Opinión /

Principios e intereses


Lunes, 29 de agosto de 2011
Ricardo Ribera

De vez en cuando a los políticos les da por decir lo que piensan. Se trata, desde luego, de algo inusual. Cuando ocurre, suele ser chocante. También aleccionador y digno de reflexión. Deberían los pueblos conocer y meditar tales frases que caen desde arriba, para sorpresa y escándalo de muchos.

Por ejemplo, cuando a los próceres centroamericanos les dio por incluir en el Acta donde declaraban la independencia la frase “antes de que el pueblo la declare por sí mismo”. O sea, como tratando de justificar tal osadía, presentándola como mal menor. Mucho peor hubiera sido – para la mentalidad e intereses de las elites – que la masa popular hubiese asumido el protagonismo de romper las cadenas del colonialismo español y reclamar para sí la soberanía. Debieron pensar esos líderes criollos que el pueblo jamás saldría del analfabetismo y que nunca conocería lo que ahí escribieron. Se equivocaron. No obstante, seguimos año con año celebrando “la gesta independentista” como si nada, cual si nadie hubiera reparado en la frasecita en cuestión.

Otro ejemplo de sinceridad en exceso fue la respuesta del general Hernández Martínez, el genocida admirado por las siguientes generaciones de dictadores y oligarcas, al oficial naval extranjero que le ofrecía desembarcar tropas para ayudar a sofocar el levantamiento campesino de 1932: “No será necesario, gracias; ya llevamos muertos a seis mil comunistas”.

No tan truculento, solamente patético por lo ridículo, el caso del mandatario que después de haber suscrito un TLC con Estados Unidos, dolarizado el país y enviado un batallón a Irak, se emocionó porque el presidente estadounidense le había llamado “my friend”. No pudo menos que expresar que “ése era el honor más alto que había recibido en su vida”. Casarse, o ser padre, o haber sido elegido presidente por sus compatriotas, nada podía compararse al parecer con ser llamado “mi amigo” por el hombre más poderoso del planeta. Nos hizo pasar vergüenza ajena.

El poder imperial ha dado numerosos ejemplos de incontinencia verbal. Así, el presidente que mencionó en un discurso que, para tratar con los gobiernos sudamericanos, Estados Unidos disponía de un “big stick”, un “gran garrote”. O el que dijo de Somoza, el militar nicaragüense hecho presidente por Estados Unidos: “Es un hijo de puta ciertamente, pero es nuestro hijo de puta”. No se quedó muy atrás el que calificó la política norteamericana hacia América Latina como “del palo y la zanahoria”. Mas se lleva las palmas, en cuanto a impudicia declarativa, el que afirmó “Estados Unidos no tiene amigos en el mundo, tan solo tiene intereses”.

Pues bien, hace poco el presidente Barack Obama hizo méritos para ser incluido en esta galería de políticos bocones. Se le escapó decir lo siguiente: “cuando nuestros principios coinciden con nuestros intereses, entonces es que pasamos a la acción”.

¿Cómo interpretarlo? Obama indica que no va a actuar movido sólo por los principios. Aunque podría asimismo interpretarse que tampoco lo hará motivado sólo por los intereses. Debe haber coincidencia de ambas cosas, según esta nueva filosofía política. Para algunos parecerá idealismo realista, otros lo verán como simple oratoria pragmática, los de más allá lo interpretarán como clara muestra del cinismo más vulgar.

Maquiavelo posiblemente estaría de acuerdo, él que insistía en no mezclar la política con la ética. Efectivamente, Obama se desliza en esa misma dirección puesto que, si actuase determinado sólo por los intereses, podríamos afirmar que su acción es inmoral, lo cual plantea no va a hacer. En cambio fuera moral aquel accionar inspirado únicamente por los principios, cosa de la que también se aparta. Obama rechaza una y otra línea de acción, tanto la inmoral como la moral. Por tanto la que propone es una práctica “amoral”, que haga a un lado la consideración ética, coherente a todo punto con la recomendación maquiavélica. Debe convenirse no obstante que lo expone con tal habilidad que resulta bastante disimulado su pragmatismo sin principios.

