sido osado al permitir que yo grabe la conversación. Sin embargo, coloca la mano en forma de concha sobre la grabadora cada vez que menciona un nombre o alguna fecha, mientras devora mi cajetilla de cigarrillos.

Lo conocí hace solo unas semanas. Sin embargo, lo he visto observándome desde que entré en la comunidad. En varias ocasiones lo vi seguirme con los ojos, como con ganas de decirme algo. Otras veces, mientras yo deambulaba por la comunidad, lo vi seguirme desde lejos. Al principio pensé que era parte de los Bravos Locos Salvatrucha y que su misión era espiarme. Con el tiempo, dejé de prestarle importancia al Informante, hasta que un día, luego de escucharme hablar con algunos pandilleros, se me acercó.

―Mirá, no les hagás tantas preguntas. Acordate que los bichos son desconfiados y no vayan a pensar que sos de la jura. Ahí dejalos que hablen, ellos solitos te van a ir contando cosas, pero al suave, al suave. Calmate.

Me lo dijo con un tono paternal.

Desde ese día, cada vez que nos encontramos hablamos un rato, me pregunta acerca de la investigación, me aconseja qué no preguntar y me cuenta algo de su propia historia.

Allá, en el centro juvenil, El Camino terminaba de hacer pan, y Little Man estaba reunido con su tropa de niños. Planeaban un nuevo golpe. Por lo que escuché, el plan es sencillo: enviar a una muchacha a seducir a la víctima, acostarse con él un par de veces, y llevarlo a manos de la clica. Todos opinaban y daban ideas. Little Man moderaba. Subí a mi moto y fui en busca del Informante. Los Bravos Locos Salvatrucha se quedaron excitados, planeando su nuevo golpe.

El Informante me cuenta que hay muchas formas de matar, sin embargo todas siguen el mismo esquema y más o menos los mismos objetivos: mostrar, frente a la propia clica,  la barbarie de la que se dispone, y dependiendo de esto así será el grado de “respeto” que obtenga. En esta dinámica la muerte de la víctima se vuelve un mero instrumento y no un fin en sí mismo.

Lo primero es identificar a la víctima, para esto utilizan un complejo sistema que bien podría llamarse de “espionaje”. En ocasiones mandan niños con celulares a tomarle fotos a los enemigos, otras veces son vendedoras, de esas que balancean su venta sobre la cabeza. Luego esas fotos se imprimen y se le dan al encargado de realizar la acción. Si es primera vez y el muchacho se está iniciando en la pandilla, debe demostrar su intrepidez. En ocasiones les dan revólveres viejos, con apenas tres tiros, o incluso cuchillos o armas hechizas de una sola descarga. Con estos insumos el advenedizo debe cumplir la misión y regresar con vida para contarla.

-Ahí es donde uno tiene que demostrar que le gusta la pandilla. Que uno ama las dos letras. Ya después de eso ven que uno tiene huevos y ya se va ganando uno el respeto. Porque vaya, si uno mató a un enemigo que tenía bastante respeto en su pandilla, ese respeto le queda a uno también en la suya.

Me comenta el informante mientras hace brillar un cigarro entre sus labios.

Las fotos que toman los espías se imprimen. Esto le sirve al asesino de brújula para encontrar a la víctima. Pero aún queda un problema fundamental por resolver: ¿cómo acercarse a la persona que va a morir? Es complicado, tomando en cuenta que en las comunidades gobernadas por alguna pandilla existe un complejo sistema de seguridad. Cada desconocido que entra es acorralado por un grupo de pandilleros que lo desnudan en busca de tatuajes o de armas. El que vaya a matar tiene que ingeniárselas para entrar sin levantar sospechas. Algunos se disfrazan de pastores evangélicos y, Biblia en mano, logran pasar desapercibidos. Otras veces se camuflan de payasos, como contaba Little Man hace algunos meses. El maquillaje les cubre los tatuajes. Incluso los vendedores de pan son en algunas comunidades considerados aves de mal agüero. En varias ocasiones un vendedor estaciona su bicicleta frente a alguien, pita un número determinado de veces, como si ofertara su pan, y sigue su ruta. A los minutos aparece un pandillero a terminar la misión. A veces nada de lo anterior, simplemente se bajan de un carro y descargan todas las balas que puedan en el primer enemigo que se les atraviese, como hicieron con los jovencitos de la escuela hace un mes. Eso sí, al final de cada misión debe dejarse claro quién fue el hechor. Esto suele hacerse con un grito: ¡Aquí para y controla la Mara Salvatrucha! No vaya la gente a confundirse.

Luego de escuchar esto le hago al Informante una pregunta que se ha vuelto insistente en mis conversaciones con pandilleros.

―¿Qué se siente matar?

―Mirá, vos, al principio da miedo. Yo lo comparo con… Cuando uno va a cogerse a una mujer y uno es primerizo, que a uno todo le tiembla. Sentís así como un gran miedo, pero después ya no sentís nada. Solo la primera, y quizá la segunda, ya la tercera es como darle una patada a un chucho. No te imaginás que le duela o algo así, solo le das.

Ya antes alguien me había comentado que hace años se empezaba por pertenecer a una especie de grupos piloto. Eran clicas vivero conformadas por niños que básicamente jugaban a ser pandilleros. Una forma cruel de entrenamiento en el que no faltaban las extorsiones y los asesinatos. En esta zona eran dos, los Esquina Locos Salvatrucha, pues se reunían en una esquina, y los Tienda Locos Salvatrucha, por lo mismo. Con el tiempo, estos niños eran iniciados y pasaban a formar parte de los Bravos Locos Salvatrucha. De esos viveros salieron varios de los cuadros importantes para la clica, Little Man es uno de ellos.

En esos tiempos retirarse era una opción accesible. Luego, la cosa fue poniéndose más dura. Los palabreros exigían una cuota fija a los desertores, muchas veces más alta de la que los jóvenes podían pagar. En estos casos regresaban a la clica, huían lejos o eran asesinados. Otros palabreros más radicales lee tatúan la cara con el símbolo de la pandilla a aquel miembro de su clica que pretenda echarse atrás.

Volviendo con el Informante, aprovecho para preguntarle por la situación actual. ¿Qué pasará con la guerra? Me dice que la cosa está complicada. Varias clicas del Barrio18 se han aliado para sacar a la MS de la colina. Cree que el último golpe de los Bravos, el que pegó Little Man, no quedará impune. Me dice que debo tener cuidado, pues cada vez que hay guerra, todos los que están cerca de una pandilla se vuelven enemigos de la otra. Doy la entrevista por terminada y apago la grabadora. Nos fumamos el último cigarro.

En una esquina están reunidos algunos de los Bravos. Parecen un pequeño ejército.

De regreso, al bajar de la colina, nada se mueve a estas horas. Todo está cerrado. La única luz es la que sale, mortecina, del faro de mi moto, violando la oscuridad y apagándose en cada bache.

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