Opinión /

Políticos y empresarios para un momento histórico


Martes, 5 de julio de 2011
Carlos Dada

Políticos y empresarios para un momento histórico

Por Carlos Dada

El Faro

El Salvador ha sido siempre un país muy dinámico. La pequeña extensión de su territorio, su vulnerabilidad, el hacinamiento de su población y las dramáticas desigualdades lo mantienen siempre en una ebullición que va generando dinámicas sociales y nuevas necesidades de cambios políticos y económicos.

Tradicionalmente, los últimos en admitir estos movimientos han sido los empresarios y los administradores del Estado, es decir los políticos que mantienen una cuota importante de poder. Durante buena parte del Siglo pasado, los empresarios agrícolas y agroindustriales eran prácticamente los propietarios de este Estado, que les garantizaba sus privilegios y dictaba las medidas necesarias; y los militares se encargaban de lo segundo.

Tardaron mucho, ambos, en darse cuenta de que ya no podían seguir cerrando los espacios políticos a la oposición ni los derechos civiles a la ciudadanía. El partido en el gobierno cometió fraude tras fraude electoral, con el abrazo y el apoyo de los empresarios, impidiendo que la oposición democrática, que se sometía a las reglas del juego, tuviera alguna oportunidad real de ganar. Un buen día despertaron con un movimiento revolucionario al que quisieron hacer frente con los métodos de siempre: la represión y los estados de emergencia. Tras el golpe de 1979, la oposición democrática compartió el poder con los militares, pero ante las primeras medidas de transformación estructural se respondió con el boicot empresarial;  y con la negación militar a someterse a un poder civil.

Con la paz, los revolucionarios pasaron de transgresores a miembros prominentes del sistema político; los militares se retiraron a los cuarteles y los empresarios continuaron resguardando sus privilegios y el acceso privilegiado al Estado (no pocas veces también la manipulación del mismo). El Salvador, en paz, se reconoció entonces como un país con población joven, lleno de armas y sin recursos para una verdadera transformación económica y social. El Estado, previo acuerdo de las cúpulas partidarias, fundó y refundó instituciones más acordes con las nuevas realidades políticas, con los candados y la vigilancia recíproca y necesaria de los polos para evitar que uno de los actores pudiera imponer solo su voluntad.

Pero de eso ya pasaron dos décadas, y el país se ha movido mucho desde entonces. Ahora vive una realidad distinta y vuelve a enfrentar la necesidad de cambio impuesta por una realidad, que nunca es estática, con unos líderes políticos y empresariales que mantienen una visión obsoleta y que se resisten a admitir que tienen que ceder privilegios y asumir transformaciones y cambios de reglas. Hoy incluso los rebeldes de ayer defienden y se aferran al sistema con un conservadurismo anacrónico.

Al centro de la confrontación plantada por la Asamblea y el Ejecutivo a la Sala de lo Constitucional se encuentra en realidad el hecho de que los magistrados tocaron el punto medular del sistema. No fueron las sentencias contra algunas empresas (las gremiales empresariales se han posicionado sin ambajes en apoyo a la Sala) ni contra los medios de comunicación. Fueron las sentencias en materia electoral las que desataron la reacción impulsiva, visceral, de partidos y del Presidente.

La Sala de lo Constitucional les quitó el control exclusivo del sistema electoral y de las reglas del juego. Ahora los partidos ven amenazado eso: su monopolio y su arbitraje en el juego electoral. Ahora los potenciales candidatos presidenciales ven con preocupación que sus cálculos electorales estaban siendo manejados pensando en unos tiempos y un escenario electoral que los magistrados están modificando.

Independientemente de si sus preocupaciones son legítimas, y ciertamente muchas de ellas lo son, su reacción no ha sido racional. Ha sido la prepotencia del poderoso que se ve amenazado. Ha sido el pulso, el desafío, el atropello.

Pocos ejemplos hay más ilustrativos de que los mismos métodos no funcionan para tiempos distintos. El capítulo del 743 provocó una reacción de la sociedad civil que no se había visto en mucho tiempo: jóvenes con acceso a la tecnología reaccionaron inmediatamente y dieron origen a un movimiento que apenas se comienza a ver a sí mismo: a los jóvenes del “tweeter” se unieron organizaciones de la sociedad civil de todos los colores; sindicalistas; ejecutivos de grandes empresas; fundaciones; estudiantes; ecologistas; feministas; académicos; artistas; profesionales… Es decir, por primera vez en muchos años la clase media, esa que llevó a Funes a la silla presidencial, salió a las calles a protestar y exigir respeto a la institucionalidad. Y a aplaudir los cambios generados desde un poder judicial que da visos de independencia.

La condena unánime, días después, al intento del expresidente de la Corte de Cuentas y los otros dos ex magistrados de embolsarse cientos de miles de dólares en “compensación” llevó a su devolución y el cuestionamiento generalizado de quiénes y cómo eligen a los magistrados de la Corte de Cuentas.

Esta espontánea organización e indignación de la clase media tiene un componente muy positivo: el paso de muchos ciudadanos de la queja pasiva a la acción; de depositar toda la responsabilidad de transformaciones en los líderes políticos a perder la ilusión, sí, pero para posteriormente convertir el desencanto en protesta y en presión; es decir, en la adquisición de poder político ejercido desde la calle.

