Nacionales / Desigualdad

El Big Brother de la San Carlos

En Ayutuxtepeque hay dos colonias San Carlos: la residencial, con sus calles pavimentadas, portones y casas de dos plantas, y la lotificación, con su calle desastrosa, sus casas sencillas y embarranconada. En este albergue hay un televisor que no sintoniza ningún canal, una orquesta nocturna de ronquidos, una abuela que rasga a gritos la quietud de la noche, y unos niños que conspiran contra el tedio. Esta casa comunal que a veces sirve para velar pobres ahora alberga a 52 personas que llevan conviviendo 200 horas. A partir de ahora seremos 53.


Miércoles, 26 de octubre de 2011
Gabriel Labrador

6:25 de la mañana. Así amanece al interior de los 52 albergados de la San Carlos, en Ayutuxtepeque. Muchas personas ya se han levantado para ir a trabajar, otros están por irse. Una vez cerró el albergue, las colchonetas les fueron donadas a los damnificados.
6:25 de la mañana. Así amanece al interior de los 52 albergados de la San Carlos, en Ayutuxtepeque. Muchas personas ya se han levantado para ir a trabajar, otros están por irse. Una vez cerró el albergue, las colchonetas les fueron donadas a los damnificados.

No es el albergue más grande ni el mejor atendido de los más de 560 que ha habido en el peor momento de la tormenta E-12. Tiene 52 personas que llevan ocho días apretujadas en un espacio que si se repartiera a partes iguales entre sus habitantes, no le tocaría más de 2.3 metros cuadrados a cada quien. Más o menos el espacio de una cama mediana. Estas personas, que obligadamente han tenido que renunciar a su privacidad, comparten el salón además con una montaña de bolsas plásticas negras, con un puñado de sillas plásticas y con un par de mesas. Lo que más requieren ahora, aparte de víveres, techo y abrigo, es paciencia. Mucha paciencia. Es una especie de Big Brother para los salvadoreños más desafortunados.

En esta casa comunal, en tiempo seco hacen fiestas o velan a los muertos. Al lado hay una cancha de fútbol que en otra parte sería sinónimo de diversión, pero aquí significa peligro. Hace unos meses mataron a dos adolescentes en ella y desde entonces los padres prohíben a sus hijos usarla. Este miércoles 19 de octubre, el noveno día consecutivo de lluvias, hay policías en el albergue, y el veto paterno se ha levantado unas horas por la tarde y la cancha ha tenido un paréntesis. Pero por lo general este es un lugar sumido en violencia. Es la lotificación San Carlos, de Ayutuxtepeque, uno de los municipios del norte del Área Metropolitana de San Salvador.  

Aquí hay solo una séptima parte de los 340 albergados que hay en todo el municipio, pero en vísperas de campaña electoral no ha pasado inadvertido para cuadrillas de partidos políticos y, claro, tampoco para la acaldesa. Cuando el albergue abrió el martes 11, fue porque dos directivos de la comunidad se hartaron de que los enlaces con Protección Civil no hicieran nada y activaron el comité comunitario de emergencia. Las 52 personas de las 10 casas que corren más peligro en la comunidad no tardaron en llegar. Poco después les siguieron tres escusados portátiles, una cuarentena de colchonetas y después fueron apareciendo dotaciones de arroz, maíz y frijoles que serían la materia prima para el menú de nueve días.

Noche de subasta

Es miércoles 19 y el noveno día en el refugio ya va de bajada. Junto a los 52 refugiados pululan decenas de bultos negros. Dentro de ellos hay provisiones de auxilio de emergencia como ropa, materiales para higiene personal y víveres. Tres personas le han preguntado a Sara, la encargada del albergue, si no es hora de entrarle con todo a la montaña de bolsas negras que se apilan en una esquina del salón. Quieren extraer de sus entrañas los regalos que saben son para ellos y para sus hijos. Pero aún es temprano. Algunos hombres adultos, de la docena que están registrados en el cuaderno de Sara, aún andan lejos, en sesiones de alcohólicos anónimos algunos, o vendiendo tortas mexicanas, como otros, o recogiendo la basura de la ciudad, como unos más, o dando mantenimiento a edificios estatales, como alguno. Así que el contenido de las bolsas –negras, como para turbar la curiosidad de cualquiera de los 52 refugiados— aún permanecerá proscrito a la espera de que dentro de estas cuatro paredes estén todos quienes oficialmente se vieron perjudicados por las lluvias.

