Opinión /

A Rafa, desde su ciudad


Domingo, 1 de mayo de 2011
Ana Escoto (*)

“A tu trabajo le faltan dos cosas: a) técnica… y b) más técnica”. Esas fueran de las primeras palabras que crucé con Rafael Menjívar Ochoa, por allá de junio de 2006, en un chat de más de una hora sobre mi trabajo. Sin conocerme más que por un par de comentarios en su blog, no dudó en que le enviara cuentos y yo no dudé en enviárselos.

Claro, en esa hora también hablamos de música, de poesía, de todo. Rafa tenía esta cualidad de ganar la confianza, una confianza tal que los comentarios más críticos sobre tu trabajo no dolían. Esos chats se volvieron charlas de domingos con el resto de mis compañeros de la Casa del Escritor. Los domingos, con pan dulce y coca light, podíamos hablar de cualquier cosa; también de poesía.

Las noticias sobre su muerte, en plural, me han agarrado lejos. Demasiado lejos. La primera de mano de mi compañera Sandra Aguilar, luego la he visto una y otra vez por difusión en las redes sociales, los periódicos nacionales y algunos internacionales.  Leo en el Universal de México una nota: “Muere poeta salvadoreño”. “Poeta”, pensé y sonreí.

En el V Festival Internacional de Poesía, alguien cuestionaba: ¿Cómo un novelista puede dirigir un taller literario de poesía? Porque Rafa sí escribía poesía, pero era novelista. Incluso alguien se me acercó y me preguntó “¿en serio es novelista?”. Rafa había soltado un comentario irónico y a veces alguna gente no entendía su humor. Pero sí, era un novelista que dirigía un taller literario. De jóvenes. También era músico. También era un nerd. También era un amigo. Y esto de ocupar pretéritos para describirlo aún no me deja de doler.

Creo que muchos de los que pasamos por La Casa estamos tristes porque no se nos murió el poeta, o el escritor; ese está ahí en toda su obra. Se nos murió un compañero. Es extraño cómo el proceso de escribir –tan personal, tan íntimo– se volvió en una cosa colectiva que nos unió. Rafa creó un espacio para gente que, como él decía, no se hubiera podido conocer en otro lado, y qué bueno fue.

Vivo todo esto desde México. La ciudad de Rafa. Se la robé, un poco. Cuando decidí hacer mis estudios de Maestría en México me dijo “Te va a gustar”. Me hizo una carta de recomendación para la beca de la Fundación Heinrich Böll. No sabíamos si funcionaría (un periodista recomienda a una economista porque le conoce su trabajo como poeta). Y sí, funcionó. “Pinche Ana”, me decía. Él me enseñó a pinchear a la gente por cariño antes de venirme a esta ciudad que daba pánico. Tres años después sigo acá. Me gustó, pinche Rafa, me gustó. Sigo robándole su ciudad.

En 2008, Rafa vino a una feria del libro; lo recuerdo exactamente, en el centro, caminando con seguridad, explicándome todo, a mí que llevaba acá apenas un par de meses. Señaló un edificio. Yo no notaba nada. Me dijo que me fijara cómo estaban los ladrillos, que bajaban y subían por el hundimiento propio de esta ciudad asentada en un lago. Esa imperfección era la perfección de su ciudad. En enero, la última vez que pude hablar con él, hablamos de Coyoacán, de la iglesia, del parque. Le dije que habían quitado las ventas. Hoy le contaría que hace un calor insoportable, como nunca había sentido acá. Y que, claro, sigo odiando a los organilleros que él insistía que eran hermosos.

Hoy me costó salir de mi casa. Salir a esa ciudad que me decía que le había robado. Desde la noticia, los brazos se me han hecho pesados, demasiado. Al caminar hacia la parada del autobús sentía que había algo en la ciudad que me miraba, me notaba. La gente me preguntó la hora, me pidió cambió, me pidieron permisos y demás cosas. Tanto hablar con la gente no me suele pasar tan a menudo. Acá, desde la distancia, no puedo ir con su familia y con sus amigos y darles un abrazo. Pero la ciudad, su ciudad, me empujó a seguir este día en el que pensé, “hoy, sin Rafa, el mundo es un poco más mediocre, sin Rafa”.

