Opinión /

Otras identidades


Domingo, 29 de mayo de 2011
Laura Aguirre

Llegué a Berlín hace 18 meses, a principios de uno de los inviernos más duros en la últimas seis décadas. Y entre todas las sensaciones nuevas, fueron las muchas mujeres musulmanas con pañuelos multicolor que tapaban sus cabezas, quienes pusieron el toque de color a tanto blanco. Al principio me costaba dejar de mirarlas, me parecían todas iguales. Luego fue contradictorio tener que convivir a diario, en un país como Alemania, con estas mujeres tan lejanas a mi vida de mujer “occidentalizada”. Me las encontraba en todas partes, a todas horas y se volvieron el alimento de mis “clichés” construidos, desde El Salvador, alrededor de la opresión que estas mujeres sufren por parte de sus hombres.

El tema del pañuelo islámico (Hijab) es uno de los más polémicos en Alemania por la gran cantidad de migrantes que provienen de Turquía. Y lejos de desaparecer de esta ciudad tan cosmopolita parece haber llegado para quedarse. ¿Por qué estas mujeres, algunas alemanas de nacimiento, siguen tapándose la cabeza y hasta el cuerpo? ¿Por qué está tan extendido el uso del hijab en esta ciudad que es el centro, del centro europeo de la modernidad y de la emancipación de las mujeres?

Después del 11 de septiembre, la imagen de la mujer musulmana con pañuelo se convirtió en el ícono de la opresión de la mujer por parte del Islam. Pero además se ocupó como uno de los estandartes de las cruzadas occidentales, en nombre de la libertad, durante las invasiones de Afganistán e Irak. En un país como El Salvador, donde nuestros problemas son otros, es fácil quedarse con estas ideas que nos llegan desde Europa y Estados Unidos sobre el Islam y las mujeres. Principalmente con la ecuación de: mujer musulmana con pañuelo = (pobre) mujer oprimida por los hombres musulmanes que necesita ser liberada.

Pero después de todos estos meses aquí, ha dejado de parecerme tan lógica esta relación y me he visto obligada a cuestionar mis propios prejuicios.

Las mujeres musulmanas están lejos de caber en una sola imagen. Al hacer un esfuerzo para evitar esa manía de homogenizar a las personas, de meterlas en pequeñas cajas definitorias, las diferencias saltan a la vista. El significado del pañuelo islámico es múltiple, puede variar de acuerdo a la forma, color, o largo, al país de origen, clase social o edad de la mujer. En algunos países, vamos a decir islámicos, su uso es obligatorio por ley; en otros es prohibido de la misma manera; y en otros queda al libre albedrío de la persona. Las razones que las mujeres expresan para justificar su uso en los países occidentales van desde la imposición (de los hombres), el convencionalismo social, la religión, la moda, la identidad cultural o nacional, hasta como símbolo de resistencia ante la cultura occidental.

En Alemania, un país formado por 16 estados o länders y fundamentado en los derechos individuales, el uso del pañuelo no está prohibido. Sin embargo, cada estado puede legislar independientemente sobre este tipo de asuntos. En Berlín no está permitido el uso de cualquier símbolo religioso (pañuelos, cruces, etc.) por parte de las personas que trabajan en escuelas, policía y el resto de instituciones públicas. La única excepción son las monjas que dirigen algunas escuelas, ya que se consideró que sus atuendos no son un símbolo religioso, sino un atuendo de trabajo. Se persigue el velo en sí mismo, no la imposición de su uso. Sin embargo, las cabezas con Hijab afloran por todas las otras partes de la ciudad.

Al observar más detenidamente esta polémica entre los derechos individuales (entre ellos el derecho a decidir) y esa incomodidad que se siente al no comprender por qué estas personas no terminan de integrarse a los países desarrollados, tuve que pensar en El Salvador y en mí como salvadoreña.