El primero que preguntó a qué horas comenzaba la regalazón lo hizo a las 5 de la tarde. El segundo a las 6 y la tercera unos minutos antes de las 7. Pero como casi todo dentro de un albergue, las decisiones jamás dependen del gusto exclusivo de uno solo, ni del antojo de dos o de las necesidades de tres. Ni siquiera esa decisión tan de soberanía personal e intimidad como ir al baño. Ni siquiera esa. Mucho menos otras decisiones que en circunstancias normales suelen depender solo de la necesidad y de la voluntad: comer, dormir, mirar televisión o descansar. Esto es un albergue y los derechos aquí están mutilados. Mucho más lo estará el derecho a pedir el reparto de los regalos dentro de las bolsas plásticas.

Hay derecho a usar el televisor prestado al albergue, pero por alguna razón el aparato no sintoniza ningún canal. Así que solo puede verse en él películas en dvd. Son más de las 7 p.m. y cuando una veintena de púberos ha terminado de ver la película Linterna Verde Sara, la encargada del recinto, sale de la cocina aplaudiendo y convocando: “¡Vaya, vaya, vaya!” Todos ponen atención. El albergue ahora sí está completo: 52 hombres, mujeres y niños, y llega el momento de comenzar la subasta, como le llaman.

Lo que aquí está de ocurrir es un show. Disponen 20 sillas en semicírculo, alrededor del cerro de bolsas. Las familias refugiadas se aglomeran en las sillas y junto a ellas respetando un generoso espacio al centro, reservado para Sara y quien es su mano derecha, Carlos. Estos modelarán y otorgarán uno a uno los obsequios enviados por gente desconocida, por gente que corrió con un poco de mejor suerte en un país en el que según las cifras oficiales uno de cada 40 salvadoreños resultó directamente dañado por la tormenta E-12.

Kimberly, la hija de Carlos, tiene unos 12 años. Está sentada en primera fila y se relame de solo imaginar los vestidos que las bolsas esconden en su interior. Igual sus amigas, de similar edad. Atilio, un niño cachetón y grande, sueña con camisas de fútbol y pantalones bonitos. Y cuando Sara desata el primer nudo y zambulle su brazo, todos sonríen. “¿Quién quiere verse catrín?”, pregunta Sara, mientras poco a poco en sus manos se va desdoblando la primera de las prendas. Es una camisa de botones, manga larga, color casi negro, de hombre. Alguien dice “¡Yo!”, y con eso, la camisa ya tiene un nuevo dueño. “¿Quién quiere verse sexy?” Sara saca un un vestidito azul con pequeñas brllantinas. Sara se contonea, modela para todos, sonríe y en el semicírculo le celebran la broma, aplauden y silban. “¡Aunque sea para el 31 de octubre!”, añade ella y, por fin, una señora gordita dice que ese vestido será para su sobrina.

Son 21 bolsas de ropa. Y para acabar con las primeras dos han tenido que transcurrir 40 minutos. El alboroto es tal que los vecinos del albergue, que viven en la zona alta de la lotificación San Carlos, han llegado a asomarse a la puerta del albergue para presenciar el espectáculo. Otros, que tienen familiares entre los albergados, ya se mezclan en el semicírculo y bajo el brazo tienen una que otra prenda donada. “¿Cree que me den a mí aunque no haya pasado en el albergue?”, pregunta una mujer madura a otra mujer, cuando ya han despachado 12 bolsas. La respuesta es fácil, pues aquí sobra el sentido de comunidad, como lo evidencia el griterío. “¡Esa le queda a Génesis!” “Sí, a la Génesis!” “Ese pantalón es para vos, Rigo”, “¡Rigo, agarralo homb´e, como mandado a hacer”... Cuatro horas después, todos tienen su rimerito de ropa. La mayoría agradece porque eso de vivir en albergue, entre otras cosas, significa que no pueden lavar ropa ni secarla como acostumbran, y que desde hace nueve días el pantalón que portan algunos es, probablemente, el mismo. Por primera vez en lo que va de la emergencia, habrá cambio de mudada.

Mario Ventura, uno de los albergados, hace una viista relámpago a la zona más peligrosa de la lotificación San Carlos. Dice que no hace falta avisarle a los encargados del albergue, que todo mundo hace ese tipo de visitas aprovechando que están cerca.
Mario Ventura, uno de los albergados, hace una viista relámpago a la zona más peligrosa de la lotificación San Carlos. Dice que no hace falta avisarle a los encargados del albergue, que todo mundo hace ese tipo de visitas aprovechando que están cerca.

