Opinión /

¿Para qué votar?


Lunes, 29 de agosto de 2011
Marlon Anzora

Si usted creía que no ir a votar era una forma efectiva para mostrar su descontento o afectar a los partidos políticos, resulta que podría ser todo lo contrario. Muy probablemente los partidos quieren precisamente que usted -que es crítico y demanda un mejor comportamiento de los políticos- no vaya a votar y que solamente salgan ese domingo aquellos que denominan su voto duro, es decir, aquel ciudadano que independientemente del trabajo desempeñado o la actitud mostrada por sus representantes políticos, no hará evaluación alguna y saldrá a votar siempre por los mismos colores.

Un conocedor del tema, el director de la maestría en ciencia política de la UCA, Álvaro Artiga, en una entrevista televisiva realizada en julio de este año (18/07/11), planteó precisamente que no ir a votar resulta funcional para los partidos, refutando así algunas de las frases más comunes de buena parte de la población, como las célebres “si no trabajo no me harto”, “sólo prometen y no cumplen”, “sólo para las elecciones vienen aquí”, entre otras con las que tienden a justificarse los ciudadanos que no van a votar.

Muy probablemente las frases populares antes mencionadas difícilmente pasarían el tamiz de un riguroso análisis científico como para considerarlas racionalmente ciertas y generalizables, pero debemos reconocer que representan un porcentaje importante de la opinión pública, convirtiéndose así en parte de la realidad. Y es por ello que es válido y necesario preguntarse ¿Votar para qué?

Para esa pregunta no hay respuestas científicamente válidas, pero sí puede haber argumentos racionales que permitan plantearle al ciudadano crítico, algunos fundamentos para que encuentre sentido a ejercer su derecho al sufragio o para hacerle notar que su actitud de desafección política, lejos de ser una afrenta para las actuales cúpulas partidarias, podría resultar siendo precisamente lo que los partidos políticos quieren.

El primer argumento que se puede esbozar, es el histórico. Muchos compatriotas e incluso extranjeros dieron sus vidas para vivir en democracia, es decir, no sólo para votar por el partido de su preferencia o para conformar el propio, sino también para expresar lo que pensaban sin ser reprimidos y organizarse alrededor de su pensamiento y paradigmas de sociedad. Desde una perspectiva histórica no ir a votar representaría una afrenta a esas luchas sociales, políticas e incluso militares que se dieron durante casi todo el siglo XX para que el sistema político salvadoreño pasara de ser militarizado, oligárquico y autoritario hacia uno ciudadano, poliárquico, con aceptación del disenso y la oposición política e ideológica.

El segundo es un argumento jurídico. El sufragio, que se materializa con el ejercicio del voto, es un derecho humano universal, consagrado en la Constitución de la república y en tratados internacionales, pero también representa un deber moral para los salvadoreños, ya que en nuestra legislación el voto no es obligatorio, como si lo es en la legislación electoral de otros países. Todo derecho implica responsabilidad, en este caso la acción de votar es apenas el gesto mínimo para aportar a la construcción de un sistema pluralista y poliárquico, aunque no debería ser la única acción para que un ciudadano se sienta satisfecho de haber participado y aportado al proceso y la convivencia democrática, pues la construcción de comunidades democráticas requiere de acciones constantes, diversas y conscientes de la ciudadanía para consolidarse.

No debe olvidarse que ya bien avanzados en el recién pasado siglo XX varios países occidentales aún no otorgaban el derecho al sufragio a mujeres y/o personas de color, por lo tanto no se trata de cualquier derecho, sino de una conquista social convertida en derecho humano universal, que es fruto de la lucha de varias generaciones que vieron como el voto era privilegio de unos pocos y lo exigieron para todos.

Tercero, por coherencia. No votar puede ser considerado incoherente en aquellos sectores que se quejan y critican fuerte y constantemente a sus representantes, pero que no se toman ni siquiera el tiempo de ir a votar una vez cada cierto tiempo, para manifestarse al respecto. En ese sentido, parecería que las quejas, malestares y otros sentimientos negativos hacia los representantes políticos no son tan serios ¿Cómo va a tomarse en serio un político a una ciudadanía que se queja perpetuamente de ellos pero que no hace ni el mínimo esfuerzo para pronunciarse a través de su voto? ¿Es coherente quejarse y criticar pero no hacer ni el mínimo esfuerzo para cambiar esa realidad?

Cuarto, para rotar y erigir nuevas élites gobernantes. Las elecciones competitivas pueden ser un ejercicio efectivo para que las elites gobernantes no concentren demasiado poder y no se perpetúen en sus cargos. Un ejercicio consciente e inteligente del voto hace que las sociedades modernas mejoren la oferta política, ya que los partidos y los funcionarios entienden que se encuentran ante colectivos conscientes, informados, formados y activos ante su realidad, que harán más difícil la posibilidad de que una elite mediocre o corrupta se enquiste en el poder por demasiado tiempo.

Pueden seguir vertiéndose razones para ir a votar sin que ninguna de ellas sea suficientemente convincente. Por eso el planteamiento desapasionado, de mayor rigurosidad y profundidad científica que busca la academia, esbozado en este caso por Álvaro Artiga, es un aporte valioso para que la ciudadanía tenga mejores elementos de juicio para evaluar que su decisión de no ir a votar, no es precisamente la forma más efectiva de expresar su descontento.

Por el contrario, Artiga plantea también que un escenario con un alto porcentaje de votos anulados representaría una afrenta directa a la legitimidad de la oferta partidaria actual, pudiendo llegar a superar el porcentaje de votos obtenidos por algunos partidos, incluso sumados. Esto significaría un rechazo ciudadano a las propuestas plasmadas en la papeleta, pero al mismo tiempo una refrenda a la necesidad de vivir en una democracia más funcional y cercana.

La diferencia entre ausentarse, es decir, no ir a votar, y votar anulando la papeleta, es que los votos nulos si entran en el recuento y de ser un porcentaje considerable se convertiría en un mensaje claro y contundente hacia las cúpulas partidarias de que la ciudadanía si está a favor de la democracia, pero profundamente descontenta con la oferta partidista-electoral, que se encuentra cada vez más distante del diario vivir de la población.

Un alto porcentaje de votos nulos mostraría la necesidad ciudadana de vivir en democracia, pero también de hacer cambios urgentes al sistema político y los partidos políticos. No ir a votar –en cambio- a lo sumo haría que las tasas de participación electoral volvieran a los porcentajes de 1997 o 1999, tasas de participación que siguen siendo el promedio hasta en las democracias más institucionalizadas del mundo. Es decir que no ir a votar no cambiaría ni significaría nada, y por el contrario, legitimaría a las actuales cúpulas partidarias para que continúen comportándose y actuando de espaldas a las necesidades ciudadanas.

Sin embargo, luego de todos los argumentos vertidos, surge nuevamente la pregunta ¿Y entonces para qué votar? No hay respuesta única válida, solamente hay que recordar que ese domingo los duros siempre se levantan temprano para votar automáticamente por el mismo color.

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