Opinión /

Dos prendas


Lunes, 7 de marzo de 2011
Leandro Arellano*

Nadie puede vestir con propiedad bajo más de treinta grados de calor. Casi en consecuencia se abren las puertas a la informalidad, aparece luego el fantasma del abandono, y así sucesivamente. La índole de ciertos trabajos, por otra parte, exige compostura en el atavío personal, de una presentación correcta. En ciertos menesteres el hábito sí hace al monje. Así como en el trópico y en el desierto son necesarios el algodón, la seda, el lino y otras fibras frescas, los climas fríos exigen prendas de lana, piel, cuero o plumas,

     ¿Quién define qué es lo extranjero? Adonde fueres, haz lo que vieres, advierte el refrán. Con esa prevención, el viajero va aprendiendo a adaptarse en cada nuevo destino, a observar hábitos, a copiar modales y a observar usos en las ciudades en las que lo arroja la vida nómada. El que pregunta no yerra, prescribió el Arcipreste de Hita.  

     El forastero ha de vigilar las indicaciones dibujadas en el piso antes de cruzar las  calles de Londres, en Seúl es impensable no portar tarjetas de presentación o saber que sonarse la nariz en público es un acto impropio socialmente, e igual que en otras ciudades europeas, en Ginebra no se puede organizar una fiesta ruidosa, más allá de cierta hora y a ciertos decibeles. 

     Así como cada ciudad posee un temple espiritual, cuenta también con una temperatura propia y un código de vestimenta. Viena es ese lugar en el que nos sentimos tantas veces en casa. Es también el centro de la rica cultura centroeuropea y una ciudad de elegancia sin rival. Al arribar allí, sin remilgos nos acomodamos al ritmo vienés y a no desentonar con la galanura de la ciudad. Después de todo, las cosas materiales también las hizo Dios.

     Provenientes del altiplano mexicano, habituados a la vestimenta de entretiempo -chal o un rebozo las mujeres, una chaqueta o un cardigán los hombres cuando el fresco lo demanda y a deshacerse de ello bajo el sol-, aprendimos del cobijo contra el frío y la melancolía, a maniobrar entre la nieve y el orden, de la calefacción y del arte como necesidad. A resguardarnos contra una neumonía, a llevar ropa térmica, a calzar zapatos apropiados, a portar gorro, bufanda y –desde luego- abrigo.

     La historia del vestido se remonta al momento en que nuestros primeros padres conocieron la vergüenza, y al desparramarse las tribus por el planeta cada sitio les fue imponiendo la vestimenta a que cada temperatura emplaza. El hombre va creando lo que la necesidad le exige, y cuando lo hace con arte adorna la vida, la aligera, la hace más leve. Pero todo con modo. La corbata es una espléndida invención de los países fríos: ¿por qué usarla en lugares donde el calor agobia? Nadie en Siberia va por ahí en mangas de camisa.

     En los límites del sentido común y la prudencia, el vestido es un mandamiento. El abrigo ha de ser conforme al frío. En tierras rumanas echamos mano de espléndidas chaquetas de lana mezclada con trabajados pliegos de tela, propia del uniforme de la policía nacional; de visita en el Pekín de Mao, en la que un invierno tardío nos sorprendió, recurrimos a gruesos abrigos fabricados a base de abultadas capas de materiales diversos, etc.  

      A pesar del calentamiento de la tierra la industria de la lana continúa en bonanza. El anchísimo territorio mongol se desertifica paulatinamente a consecuencia de la sobre explotación del pastoreo para la obtención de la cachemira, ante una demanda exigente del mercado. En otras regiones heladas el abrigo consiste en variadas chaquetas de plumas de ganso, ligeras y flexibles. Las más comunes en sitios frescos son las forradas con lana de oveja y en todas partes las pieles garantizan un escudo en presencia del frío, pero las asociaciones protectoras de animales avanzan en su prohibición.

     Rugoso y cálido, el Loden es el abrigo creado por los labradores tiroleses que, andando el tiempo, se convirtió en prenda típica de Austria, en donde el frío perdura la mayor parte del año. Tejido a base de lana de ovejas montañesas, su color verde oscuro y su diseño lo tornan inconfundible. Su calidez, su comodidad y sencillez, y cierta afabilidad, creó en nosotros una devota afición.

 

Nómadas privilegiados, el continuo errar nos ha arrastrado también a climas tropicales, de lluvia constante y calor fijo donde –igual- nos regimos más por el modo que por la moda. Allí, se torna más complejo el cumplimiento con la indumentaria, a pesar de su ligereza. Incluso el carácter de la población local suele ser más suelto que en las temperaturas del norte.

     En climas helados uno se cobija, va añadiendo prendas hasta atajar el frío, mientras que en los lugares sofocantes se llega a un punto en el que, con la piel expuesta, ya no es posible despojarse de más. En estos últimos la utilidad de la guayabera, esa prenda fresca, cómoda y suave cuyo origen se atribuye Cuba y al parecer nadie le disputa, es eminente.

     Circulan varias anécdotas sobre su invención, pero los cubanos aseguran que el nombre tiene origen en la guayaba.    El Diccionario de la Real Academia Española (Vigésima segunda edición) la describe espléndidamente: “Prenda de vestir de hombre que cubre la parte superior del cuerpo, con mangas cortas o largas, adornada con alforzas verticales, y, a veces, con bordados, y que lleva bolsillos en la pechera y en los faldones.” Omite señalar que es propia de climas cálidos, ciertamente.

     De La Habana debió navegar a Yucatán, cuya capital se autonombra la capital mundial de la guayabera. Como haya sido, la conocimos engalanada, al punto de haberla tornado una prenda formal. Quien escriba su historia tendrá que despejar varios cabos sueltos. Establecer su parentesco –si lo hay- con una pieza equivalente y bastante similar que los filipinos visten en bodas y funciones solemnes, a la que llaman “Barong tagalog”, elaborada a base de fibra de piña o banano y muy resistentes.

     ¿Hasta allá la llevó la Nao de China? ¿Se trata de una adaptación o de una prenda precursora? Hay quien asegura que al arribar los españoles al archipiélago la pieza ya estaba en uso. La invención de la guayabera no parece muy antigua, en tanto que los galeones entre Manila y Acapulco dejaron de aportar durante la guerra de independencia en México. Si fuese una derivación de la guayabera ¿por qué no se llamó Varón tagalo, dado que por aquella época el español era lengua oficial en el archipiélago? Ahora que si la investigación de esa historia se extiende, es probable que alcance las islas malayas, habida cuenta de los útiles y hermosos Batiks que producen los indonesios...  

     Importa mucho en qué se goce cada quien, pero recuérdese la advertencia de Guillermo Cabrera Infante, quien aseguraba que la guayabera es una prenda que tiene la peculiaridad de hacer lucir más gordo al gordo y más flaco al flaco.

     El protocolo demanda que sea de manga larga, en tanto que por marcas -emblema de la globalización- no queda: el más reciente par que adquirimos en San Salvador lleva la etiqueta de ¡Givenchy!

     La típica, la característica es la blanca, bien que son teñidas de colores para abonar todos los gustos. Los adornos que se le fueron añadiendo al andar del tiempo le imprimieron un aplomo indudable, al punto de que su carácter formal consigue que en ciudades calurosas el novio se atavíe con ella para la ceremonia matrimonial. El ánimo recibe fácilmente lo que dentro de sí reconoce. 

*El autor es embajador de México en El Salvador.
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