La sociedad salvadoreña ha cambiado. Ha pasado una generación entera desde la firma de los Acuerdos de Paz. La izquierda ha llegado al poder por primera vez. El país entero ha cambiado. Pero los partidos políticos, encerrados en su propio mundito en el que controlan, transan y juegan, se resisten a realizar las transformaciones que el nuevo país demanda, porque implica que ellos cedan privilegios. Que pierdan control. Basta una elemental mirada al Estado para percatarse de que la realidad demanda cambios inmediatos. La resistencia de los políticos solo evidencia lo alejados que están de una visión integral del Estado y de la voluntad de discutir a fondo las reformas urgentes.

Lo mismo le sucede hoy a las cúpulas empresariales. Son aparentemente los últimos en darse cuenta de que cada vez son menos importantes. De que El Salvador ya no es un país en el que ellos controlan todo y la población sobrevive, ahí, sin afectar sus intereses. Han sido, ciertamente, empresarios muy dinámicos, prósperos en muchos casos, que han protagonizado la historia de este país. Lo bueno, lo mucho bueno; y lo malo, lo mucho malo.

Pero ahora, aferrados a su posición de poder y a la estructura de privilegios que crearon y mantuvieron desde hace más de un siglo, son incapaces de ver que la verdadera amenaza a su estatus no es una reforma fiscal que todo mundo considera urgente; no es el aumento a los impuestos que han rechazado una y otra y otra vez. No. La verdadera amenaza es el crimen organizado. Ese mismo que compra poblaciones enteras construyendo clínicas donde el Estado no puede; que garantiza seguridad donde el Estado no puede. Y mientras los líderes empresariales dicen que más impuestos afectarán el empleo, el narcotráfico contrata más y más colaboradores, sustituyendo pues las plazas que la empresa privada recorta y que el sector público no puede ofrecer y garantiza, al que esté de su lado, una mejora en la calidad de vida que el Estado no puede. Es decir, la amenaza es la sustitución del Estado y de la empresa privada por grupos criminales.

Pero nuestros empresarios siguen creyendo que la amenaza son más impuestos. Se niegan a ver que el único país latinoamericano con una menor recaudación fiscal, Guatemala, está justamente invadido por el crimen organizado.

Ciertamente, los empresarios también tienen preocupaciones legítimas: la transparencia en el uso y la administración de los recursos del Estado; la justificación de un plan coherente de combate a la inseguridad, etcétera. Pero, igual que los políticos, responden con las formas a las que están acostumbrados: amenazan con frenar la producción y la inversión, con trasladar los costos a la población, con perder competitividad, con recortar plazas. Es una visión no solo egoísta, sino cortoplacista y contraproducente (en esto se parecen a los políticos). Que además nunca, pero nunca, va acompañada de una promesa de depurar sus propias gremiales, de expulsar a los empresarios corruptos y a los empresarios lavadores de dinero; de evidenciar a los que no pagan impuestos y a los que se lucran sin ética. Líderes gremiales que exigen transparencia en la utilización de los fondos de Casa Presidencial, lo cual está muy bien, pero que nunca denunciaron corrupción en las aduanas, ni en la construcción de obra pública, por citar dos ejemplos. Porque para corromper las aduanas y la construcción se necesitan funcionarios corruptos y empresarios corruptores.

Líderes empresariales que hoy se erigen como una enérgica contraparte en un escenario en el que deberían ser “parte de la parte”, porque la contraparte está fuera de la ley. Y la contraparte está ya metida entre los empresarios y entre los políticos.

El Salvador vive hoy un momento de cambio, pues, ineludible. Un momento de cambio que no surge del Ejecutivo, ni de la Asamblea, ni del Judicial. Un momento de cambio que surge del avance mismo de la historia nacional. De la vida nacional. Un momento que exige revisar y componer muchos engranajes del sistema. Un momento que, nuevamente, los partidos políticos y los empresarios son los últimos en reconocer. Y este puede ser, una vez más, nuestro drama nacional.

Carecemos hoy de líderes; de personas con la credibilidad, la representatividad, el prestigio y el compromiso con el país suficiente como para lograr avances a partir del debate público generado en esta coyuntura. 

Pero, con líderes o son líderes, el país de cualquier manera demanda nuevos acuerdos como condición urgente para aprovechar las oportunidades de desarrollo y obstaculizar el avance de los grupos criminales. El narco y la corrupción ya han penetrado a las autoridades de seguridad pública, del sistema judicial, a los empresarios, a los partidos políticos, al sistema financiero, a las instituciones del Estado. Es ahora cuando se necesita que autoridades, empresarios y partidos políticos adquieran un nuevo discurso y propongan un debate político distinto.

Que vean juntos las posibilidades de crecimiento, de transformación, de modernización del Estado, de redistribución del ingreso, de generación de riqueza, de aprovechamiento de oportunidades, de consolidación democrática, de reformas verdaderas. Eso es lo que la sociedad civil les está demandando. Eso es lo que la historia les está demandando.

 

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