Opinión /

El ciclo comenzó hace 80 años


Lunes, 23 de enero de 2012
Ricardo Ribera

El presente mes de enero está muy marcado por toda la serie de eventos conmemorativos por los veinte años de la firma de la paz y corremos el riesgo que pasen desapercibidos otros aniversarios que son, asimismo, fuente de lecciones históricas:el pasado domingo se cumplieron ochenta años de la insurrección de 1932. Puesto que el  22 de enero, en recuerdo de aquella gesta popular del 32, fue la fecha escogida por la Coordinadora Revolucionaria de Masas, CRM, para realizar su gigantesca manifestación en 1980, tenemos un doble motivo para conmemorar, recordar y reflexionar.

Debo advertir enseguida: no estoy tratando de contraponer a la celebración por la paz y los consiguientes discursos de concordia y conciliación, un par de eventos que nos inclinen a conmemorar y festejar la confrontación y el espíritu de lucha. Trato, más bien, de incitar a una reflexión que pueda establecer la conexión entre una y otra cosa: pensar el vínculo entre insurrección popular y acuerdo, o entre reivindicación social y unidad nacional o, si se quiere con más contundencia, el nexo entre la guerra y la paz.

Los espíritus simples sólo ven oposición y contradicción ante el enunciado de términos opuestos. Dirán, con simpleza irreflexiva, que hay que optar entre guerra y paz. Verán el mundo dividido en guerreristas y pacifistas. Reducirán la cuestión a escoger entre el Bien y el Mal. Para después, claro, proclamarse ellos partidarios del bien, de la paz y de la razón. Si las cosas no transcurren en la historia más plácidamente sería, para tal mentalidad, porque otros han tomado la mala opción. Son los responsables de la guerra, de la sinrazón y del mal.

Bien fácilmente, desde esta trinchera del comodismo moral, se condenará al espíritu de rebeldía que, tanto en 1932 como en 1980, en vez de ajustarse a la sumisión y docilidad que demanda el orden establecido, osó reclamar y se rebeló. El peso de una historia nacional cargada de violencia y excesos recaería sobre ellos, según esos espíritus acomodaticios y superficiales.

Los únicos momentos válidos de la historia serían aquellos en que dominaron sentimientos de unidad nacional: la proclamación de la independencia, la guerra contra Honduras, los acuerdos de paz. Sólo de ellos y similares podrían extraerse lecciones positivas con que educar a las siguientes generaciones. ¿Es para eso que sirve la historia? 

Fácilmente se cae en una falsificación de la historia cuando es contemplada con prejuicios morales de tal índole. Tal enfoque no puede dar cuenta de la lógica del proceso que nos ha traído hasta el punto en que nos encontramos. Pierde el sentido de la historia como ciencia social, cuya misión es conocer antes que aleccionar, comprender antes que valorar, explicar antes que enjuiciar. Desde el punto de vista de la historia como ciencia social es que aparece clarificada la conexión entre los opuestos dialécticos.

La paz, tan encomiada, es consecuencia directa de la guerra, es hija de la misma. La actual democracia, sustancia última de la paz alcanzada y que goza hoy de tantos adeptos, ha sido en última instancia obra y resultado del esfuerzo bélico que quería imponer el proyecto propio y eliminar el del enemigo. Pero condujo en su dialéctica al escenario final de aceptación mutua y a la mutua renunciación que generó la salida política negociada.

El trasfondo de unidad popular y unanimidad social que palpitó en la consecución del Acuerdo de Paz, anidaba asimismo al inicio del conflicto. Brilló con luz propia en la gran manifestación del 22 de enero de 1980, cuando más de un cuarto de millón (300 mil según ciertas fuentes internacionales) de ciudadanos acudieron al llamado hecho por la CRM. Era una multitud alegre y fiestera. Era una demostración de fuerza popular. Se vivió la sorpresa feliz de  la mayoría al comprobar que es mayoría, la esperanza jubilosa de que una tal mayoría no podía sino prevalecer.

Lo animado del momento terminó trágicamente, al ser atacado arteramente ese pacífico desfile, dejando decenas de muertos por los disparos de francotiradores del régimen que impunemente masacraron aquella marcha opositora. No fue una sorpresa. Se confirmaba la naturaleza genocida del régimen, la imposibilidad de una salida pactada, la necesidad histórica de la resistencia, la posible victoria del pueblo en armas sobre sus tiranos.

Cobraba fuerza la tesis – el mito – de que el país necesitaba de alguna manera “repetir el 32”. Para darle un final diferente. Para librarse de su espectro. Para dejar de “nacer medio muertos”, como dijo el poeta, y dejar de vivir “medio vivos”. La memoria histórica de la insurrección, de lo terrible y heroico de su intento, cuando sólo en Rusia había habido una experiencia triunfante; la memoria también de la masacre posterior, con su carga de horror y de sectarismo; pesaban como losa en la conciencia nacional. No de casualidad la izquierda insurgente tomó el nombre del líder del levantamiento, Farabundo Martí. Era una catarsis histórica la que se pretendía. La izquierda tenía un sueño, semejante al de Martin Luther King; el pueblo lo tenía. Mas para lograr el sueño había que superar primero la pesadilla.

Con tales fantasmas rondando por nuestras cabezas nos abocamos a la guerra civil. Pero los inicios del conflicto armado de los ochenta más parecían repetir la pesadilla. Los posteriores doce años, consecuencia de los acontecimientos del 22 de enero de 1980 y de los dolorosos hechos posteriores, el cruel asesinato de Monseñor Romero entre otros, mostrarían lo acertado y lo errado de aquellas apreciaciones. El pueblo salvadoreño jamás se doblegó, según el espíritu de lucha y resistencia mostrado en 1932 y nuevamente en 1944. Pero terminó exigiendo el fin de la guerra, reclamando una salida razonable al conflicto, que a lo largo del proceso se había ido haciendo más y más irracional. Reclamó paz y finalmente la obtuvo. Fue su triunfo final. Con el acuerdo de paz al fin “se hizo su voluntad”, así en la tierra como en el cielo.

Se cerró un ciclo histórico recorrido por el pueblo salvadoreño desde enero de 1932 hasta otro enero, el de 1992, pasando por el de 1980. Sus opresores terminaron siendo apartados del poder, cierto, aunque el costo de tal victoria resultó mucho más alto de lo que pudiera imaginarse. Si aprendió a hacer la guerra, a este pueblo le tocó también aprender a hacer la paz. Ha sido la mayor muestra de su grandeza. Se portó cual “pájaro pequeño” – como dice la canción de Alí Primera – “que después de alzar el vuelo” ya no se detiene en su volar. Ese vuelo sigue.

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