Estoy en México, donde he recibido esta madrugada la llamada de Krisma Mancía para decirme que su marido, Rafael Menjívar Ochoa, ha fallecido. Tras la noticias pude escuchar desde la ventana de mi hotelito, en los alrededores del Zócalo de la ciudad de México, los innumerables ruidos de esa ciudad fantástica en la que Rafael vivió por 25 años.
Un organillero, vaya casualidad, hace sonar Las Golondrinas. Una melodía para decir adiós, o hasta pronto.
Aquí conocí a Rafael, en alguna de estas cantinas. Nunca olvidaré que cuando los demás pedíamos una nueva ronda de 'chelas', Rafael, que no bebía alcohol, pedía una nueva coca cola.
Anoche, nada menos, le decía a Ricardo Cayuela, de la revista Letras Libres, que Rafael era un mexicano singular. Su obra narrativa tiene como trasfondo a México, y el lenguaje de sus personajes es, igual, el de los mexicanos. Las historias que nos cuenta, en especial en su último libro 'Un mundo en el que el cielo cae y cae' nos hablan del México doloroso de estos días de la furia.
Su obra, no solo debiera ser conocida más en El Salvador, el país al cual nunca supe por qué volvió, sino también en esta su patria adoptiva, donde su nombre toma de sorpresa hasta a los mejor informados, y en Latinoamérica.
La verdad, ahora que lo pienso, quizás fuera El Salvador la patria adoptiva de este extraordinario escritor que en las pasadas semanas ha conseguido movilizar a muchos escritores y artistas, constituyendo un hermoso movimiento llamado Fuerza Rafa. Este movimiento es una muestra de que en El Salvador aún hay enormes reservas morales y que somos capaces de hacer mucho con lo poco.