Con sus índices de popularidad por debajo del 40% y acosado por los republicanos, el Obama del 2011 es apenas una sombra del que ganó en 2008 la presidencia. El entusiasmo y la esperanza que levantó con su inflamada oratoria quedaron atrás, trocándose en decepción y reclamos en el escenario doméstico, en creciente indignación y repulsa en el internacional. Obama ha cambiado.

En concreto, la mencionada idea de una necesaria coincidencia entre principios e intereses la formuló Obama en referencia a la política estadounidense respecto las rebeliones en el mundo árabe y las reacciones represivas de los regímenes respectivos. Túnez y Egipto desarrollaron sus “revoluciones democráticas” sin mayor apoyo de Estados Unidos, que simplemente dejó caer gobiernos que habían sido sus aliados. Pero en el caso de Libia se movilizó rápidamente contra Gadafi, arrastrando tras suyo a sus aliados de la OTAN con la complacencia de franceses y británicos. Aun con pruebas poco fiables sobre la represión ejercida por el gobierno libio, la posición de derribarlo se ha mantenido a cualquier costo. Más de 20 mil bombardeos aéreos de la OTAN terminaron por diezmar a los alrededor de 65 mil efectivos que protegían Trípoli y han determinado la victoria rebelde.

Sin embargo actividades de protesta en Arabia Saudí, Jordania o Marruecos no tuvieron apoyo internacional. Comprobados actos de sangrienta represión en Bahrein, en Yemen o en Siria no han merecido una contundente respuesta occidental como la lanzada contra el régimen libio. A esa paradoja viene a dar respuesta el filósofo Obama. Hacemos la guerra, no para defender intereses, sino principios; pero no siempre los defendemos con la guerra, sólo si ella nos permite también defender intereses. ¿Resulta confuso? ¿No queda claro? Pues tanto mejor.

¿Intereses en Libia? Bueno, es el segundo mayor exportador africano de petróleo, con una producción diaria de un millón 700 mil barriles antes de que iniciara la guerra civil. Además, como ha señalado el investigador y analista egipcio Samir Amin, el nuevo gobierno libio se verá muy probablemente obligado a aceptar se instale en su territorio el Africom, el Comando Militar de Estados Unidos para África. Por ahora sigue éste emplazado en Stuttgart dado el rechazo de países africanos a recibirlo, pero Alemania queda muy lejos de África y es inconveniente. Obama mantiene la presencia militar y el despliegue de fuerza alrededor del mundo como sus predecesores, pese a su discurso pacifista y conciliador.

Por otro lado la intervención militar va a permitir frenar a China, cada vez con mayor presencia en África. Tiene inversiones por 20 mil millones de dólares en Libia y cerca de 35 mil trabajadores en el país, chinos que tuvieron que ser evacuados a Chipre en los primeros días de revueltas y que difícilmente podrán volver. El mensaje a los chinos es claro y fuerte: podrán ser competitivos en lo económico, pero no pueden competir con el músculo militar de Estados Unidos. Su Comandante en Jefe lo ha reafirmado.

En este marco es que puede observarse el cambio del presidente del cambio, sí el nuestro, el que prometió inspirarse en Monseñor Romero, Lula y Obama. Pues ahora anuncia su anuencia, valga el juego de palabras, de enviar militares salvadoreños nada más y nada menos que a Afganistán. “En misión de paz”, claro está.

Se dirá que “cualquier similitud” con el batallón Cuscatlán que enviaron los gobiernos areneros “es pura coincidencia”. Para compensar esta decisión sustentada en “los intereses” se anuncia la disposición a considerar Palestina como un Estado, iniciativa que supuestamente se inspiraría en “los principios”. Siguiendo tal lógica las declaraciones de acercamiento a China comunista bien pudieran ser el preámbulo para enviar otra “misión de paz”, esta vez a Libia, que probablemente va a engrosar la lista de los países ocupados a nombre de la democracia, la autodeterminación de los pueblos y los derechos humanos. Como el irrepetible George W. Bush dijera: “hay que imponerles la libertad y la democracia”.

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