El undécimo mandamiento

Es jueves 20 y la coordinadora envía a pausar la película. Quiere hacer una pregunta incómoda, aunque aquí las familias parecen ya tener un callo bien hecho. “¿Cómo hacemos para comer?”, pregunta. Lejos de ofrecer un menú, Sara lo que explica es que están en problemas, que no hay ingredientes para cocinar. Se supone que esta noche -la penúltima antes de abandonar el albergue- habrá pupusas para todos, dos o tres por cabeza, pero el perol de frijoles ha llegado tardísimo y el queso nunca llegó. Son las 7 de la noche, hace hambre y si comienzan a palmear las pupusas en este momento, terminarían hasta dentro de unas tres horas. La cocina es parte del problema, pues es muy pequeña. Así que hay que abortar el plan y decidir qué hacer. Por eso Sara ha interrumpido la película. Un albergue pequeño también tiene sus ventajas.

Los albergados tienen tres opciones. La primera es esperar una media hora más y freír arroz para comerlo con los frijoles; la segunda, comer los huevos del desayuno con los mismos frijoles; y la tercera, dejar a un lado los frijoles, y comer pan dulce y café. Todos dudan. Tras unos segundos, sin mucho ánimo, la gente elige la última de las propuestas. Una abuela se consuela diciendo que por suerte el hambre no es tan perra, en parte por la ollada de tamales que Comandos de Salvamento repartió por la tarde con un par de panes franceses. Mientras, los adultos dicen que por las pupusas vale la pena sacrificarse y cenar poquito. Los niños, sencillamente, creen que cambiar el menú es la mejor opción.

En los últimos nueve días —y sus noches— cada tiempo de comida ha sido una sencilla y hasta ofensiva permutación de frijoles-arroz-huevo. Sara bromea sobre la variedad de platos que se puede servir si se combinan los huevos picados, estrellados o duros, con los frijoles enteros, fritos o en casamiento. Así se engaña la tripa durante nueve días y ocho noches. Aunque también hay pequeños lujos. Los plátanos, por ejemplo, y ni se diga las salchichas ocasionales. Y ni se diga el extremo de la excepción: si en el almuerzo de este jueves hubo sopa de arroz aguado con mollejas de pollo y ayotes y güisquiles es porque uno o dos de los albergados se ganaron las bendiciones de todos y bolsearon sus casas.

En un albergue, incumplir el mandamiento básico —no tomarás decisiones por tu propia cuenta— puede tener resultados negativos: los tamales que alguien decidió servir como inusitado refrigerio esta tarde, en realidad eran el desayuno del día siguiente. Y a partir de esa confusión hubo, de nuevo, que improvisar.

La cocina en el albergue se mantiene viva gracias a las rotaciones que hacen las cocineras y a que entre las refugiadas hay tortilleras. Da la impresión de que todas las mujeres en el albergue podrían hacer el turno fácilmente con cualquier tipo de materia prima. Julia, una mujer flaca con grandes ojos achinados, está refugiada con su esposo e hijos. “Aquí hasta las bichitas se ponen a cocinar, desde pequeña se les enseña, mire…”, dice, mientras utiliza sus dedos para dibujar en el aire un cincho correctivo que se estrella en las nalgas de alguna chica.

Pero pese a la comprobada experiencia, a veces comer no es fácil. Había para esta noche un postre de plátanos en leche que fracasó porque la leche se cortó. El perol de metal aguarda en la cocina con un semblante de pocos amigos mientras las cocineras lo observan pensando en cómo recuperar el plátano que raras veces se puede comer en un albergue. Afuera de la cocina, en el salón donde los niños y jóvenes ven una película y los adultos tratan de ingeniárselas para gastar el tiempo, la esperanza es que habrá algo de comer más tarde. A nadie se le ocurre donar un libro a un refugiado.

A veces el problema en la cocina es un asunto de lenguas. Cuando un joven contó en su trabajo que en su comunidad había un albergue, esa misma noche, los directivos de la fundación en la que está empleado y varios de sus compañeros llegaron al albergue con cajas llenas de provisiones y con sus cámaras fotográficas. Los albergados sentían que debían agradecer y lo hicieron suspendiendo lo poco que hacían –ver televisión, cocinar y platicar— y posando para la foto.

Por supuesto que no era la primera entrega de donativos que recibía el albergue, pero otros amigos, como los Comandos de Salvamento, solían entregar sus ayudas sin pompa y sin pedir tomarse fotos. Casi cuatro horas más tarde, el plátano ya se está sirviendo con un sabor a canela, pero las latas y bolsas de alimentos que tienen indicaciones en inglés siguen siendo un acertijo. “¿Es puré?” “¿Veá que es como leche?” “¿Y se puede servir helado?” “Green significa verde”.

 

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