Quizá parte del problema en Alemania radica en que solo se entiende esa realidad extraña desde su posición y desde lo que se haría, como alemán/a, si  se estuviera en el lugar de esas “otras” personas ¿Qué pasa si hago ese mismo ejercicio yo? ¿Qué haría yo en el lugar de las musulmanas?

Soy mujer, salvadoreña (aquí, latina en general), migrante en un país desarrollado. No sufro el estigma de las musulmanas turcas porque mi manera de vestir y mi forma de vida es más parecida a la de las mujeres alemanas. Vivo muy contenta aquí, disfruto de los beneficios del “desarrollo”, y comparto con las berlinesas muchos de los valores y principios de las sociedades modernas. Sin embargo, no quiero ser como ellas.  Me esfuerzo para dejar muy claro que soy “latina”-salvadoreña, que me siento muy orgullosa de serlo y que me alegro de mis particularidades.  Por eso creo que hago muchas de las cosas “clichés” que aquí suponen que una latina hace: hablo mucho español, siempre que puedo y donde puedo; escribo mi investigación en español también, bailo salsa (y lo bueno es que aquí parezco una experta), compro masa de maíz y aprendí a echar tortillas, me río mucho y fuerte; idealizo algunas cosas de mi país: las familias, los amigos, las playas, el clima; y cada vez que es posible aclaro que no me interesa quedarme aquí para siempre.

Nadie protesta, ni viven tratando de rescatarme de mi condición de “latina” para recibir mejor los beneficios del desarrollo. ¿Qué pasaría si lo hicieran? ¿Qué pasaría si algo muy latinoamericano se convirtiera en el signo de nuestra opresión? Un ejemplo hipotético y extremo: imaginemos que en este tiempo, de repente, para el mundo, hablar español se volviera ese símbolo. El primer mundo, sin preguntarnos, ni conocer mucho nuestras culturas y contextos particulares, nos pone a todas las latinas la etiqueta de víctimas de la opresión masculina. En Alemania, entonces,  de un día para otro a todas las que vivimos aquí se nos exhortaría (exigiría) a dejar de hablar nuestro idioma, a aprender Alemán para liberarnos; y ni nuestros hijos e hijas podrían aprenderlo para que desde bebés asimilaran mejor la cultura de la libertad y no formar parte de esa “otra” que ellos tacharon desde todos lados como opresora. Todo con la buena intención de rescatarnos a nosotras.

Con seguridad no solo hablaría español, sino que haría todo lo posible para revindicar mi derecho a decidir qué idioma usar y enseñarle a mis hijos; exigiría el derecho a mi historia y a mis propias formas de vida y de entender el mundo. Condenaría la tergiversación y menosprecio de mi cultura. Me rehusaría a ser rescatada por una sociedad que enarbola los derechos individuales, y sin embargo, me quita mi derecho a decidir.  Rechazaría la utilización de nuestra imagen desdibujada bajo la etiqueta de “víctima”, y el desinterés por reconocer nuestras diferencias. Exigiría que se castigue la imposición y no la elección.

Viéndolo así, no solo entiendo mejor a esas mujeres que, aquí, deciden usar el pañuelo; sino que también me parece tener más perspectivas en común con ellas de las que yo creía, más incluso que con algunas mujeres alemanas. 

logo-undefined
CAMINEMOS JUNTOS, OTROS 25 AÑOS
Si te parece valioso el trabajo de El Faro, apóyanos para seguir. Únete a nuestra comunidad de lectores y lectoras que con su membresía mensual, trimestral o anual garantizan nuestra sostenibilidad y hacen posible que nuestro equipo de periodistas continúen haciendo periodismo transparente, confiable y ético.
Apóyanos desde $3.75/mes. Cancela cuando quieras.

Edificio Centro Colón, 5to Piso, Oficina 5-7, San José, Costa Rica.
El Faro es apoyado por:
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
logo_footer
FUNDACIÓN PERIÓDICA (San José, Costa Rica). Todos los Derechos Reservados. Copyright© 1998 - 2023. Fundado el 25 de abril de 1998.