Opinión /

El decreto de la impunidad


Martes, 21 de junio de 2011
José Miguel Cruz

La aprobación del Decreto 743 y el intento de los partidos políticos y de ciertos grupos de poder por sabotear el trabajo de la Sala de lo Constitucional constituyen un esfuerzo descarado por defender las profundas estructuras de corrupción e impunidad que existen en el país. En esto no hay donde perderse.

La crisis institucional generada por el decreto no constituye un conflicto entre los órganos del Estado como se ha querido hace pasar.  Mucho menos constituye un instrumento para recuperar la institucionalidad en el país. Es más bien todo lo contrario. Los partidos políticos y el presidente han hablado de promover el diálogo entre las máximas instituciones políticas del país. La verdad es que en sentido estricto, la Sala de lo Constitucional no tiene por qué “dialogar” con los otros órganos. Sobre todo cuando “dialogar” tiene un sentido muy particular. En el pasado, el “di[alogo” entre los órganos del Estado ha sido sinónimo de contubernios, acuerdos bajo la mesa, corrupción y, en última instancia, impunidad. Bajo esta perspectiva el llamado a “dialogar”—y a negociar, por parte de los más atrevidos— es solo un intento grosero de someter a la Sala a las viejas prácticas de la corrupción política.

Las decisiones de la actual Sala de lo Constitucional han dado al traste con esa tradición de corruptela  y han afectado los intereses de los que por años han utilizado las instituciones públicas para beneficio personal y para cometer ilegalidades—cuando no delitos. Todo el proceso de redacción, aprobación y manipulación del decreto por parte de la Asamblea, así como también de sanción por parte del presidente Funes no es más que un intento por encadenar a una institución que había estado instaurando la legalidad y la transparencia en la función pública del país. Es irónico que la Sala esté siendo asaltada con los mismos recursos y las mismas prácticas que aquella ha buscado eliminar con sus fallos.

Es cierto. Los magistrados no son perfectos. Y probablemente no todos los salvadoreños y salvadoreñas estén siempre de acuerdo con las decisiones de la Sala. Incluso los ciudadanos y funcionarios más rectos encuentren ciertas decisiones contraproducentes en algunos ámbitos de la vida nacional. Pero esta Sala ha dado de muestras fehacientes de compromiso con el Estado de derecho como quizás ninguna otra corte en el pasado y, a la larga, eso es lo que construye instituciones fuertes, transparentes y democráticas. El principio de un estado democrático es que las instituciones actúen apegadas a derecho y bajo reglas de juego que limitan el poder absoluto de los gobernantes. Eso es lo que los magistrados de la Sala de lo Constitucional han estado haciendo y eso es lo que buena parte del “establishment” político encontró intolerable.

Los sucesos que rodean la aprobación del decreto ponen en evidencia que la impunidad y la corrupción en la gestión pública están más extendidas y arraigadas de lo que parece a simple vista. Es más, el decreto en cuestión muestra que la impunidad tiene defensores inesperados. No son solo los responsables de siempre. Buena parte de la frustración pública que se ha ventilado en las últimas semanas en la calle y en las redes sociales tiene como origen la creencia de que había posibilidades de cambio con el nuevo liderazgo político.  El golpe de realidad ha sido muy duro.

A decir verdad, el cambio fundamental estaba llegando a través del tribunal máximo del órgano judicial. Esto es curioso considerando la corrupción histórica de las instituciones de justicia. Pero los movimientos realmente transformadores casi nunca surgen en donde uno se los espera.  La resistencia, sin embargo, se genera allí en donde los que viven de la corrupción y la impunidad tienen mucho más que perder.

El Decreto 743 permite que los grupos de poder político sigan actuando de forma impune, manipulando las leyes y hundiendo al país en la decadencia propia de un Estado fallido. El problema fundamental de este país no es la economía ni la criminalidad. El problema son las elites políticas que son capaces de secuestrar las instituciones estatales e impedir la vigencia del Estado de derecho con tal de satisfacer sus intereses particulares más inmediatos. Las amenazas fundamentales que enfrenta la sociedad salvadoreña, esto es, un modelo económico incapaz de generar riqueza para todos, la inseguridad jurídica, la penetración de los grandes carteles criminales, la insostenibilidad ecológica y energética son en buena medida consecuencias de un liderazgo político que oscila entre la podredumbre y la cobardía.

La impunidad se sirve no solo de los corruptos sino también de los acomodadizos.

 

 

 

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