Opinión /

Diez años después


Lunes, 12 de septiembre de 2011
Ricardo Ribera

El 11 de septiembre marcó la historia con el ataque terrorista a las torres gemelas y al Pentágono en el 2001. Antes, en 1973, otro 11 de septiembre emborronó el calendario con el signo aciago de la muerte y el terrorismo: se consumó en esa fecha el golpe de estado contra el Presidente constitucional de Chile, el socialista Salvador Allende. Había sido democráticamente electo y aún le faltaba casi la mitad de su mandato. Que no le dejaran terminarlo no fue sorpresa para nadie. El Secretario de Estado de la época, Henry Kissinger, ya lo había advertido: “no podemos hacernos responsables por las decisiones irresponsables de un pueblo”. Es decir, Estados Unidos apoyaría la democracia sólo en la medida que sus resultados le fuesen convenientes. De no ser así, el poder imperial se reservaba el derecho de tumbar al mandatario elegido y corregir de tal manera los “errores” de un pueblo, en este caso el chileno, al momento de ejercer su soberanía.

Recordar el golpismo pinochetista y la participación de Estados Unidos en el mismo sirve para refutar a quienes argumentan que la gran potencia fue atacada por el odio que despertaba en sus enemigos su compromiso con las libertades y su defensa de la democracia. No es coherente con la trayectoria estadounidense a lo largo del Siglo XX: en su transcurso desarrolló su imperialismo y su imposición hegemónica. Los ejemplos abundan. El obispo de Chicago, a los pocos días del 11-S, puso el dedo en la llaga: “debemos preguntarnos por qué nos odian tanto”. Motivos para el odio se acumulan – que en absoluto justifican el horror de los ataques terroristas – y dan pistas concretas para comprender sus causas, objetivos y propósitos. Para poder valorar su significado. Y para analizar desde la historia sus repercusiones a futuro.

Situados en el siglo siguiente resulta poco discutible la tesis de que las razones por las que la superpotencia norteamericana fue víctima de la agresión terrorista están en lo que fue el resultado acumulativo del Siglo XX: dejó a Estados Unidos en posesión de una hegemonía mundial indiscutida, convertido en la encarnación por excelencia del imperialismo, en el bastión principal de la civilización occidental dominante y en motor de la globalización neoliberal capitalista. Dicho más breve y contundentemente: el Siglo XX fue el siglo de Estados Unidos, el siglo del imperialismo y el siglo de la globalización.

El 11-S señala su conclusión. No fue la caída del muro de Berlín o la desmembración de la Unión Soviética, ni siquiera el final de la guerra fría, como pensó el historiador Eric Hobsbawm, sino el ataque terrorista en Nueva York y Washington el acontecimiento que lo culmina. Es la consecuencia de las contradicciones que ha generado la actual fase de la historia del sistema capitalista, de las que el propio Estados Unidos provocó. Como país fue la víctima hace diez años, pero no una víctima inocente. Sus líderes son en parte responsables de haber provocado la agresión, así como lo son de la respuesta desmedida que siguió, bajo el estandarte de la guerra global contra el terrorismo. Las únicas víctimas reales son  los individuos humanos, las personas que estaban en los aviones estrellados y en los edificios impactados. Y las que han padecido por el terrorismo en otros países. También las que han estado bajo las bombas en las guerras de Irak y Afganistán, o que son objeto de discriminación y repudio, por el sólo hecho de ser musulmanas, en los países de la civilización cristiana occidental.

Por simple lógica hay que aceptar que el acontecimiento histórico que señala el final de un siglo es al mismo tiempo el que indica el comienzo del siguiente. Es decir, el siglo XXI arrancó con el 11-S y está determinado inicialmente por esos hechos históricos. Se equivocó Fukuyama cuando, tras la caída del muro de Berlín, se le ocurrió predecir un mundo sin conflictos y sin historia. Mucho más acertado resultó Huntington cuando previno del “choque de civilizaciones” y, de hecho, sugirió estrategias para propiciarlo y desafiarlo. No convenía a los intereses de los halcones militares del Pentágono ni para las grandes corporaciones del negocio de la defensa la tesis del “fin de la historia”. Mucho más conveniente era señalar al próximo enemigo y justificar el incremento, en vez de la disminución, en los gastos de defensa e inteligencia.

El gigante estadounidense, que está consciente de su tendencia al declive económico, juega a prolongar lo más posible su poderío militar hegemónico, como una táctica que evite la decadencia o al menos prolongue la supremacía. ¿Cómo lograr que el siglo XXI siga siendo una centuria norteamericana? ¿Se podrá impedir o retrasar el ascenso de China y otras potencias emergentes que van camino de sustituir a Estados Unidos en la cúspide del dominio mundial?

Todo parece indicar que estas tendencias históricas, que ya se podían advertir al inicio del siglo XXI, no sólo se confirman sino que se adelantan. Ya no se trata de proyecciones para el 2050 o el 2025: China se asoma al liderazgo mundial antes de lo previsto. Y la actual potencia hegemónica da muestras de agotamiento y de perder el paso. Paradójicamente, la ayuda para suavizar la caída le viene de la propia China, que con sus compras masivas de letras del Tesoro –deuda pública de Estados Unidos – por un monto acumulado de alrededor de 1.12 billones de dólares, impide que el derrumbe norteamericano sea más brusco y desastroso.

Se viene el advenimiento del “dominio suave”, de nuevas formas de hegemonía. Éstas serán “a la china”, es decir, menos agresivas e imperiales de lo que fueron los siglos de preponderancia blanca y occidental. El siglo XXI será chino o, cuanto menos, asiático. Es lo que en el momento actual, a diez años de pasar página en el libro de la historia, puede advertirse. Es lo que otras potencias económicas y demográficas – Brasil, Rusia o Sudáfrica – han advertido, coordinándose por ende con los dos gigantes asiáticos: India y China. Es lo que los expertos llaman BRICS.

Bienvenidos al futuro: éste ya ha comenzado. 

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