Opinión /

Enmendar el yerro del 743


Miércoles, 8 de junio de 2011
Carlos Gregorio López Bernal

Una revisión de las demandas sobre reformas al sistema político provenientes de la sociedad civil en sus diferentes manifestaciones, de las sentencias emitidas por la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, de las acciones y reacciones de los partidos políticos como tales, o de su expresión político-legal desde el órgano legislativo, dice mucho de los cambios en la cultura política salvadoreña, de sus fortalezas y expectativas, pero también de los obstáculos que la modernización del sistema político enfrenta.

Por una serie acciones y situaciones imprevisibles, o al menos no fácilmente predecibles, en los últimos meses la correlación de fuerzas entre los tres poderes del Estado se ha modificado significativamente, al grado que algunos actores políticos — específicamente partidos políticos en general, y partidos de derecha en específico — han quedado desconcertados, pues los burdos mecanismos utilizados en el pasado ya se muestran inoperantes para contener la tendencia al cambio, la modernización y la racionalidad.

Quizá decir partidos políticos es decir mucho, en realidad, quienes más están siendo cuestionadas son la cúpulas partidarias acostumbradas a manejar los destinos políticos desde la estrecha visión de sus intereses y a resolver las cuestiones con el efectivo, pero poco inteligente recurso a la componenda y la aritmética de los votos en la Asamblea; a las actuaciones serviles o cuando menos permisivas de la Corte Suprema de Justicia, y a las recurrentes negociaciones y pactos en Casa Presidencial. Vale decir que este tipo de prácticas también eran posibles por la pasividad de una sociedad civil amorfa, poco demandante y menos protagónica.

Hay suficientes señales para afirmar que ese modo de hacer política está llegando a su fin. Y está en crisis porque las dirigencias partidarias (unas más otras menos) se niegan a aceptar esa realidad; escasas de luces e imaginación, insisten en seguir aplicando recetas obsoletas, cuyo epítome es el nefasto decreto 743 que pretende que las sentencias de la Sala de lo Constitucional se den por unanimidad.

Las expresiones ridículas de un dirigente del PCN, al cuestionar las decisiones de los magistrados de la Sala de lo Constitucional, reprochándoles que están allí, porque “ellos” diputados los han “puesto”, solo confirman un estilo arcaico de entender las relaciones entre los órganos del Estado. Ciertamente que antes los magistrados eran más sumisos a los intereses de los poderes tradicionales. Y aún es posible que esta Sala de lo Constitucional sea un accidente, un error de cálculo de los diputados y sus partidos, quienes seguramente en el futuro serán más cuidadosos al hacer esas elecciones y tratarán de llevar a la Corte individuos “más confiables”.

Hasta el viernes pasado, muchos teníamos la ingenua esperanza de que el decreto 743 sería vetado por el presidente Funes; todo parecía indicarlo. No sabíamos que tal decreto se “había cocinado” con antelación, por más que el presidente se empecine en negarlo. Basta solo considerar la trascendencia o importancia del decreto y la premura con que fue sancionado. Un decreto intrascendente, a lo mejor no requiera mayor estudio, pero por eso mismo no amerita correr a su publicación. Por el contrario, si es realmente importante; y este obviamente lo es porque amenaza nuestra incipiente primavera democrática, demanda un análisis detenido y profundo. Es decir, los asesores jurídicos del presidente debieron estudiarlo sesudamente, y solo entonces procedía tomar una decisión. Por lo tanto, es lógico pensar que el estudio, pero sobre todo el cálculo político, se hizo antes.

¿Qué gana cada uno de los implicados? Mucho y nada. La negociación con los partidos seguramente que dejó al presidente con un as más en la manga, al que recurrirá llegado el momento. Además, tanto el ejecutivo como el legislativo, asumen como ganancia el paralizar a una Sala de lo Constitucional que los incomoda y que con su independencia de criterio, honestidad y respeto a la constitución, pone en jaque un vetusto estilo de hacer política.

Pero hay que decirlo, ese acuerdo también tiene un alto costo político que alguien deberá pagar. Y aquí el gran perdedor es el presidente Funes, porque hasta la semana todavía era visto como un funcionario que no prestaba a este tipo de arreglos, al menos no tan burdos y evidentes. Basta con revisar las columnas de opinión, las redes sociales y los pronunciamientos que se suscriben desde la sociedad civil para comprobar cuánto rechazo e indignación ha provocado esta medida. Y buena parte de la condena va contra el presidente por haberla aprobado. Por supuesto que esta mancha también alcanza a los partidos políticos, pero en este caso es solo una pinta más al tigre.

Si algo de positivo hay en este penoso asunto es la manifiesta voluntad de la sociedad civil y de la ciudadanía de exigir cambios, y de dignificar la política, poniéndola al servicio de toda la población y no de grupos enquistados en el aparato político. Hay una forma sencilla y madura para salir del paso: la derogación del decreto 743. Hacerlo sería reconocer un error, y por lo tanto evidenciaría madurez política. Inmediatamente después, los tres órganos del Estado deberían iniciar un diálogo orientado al irrestricto respeto a la Constitución, a la discusión de los temas que podrían afectar la institucionalidad del país, a fin de evitar episodios como el que estamos viviendo. Soplan nuevos vientos que obligan a los capitanes de los barcos políticos a tomar medidas; se colocan en contra de ellos con el peligro de ir contra corriente e incluso naufragar, o se atreven a aprovecharlos y de paso explorar rutas que nos lleven a nuevos puertos mejores.

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