(*) Escritora radicada en México

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n par de comentarios en su blog, no dudó en que le enviara cuentos y yo no dudé en enviárselos.

Claro, en esa hora también hablamos de música, de poesía, de todo. Rafa tenía esta cualidad de ganar la confianza, una confianza tal que los comentarios más críticos sobre tu trabajo no dolían. Esos chats se volvieron charlas de domingos con el resto de mis compañeros de la Casa del Escritor. Los domingos, con pan dulce y coca light, podíamos hablar de cualquier cosa; también de poesía.

Las noticias sobre su muerte, en plural, me han agarrado lejos. Demasiado lejos. La primera de mano de mi compañera Sandra Aguilar, luego la he visto una y otra vez por difusión en las redes sociales, los periódicos nacionales y algunos internacionales.  Leo en el Universal de México una nota: “Muere poeta salvadoreño”. “Poeta”, pensé y sonreí.

En el V Festival Internacional de Poesía, alguien cuestionaba: ¿Cómo un novelista puede dirigir un taller literario de poesía? Porque Rafa sí escribía poesía, pero era novelista. Incluso alguien se me acercó y me preguntó “¿en serio es novelista?”. Rafa había soltado un comentario irónico y a veces alguna gente no entendía su humor. Pero sí, era un novelista que dirigía un taller literario. De jóvenes. También era músico. También era un nerd. También era un amigo. Y esto de ocupar pretéritos para describirlo aún no me deja de doler.

Creo que muchos de los que pasamos por La Casa estamos tristes porque no se nos murió el poeta, o el escritor; ese está ahí en toda su obra. Se nos murió un compañero. Es extraño cómo el proceso de escribir –tan personal, tan íntimo– se volvió en una cosa colectiva que nos unió. Rafa creó un espacio para gente que, como él decía, no se hubiera podido conocer en otro lado, y qué bueno fue.

Vivo todo esto desde México. La ciudad de Rafa. Se la robé, un poco. Cuando decidí hacer mis estudios de Maestría en México me dijo “Te va a gustar”. Me hizo una carta de recomendación para la beca de la Fundación Heinrich Böll. No sabíamos si funcionaría (un periodista recomienda a una economista porque le conoce su trabajo como poeta). Y sí, funcionó. “Pinche Ana”, me decía. Él me enseñó a pinchear a la gente por cariño antes de venirme a esta ciudad que daba pánico. Tres años después sigo acá. Me gustó, pinche Rafa, me gustó. Sigo robándole su ciudad.

En 2008, Rafa vino a una feria del libro; lo recuerdo exactamente, en el centro, caminando con seguridad, explicándome todo, a mí que llevaba acá apenas un par de meses. Señaló un edificio. Yo no notaba nada. Me dijo que me fijara cómo estaban los ladrillos, que bajaban y subían por el hundimiento propio de esta ciudad asentada en un lago. Esa imperfección era la perfección de su ciudad. En enero, la última vez que pude hablar con él, hablamos de Coyoacán, de la iglesia, del parque. Le dije que habían quitado las ventas. Hoy le contaría que hace un calor insoportable, como nunca había sentido acá. Y que, claro, sigo odiando a los organilleros que él insistía que eran hermosos.

Hoy me costó salir de mi casa. Salir a esa ciudad que me decía que le había robado. Desde la noticia, los brazos se me han hecho pesados, demasiado. Al caminar hacia la parada del autobús sentía que había algo en la ciudad que me miraba, me notaba. La gente me preguntó la hora, me pidió cambió, me pidieron permisos y demás cosas. Tanto hablar con la gente no me suele pasar tan a menudo. Acá, desde la distancia, no puedo ir con su familia y con sus amigos y darles un abrazo. Pero la ciudad, su ciudad, me empujó a seguir este día en el que pensé, “hoy, sin Rafa, el mundo es un poco más mediocre, sin Rafa”.

(*) Escritora radicada en México

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